Bolotomías 2000


MUNDIALES

“Seguro que ataca en los últimos kilómetros” afirma el parroquiano de mi izquierda.
“¡Qué va a atacar, tontolaba!”, muge despectivo el parroquiano de mi derecha.
- Una tónica con ginebra y un poco de zumo de limón - le susurro al camarero procurando no entorpecer las hostilidades ni verme implicado.
Ambos contertulios me observan con el mismo interés que dos rinocerontes en época de celo dedicarían a un concierto de arpa. Y ambos tienen el mismo brillo en la mirada: una parte de barniz y nueve de licor altamente inflamable. Al menos mi irrupción en la línea de fuego ha tenido la virtud de abrir una tregua de silencio. En el televisor, centrando la atención de los presentes, un fulano flaco y sudado, con una camiseta roja y amarilla, persigue por las calles a otro fulano igualmente flaco y sudado y casi tan mal vestido como él. Supongo que le ha hecho algo especialmente grave, porque parece ser que lleva dos horas tratando de alcanzarlo a pesar de que  todo indica que hace un calor de cojones.
“¡Últimos dos kilómetros...!”, brama el comentarista.
“Ahora acelerará y mantendrá la progresión hasta acercarse a su velocidad punta para poder esprintar, si llega el caso”, asevera con autoridad el parroquiano de mi izquierda.
“Debería haber atacado antes. Ahora tiene que recuperar casi cinco metros por segundo y el rival no muestra signos de fatiga o desfallecimiento”, argumenta con precisión y rara elegancia el parroquiano de mi derecha. “Gilipollas”, añade,  volviendo a poner las cosas en su sitio.
Mi pedacito de barra vuelve a ser zona de combate. Las miradas vidriosas de los dos ingenieros convergen otra vez en mí, esta vez con extraños destellos que parecen exigirme que tome partido.
“Yo creo que puede ganar”, improviso mirando a ambos lados a la vez y provocándome un esguince en el ojo izquierdo, “salvo que el lapso temporal entre su llegada y la del segundo tenga signo negativo, en cuyo caso significaría que, a pesar de haber llegado primero, habría tardado más que el segundo por lo que sería segundo en lugar de primero y el segundo habría convertido la plata en oro, como los alquimistas... ¿me siguen?”
No me siguen, actitud que aprovecho para abonar mi gintonic y abandonar el local antes de que reaccionen. Prefería los tiempos en que la gente no distinguía el balonmano del lanzamiento de peso.

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 OSCURO

“Perdóname. Aún te quiero”, resume el subtítulo en cuatro palabras el minuto de parrafada que la actriz hindú acaba de largar en la pantalla.
“Eres una furcia”, susurra bilioso  a su consorte el tipo de la butaca de delante.
“Con él no, querido. No le he cobrado nada. Tú tuviste que comprarme un Twingo para poder echarme un polvo”, navajea la mujer con rebuscada vulgaridad.
“Puta”, sintetiza un bisílabo rotulito el largo fraseo del hindú de la peli. Más que subtitulada, es una versión telegrafiada. Afortunadamente, mi pareja vecina sigue dándome la versión doblada.
“Te dejo”, bisbisea trágico el hombre “y a él, como me lo encuentre, lo mato”
Ella gira la cabeza con violenta dignidad y se queda apuntándole con el mentón mientras emite una especie de rugido apagado. Dos filas más atrás un crítico ronca agarrado a su mantita.
De la pantalla llega un melancólico sonido de sitar. El actor saca un puñal y trata de que su mano se crispe con odio en la empuñadura. Pero su mano se crispa como si llevara diez cartones de leche en una bolsa del híper. Por su parte, la actriz le mira con sus grandes ojos negros. Y hay súplica en esa mirada, y lascivia y pasión... y también legañas, lo que vuelve a distraer mi atención del film y me lleva de nuevo a controlar a la pareja real para combatir el aburrimiento. Lamentablemente, ambos se han empecinado en mantener un silencio hosco que me condena temporalmente al tedio más descarnado.
A veces pienso que los festivales incluyen este tipo de ciclos con el único fin de que los adultos dispongan de una coartada intelectual que les permita encerrarse en un cuarto oscuro y volver a susurrarse barbaridades y comportarse como cuando iban al cine de los curas.
- Mariví ¿me tocas la cola? - murmuro para mí dejándome arrastrar por la nostalgia.
Noto una súbita presión en mi bragueta. Una mano se ha plantado, como un Alien en fase de desarrollo, en una de mis posesiones más preciadas. Prefiero no mirar, no quiero descubrir al dueño de la extremidad. La última vez que me ocurrió algo así fue en un ciclo de cine turco, la mano era de un fulano del tamaño de Sylvester Stallone y con la misma cara de desayunar napalm con cereales radiactivos, razón por la cual me pasé el resto de la proyección sentado en el suelo, con el pulgar en la boca y agarrado a las piernas del acomodador. No, mejor dejarse hacer en la penumbra y no mirar.

