Bolotomías 1995

BOLOTOMIA

"Papá, papá... ¿Por qué todos los conciertos se hacen en jueves?", me pregunta una voz que parece salir del interior de una maraña de pelos. Miro a la maraña y supongo que lo que hay debajo es mi hijo de quince años, así que hago el esfuerzo de responderle
- Porque a la gente que organiza los conciertos les parece el mejor día de los de entre semana para celebrarlos - le contesto con sabiduría y sencillez. "¿Sí, pero por qué?", insiste el montón de greñas. Busco en mi bolsillo una petaca llena de paciencia que llevo siempre encima, por si acaso, y después de echar un gran trago le contesto - Porque el jueves es el día más cercano al fin de semana. "Pero papá", vuelve a la carga, "el lunes y el martes también están cerca del fin de semana, y no se hacen conciertos". Miro de nuevo a la maraña. Me veo tristemente obligado a reconocer que no es muy inteligente, pero es mi hijo y es el único que tengo. De modo que decido contemporizar. - Tienes razón, hijo - concedo - debería haber conciertos todos los días. Así la gente podría verlos todos y habría ofertas interesantes a todo lo largo de la semana. Y además, de esa manera tú saldrías todos los días en lugar de quedarte en casa con el único fin de darme la brasa. "Pero entonces, si yo tengo razón, ¿por qué todos los conciertos se hacen en jueves?" Si supiera dónde demonios tiene la cara, le daría una bofetada. Pero no me apetece levantarme a mirar. Y además, es cierto: tiene razón.

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¡PIPIPIPIPIPIPIPIPIP!

Una vez más, el sonido de su teléfono móvil volvía a interrumpirme a mitad de una frase. "Perdona un segundo", me dijo, " Sí, ¿dígame?... ¡Hombre, Pepelu!... ¿qué tal?... chachi, ¿no?" Histérico. Mucho más que nervioso. Aquel fulano conseguía ponerme definitivamente histérico. Pero llevaba ya dos semanas intentando conseguir sus servicios, así que no era el momento de rendirse. Regresé a mi martini y repetí mentalmente mi mantra particular: "nomm... ehodas". Cuando el tal Pepelu dejó de exhibir vía satélite su meningitis mal curada, el fulano en cuestión me preguntó: "¿Por dónde íbamos?" - Te estaba diciendo que queremos grabar una maqueta y necesitamos tu estudio de grabación para... ¡PIPIPIPIPIPIPIPIPIP! Otra vez la maldita Motorola. "Disculpa... ¿Sí?... ¡Hola bonita!... Jo, que superhortera, ¿no?". Pedí otro martini para tranquilizarme, mientras odiaba en silencio a aquella interlocutora necia, desconocida y absolutamente inoportuna. "¿Qué me estabas diciendo?", fue su pregunta cuando colgó de una puñetera vez. - Verás - comencé - vamos a grabar una maquet... ¡PIPIPIPIPIPIPIPIPIP! "¡Jo chico, qué asco! ¡Es que no para de sonar!" En eso llevaba toda la razón. Incluso cuando el cirujano de Urgencias trataba de extraérselo del recto, aquel jodido teléfono móvil seguía sonando. Y es que, concentrado en el esfuerzo de introducírselo, se me olvidó desconectarlo.

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ESTANCO

"¡No toques nada, Ricardito! Mira que este señor se va a enfadar y te va a reñir." La pedorra se equivocaba. "Este señor" era el dependiente del estanco y ya llevaba un cuarto de hora enfadado, pero lo disimulaba. "Demasiado grande. Demasiado caro. Demasiado largo. Demasiado fino..." Demasiado tiempo para elegir un mechero. El estanquero estaba harto, yo estaba aburrido de una espera desproporcionada para comprar un paquete de Ducados, y el Ricardito de los cojones seguía tocándolo todo, tirando cosas y generando una peligrosa tensión que su madre no parecía percibir. "El caso es que éste me gusta... pero no sé...", seguía cloqueando. Y en ese momento ocurrió. Un ruido de cristal roto, una sensación húmeda y la constancia de que aquel proyecto de imbécil vestido de niño se acababa de cargar un frasco de tinta y me había salpicado zapato, calcetín y pantalón "¡Ricardito! ¡Eres muy malo!", graznó la arpía. - No le riña, por favor - intervine con calma aparente "Pero... ¿no le ha molestado?". - Sí. Pero al fin y al cabo sólo es un niño - repuse - y todos sabemos que las actitudes de los niños reflejan la educación recibida de sus padres. Así que lo que hay que hacer es enfrentarse con el origen del problema. "¿Qué ha querido decir con eso? Pero... ¿qué hace?", preguntó con gesto de sorpresa. "¿Así que reconoce usted que intentó estrangular a esta señora?", inquirió el juez semanas más tarde. - Si, señoría - admití con tranquilidad - y si no me hubieran interrumpido los maderos lo habría conseguido. El juez me comprendió perfectamente, pero no podía dejarme en libertad. Total: seis años y un día. Eso sí, todas las semanas viene a visitarme un agradecido y cómplice estanquero con un cartón de Ducados y media docena de Farias. Todo un detalle.

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BRASAS

“¿Y sabesh loquemdijo la tía borde?.. ¿Eh?" - No. Pero me lo vas a decir - respondí con acierto "¡Yo no soy una de tuss putash, borracho de mierda! Esho me dijo" Hubiera debido adivinarlo. Después de un cuarto de hora de aguantar la brasa que me estaba dando aquel fulano de traje azul, debería haberlo conocido mejor. Desgraciadamente, el pertinaz ataque de su fétido aliento reducía mis defensas al mínimo, por lo que mi cerebro sólo conseguía evocar la imagen de un montón de chorizos mohosos flotando en una palangana llena de coñac barato. - Bueno, pues nada - dije iniciando la despedida "Essspera tío, no te vayash, joer" me interrumpió, gritando seguidamente al camarero "¡Oyesh tú! Ssacanosh aquí otdra vuelta". Cuando llegaron las bebidas miré detenidamente a mi interlocutor. Desagradable. Después miré al camarero. Peor. Los chorizos flotantes empezaban a parecerme un jodido remanso de paz y armonía. "Eresh un tío muy majo... Y essa borde she vanterar" Y otro cuarto de hora. Maldije la buena educación recibida, que me aconsejaba no ser duro con la gente deprimida que necesita ayuda y comprensión. Decidí irme al baño. El baño olía aún peor que el aliento de aquel pesado pero, al menos, al salir di con la solución de mis problemas. Se llamaba Olegario y disfrutaba del tercer grado después de haberles arreglado el careto a dos pollos a los que pilló hablando entre babas del culo de su novia. Una bellísima persona, Olegario, y con tanto sentido del humor como un reactor nuclear. "¿Y dices que ese tío ha dicho que a él mi novia se la chupa?" - Pues sí, el del traje azul. Pero déjalo, está borracho. "¡Y una mierda, borracho. Mecagüen tus muertos, cabrón!" gritó Olegario abalanzándose sobre mi pelmazo de traje azul. Ni que decir tiene que no quise presenciar el espectáculo. Soy una persona de arraigadas convicciones pacifistas y me estremece la sola visión de la sangre. Además, tenía una cita con la novia de Olegario y aún tenía que comprar los condones.

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ESPERAS

"Puede esperar aquí, si quiere. El señor Beltrán le atenderá enseguida", me dice la secretaria con la mejor de sus sonrisas postizas. Tres días aguardando larga e infructuosamente para ser recibido por el baranda del sello discográfico me han vuelto demasiado sabio como para caer en un truco tan viejo. Esta vez no pico. - Casi me voy a ir a hacer unas gestiones y vuelvo un poco más tarde - le contesto con falsa simpatía. En un bar gestiono una caña y un frito de gamba. La gamba resulta ser pariente del señor Beltrán y también me hace esperar un rato. Llego a la conclusión de que la Humanidad se divide en dos grupos: los que están muy ocupados con sus asuntos y los que están muy ocupados en convertirse en asuntos de los que están muy ocupados con sus asuntos. Me mareo. Acabo mi cerveza y subo nuevamente a la discográfica de mis esperas. "¡Cuánto lo siento!..." - me espeta cínicamente la secretaria - ".. el señor Beltrán está reunido". ¿No es así? - remato yo. "Sí", contesta, seca y ofendida. - Entonces, esperaré. Me acomodo en una butaca y comienzo a ojear una revista vieja. Parece ser que ha muerto Franco. "El señor Beltrán le recibirá ahora" - escupe la secretaria con frialdad. Ignoro al témpano con faldas y entro con mi maqueta en el despacho. Cuando lo abandono, la boca del tal Beltrán ha perdido dos dientes pero ha ganado una cassette que le impide despedirse de mí tan educadamente como es de exigir. Se lo disculpo: el golpe con el cenicero de mármol ha debido privarle brevemente de la consciencia. - Ha dicho que no le moleste nadie durante media hora - restriego por los morros de la sargento. Ya en la calle, aspiro profundamente y siento una profunda e inmoral paz interior. Ha merecido la pena. Al fin y al cabo, ¿de qué le sirve a un músico grabar con una multinacional si acaba perdiendo el alma, el tiempo y la paciencia?

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BINGO

"Treinta y siete. Tres, siete.", deja caer por megafonía una voz árida, metálica, monótona y absolutamente esdrújula. Miro distraído los números de mi cartón. Me pregunto qué coño pinta un guitarrista jevi como yo en un sitio como éste y recuerdo la reunión del grupo en la que se decidió, de forma asamblearia, invertir lo que quedaba de fondo en el bingo y también - cómo no - se eligió democráticamente al pardillo encargado de jugarse la pasta. Empiezo a entender a los que odian la democracia. "Táchelo, joven", me ordena una vocecita a mi derecha. Se trata de una viejecita encantadora. De hecho, es la única persona que no ha gritado al verme entrar con mi pelambrera y mi camiseta aironmeiden y mi chupa de cuero negro. Y además me ayuda a controlar mi cartón. - Gracias guapa. Si saco algo, esta noche nos vamos de marcha tú y yo - le miento. No sé por qué me siento ridículo. "Sesenta y nueve. Seis, nueve", salmodian los altavoces. - Bonito número - digo en un nuevo intento de ser simpático. "No sea usté idiota", me contesta la vocecita, "y táchelo, que también lo tiene en su cartón". Vuelvo a sentirme ridículo, pero ahora sé perfectamente por qué. Para evitarlo trato de centrarme en el juego. "Dieciocho. Diez, ocho." - la caga por megafonía el del bombo. Miro mi cartón. Sólo me falta un número para completarlo. Los nervios y la codicia me hacen ignorar la vergüenza de estar en un sitio así ¡Puedo ganar, puedo ganar! "Ochentiséis. Ocho, seis" "¡Bingobingobingo!" chilla una vocecita a mi lado. Es un milagro. Mi encantadora viejecita acaba de levantarme cien verdes y se ha convertido en una asquerosa y reseca arpía. Comprendo que debo hacer algo, pero no puedo estrangular ancianitas sin una votación previa. Además, hay que tener espíritu deportivo ante la derrota: todavía puedo atracarla.

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COGOTES

La peli ha empezado hace diez minutos. Ayudados por la molesta linterna del acomodador, el maromo y su chica se sitúan delante de mí provocando que unas cuantas cabezas suban y bajen como en un pim-pam-pum de feria. Bonita imagen, pero estoy demasiado mosqueado como para apreciarlo. Me temo, además, lo peor. "¿Quieres un barquillo, cariño?" pregunta él de forma que todos los espectadores de la sala sepamos lo galante que puede llegar a ser. "¡Chsssst!", protesta alguien tres filas más atrás. " ¿Houston? Tenemos un problema", se percata Tom Hanks desde el espacio exterior. "Verás como al final se salvan" profetiza el pavo con un discreto susurro que hace temblar la pantalla. Creo que me he equivocado: la cosa es aún peor de lo que me temía. El pollo mide cerca de dos metros, tiene una cabeza excesivamente grande para el cerebro que contiene y su pareja o es sorda, o es ciega, o sufre algún tipo de atrofia mental que hace necesario que le expliquen lo evidente cada tres minutos. "Seguro que acaban teniendo problemas con el oxígeno" vocea el tipo. "¡Las reservas de oxígeno se están agotando!" confirma Tom Hanks desde el Apolo XIII. "¿Lo ves?" ruge satisfecho el pívot de los cojones. Harto. Estoy harto. Los bajitos solemos ser rencorosos, pero lo que me cabrea no es estar condenado a la tortícolis por alguien más alto que yo. Lo que realmente me desespera es su capacidad para hacer ruido incluso cuando está callado. Porque ésa es otra. Un centenar de albañiles armados hasta los dientes con todo tipo de herramientas no podrían competir con el escándalo que arma este fulano sólo con su bolsa de palomitas. Tengo que hacer algo. Miro su nuca y una voz en mi interior clama: "¡Justicia!". Me quito disimuladamente un zapato y me dispongo a asestar el golpe. Sin embargo, una bota campera lanzada con saña y precisión desde más atrás se me adelanta y hace diana en la base del cráneo. Su cabeza se desploma lánguidamente hacia un lado. Suspiro colectivo de alivio. Sólo me queda una preocupación: si ronca tendré que rematarlo.

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BELÉN

Al Ivá

"¡Ayayayayay..., que se me va a salir...!" 24 de diciembre, ocho y media de la tarde. Los gritos de miedo y dolor pertenecen a una de las mil cajeras del híper. Parece que se llama María y acaba de romper aguas ante una caravana de carros rebosantes de compras de última hora para estas fiestas.
"¡Déjenme pasar!" vocea con autoridad un hombre maduro que, tras un rápido vistazo, sentencia "Es mejor que no la muevan: en su estado sería peligroso. Y ahora, si me disculpan, llevo un poco de prisa". Dicho lo cual, aprovecha la confusión para abandonar la escena como los indios de las viejas pelis: apoderándose del carro de las provisiones por la patilla." ¡Y no olviden avisar a un médico!", nos grita cínicamente el hijoperra desde la puerta. Sin embargo, nadie presta atención a la hábil operación del mangui. De algún modo, la urgente situación de la tal María ha establecido un raro vínculo de solidaridad entre un grupo de personas que, dos minutos antes, no habrían dudado en matar a cualquiera que hubiera intentado colarse. De hecho, en la larga cola formada ante la abandonada caja de nuestra izquierda, dos fulanos que se disponían a perpetrar un atraco con rehenes han guardado respetuosamente la recortada y el treinta y ocho que pensaban utilizar para hacer su trabajo. Es Navidad. "Tranquila, María. Mira, ahí llega José" - dice la compañera de la parturienta. Llega como huyendo de su propia bata azul de almacenero, se arrodilla al lado de María, coge su mano, acaricia la frente sudada y se le ve echar en falta tener unas cuantas manos más. A mi derecha, una cincuentona escapada de la portada del Telva contempla arrebatada la escena, hasta que nuestras miradas coinciden y su arrebato contemplativo pasa a centrarse peligrosamente en mí. Si intenta tocarme, gritaré. Para distraerme, recapitulo sobre las coincidencias de este asunto: es Nochebuena, María está de parto, José a su lado sin hacer preguntas... - ¡Hay que joderse! - suspiro profundo y concluyente. De pronto, tres fulanos aparecen siguiendo la estrella de sheriff de un guardia jurado. Los comentarios que me llegan confirman que se trata del encargado, el gerente y el jefe de personal que vienen con regalos para el niño: un paquete de Dodotis, un frasco de Nenuco y una carta de despido para su madre por dar a luz en horas de trabajo "con el consiguiente perjuicio para la empresa". Ése es el auténtico espíritu de la Navidad, que llena mi negra alma de amor hacia esos tres hombres de buena voluntad, algo que necesito compartir con todos los presentes. Pido prestadas sus armas a mis vecinos de la izquierda y me dirijo hacia los improvisados reyes magos para agradecerles con una demostración de puntería el haber otorgado plenitud a esta Nochebuena. Es una pena que mañana no haya periódicos.

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