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 BEDEL

“Perdone ¿es usted un bedel?”, me pregunta jactancioso un armario de dos metros embutido en un Lacoste.
- Sí  ¿Y tú has aprobado la selectividad o has venido de mascota para los de Biológicas?
El pijazo encaja mal el golpe, pero un remo con cinco dedos en su pecho le frena en seco. Es la manaza del segurata, un tipo de una enormidad imposible y con trazas de jugar con cocodrilos en la bañera. Con carita de comulgante, el niñato se esfuma, seguido de cerca por el vigilante que parece tener ganas de marcha. Me indigno. Cada vez que Matías me endilga una de sus legendarias sustituciones me veo expuesto a toda clase de peligros y provocaciones que mi carácter amable y pacífico rechaza profundamente.
“¿La copissstería?” - canturrea mimosa pero inoportuna una jovencita guapísima.
- Es el sitio donde hacen las fotocopias. Diez puntos que suben a mi marcador y ahora me toca preguntar a mí: ¿cómo se llamaba el podólogo de Felipe II? ¡Tiempo!
Su cara es el desconcierto en estado puro con sombra de ojos. Se pone roja, luego amarilla, luego verde... y arranca con un intenso bufido de aceleración que hace volar los papeles allá por donde pasa. Otra oportunidad perdida. Matías no vuelve. Pronto llegarán las nieves.
Un fulano de aspecto siniestro con sombrero gris y gafas de sol me pregunta con voz ronca
“¿El despacho del rector?”
- No conozco a ningún rector - respondo tratando de poner cara de rata.
“Tal vez esto le ayude a recordar”, muerde el anzuelo extendiendo un billete de diez mil.
- ¡Ah sí, el rector! - finjo recordar súbitamente - al fondo de ese pasillo, a la derecha.
El tipo se aleja. De pronto caigo en la cuenta de que he cobrado la información, pero he olvidado cobrar por mi silencio. Esta cabeza mía me acabará dando un disgusto.
- ¿Seguridad? Un individuo sospechoso con gafas oscuras y sombrero se dirige al despacho del rector - me chivo usando la línea interna.
“¡Hug!”, recibo como toda respuesta
Al fondo del pasillo se escucha un revuelo. Deslizándose por el encerado suelo aparecen un sombrero, unas gafas, unos dientes... Pobre hombre. Y todo por un despiste mío. Más vale que, a fin de cuentas, el verdadero culpable de este desastre es Matías.

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PASEOS

“¡Hola. Buenos díaaaas!”, saluda alegre y tronante un anciano de gorra y bastón “¿Qué, buscando setas?”
Es un águila, el abuelo. Sólo ha necesitado verme agachado cogiendo unos rovellones para percatarse del lado oculto de mi actividad.
- Pues no, mire - respondo cordial - estoy demoliendo la aldea de los pitufos porque la autovía de los gnomos pasa justo por aquí.
“A mí personalmente los rovellones me parecen muy bastos”, sortea con inesperada agilidad mi sarcasmo, “son mucho mejores las de pino. Hay muchas un par de kilómetros más arriba, siguiendo esta misma senda”, sonríe didáctico y afable. Pegado a sus piernas, un bulto pequeño, desagradable y con aspecto de perro insufrible me enseña los dientes con un gruñido.
- Ah, pues muchas gracias. Pero me conformo con esto - miento tenso.
“Si quiere le acompaño y así vamos juntos”, redunda el hombre exhibiendo su implacable sordera mientras su chucho alardea de encías negras con un ronquido ya abiertamente hostil.
“Así no puedes seguir”, dijo mi mujer.
“Dé largos paseos por el campo. La soledad y el silencio del bosque le aliviarán el stress. Y deje el tabaco y los licores”, dijo el médico.
Sudo. Me ocurre siempre que me siento atrapado: comienzo a sudar y las gotas que resbalan por mi frente me ponen doblemente nervioso, con lo que sudo todavía más, en una absurda espiral de transpiración y nerviosismo de la que salgo totalmente empapado.
- De acuerdo - concedo vencido y chorreante - vamos.
Tras dar unos pasos juntos, el anciano se retrasa un poco “por cuestiones de próstata”, dice. Le doy la espalda para mascullar una blasfemia y en ese momento siento un fuerte dolor en la nuca. Cuando abro de nuevo los ojos no sé cuánto tiempo ha transcurrido, más que nada porque me falta el reloj. Y no sólo eso, me ha levantado también la cartera, el walkman y las botas. Joder con el abuelo. Incluso creo que el chucho me ha meado encima. Me duele la cabeza, me sangra el orgullo y me ronda el infarto. Si salgo de ésta juro volver a fumar, no consumir más que vasodilatadores obtenidos por destilación y abandonar al médico en un parque nacional repleto de jubilados con antecedentes penales.

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 ATRACOS

“El Madrí a uno fijo de toda la vida, hombre”, asevera el cajero de la ventanilla 1.
“Pues con el Rayo bien que la cagaron”, argumenta erudito y refinado el de la ventanilla 2.
“Miren, de verdá. Perdonen si les interrumpo, pero es que estro es un atacro”, se trabuca tímido el chico del pasamontañas, mostrando la escopeta de cañones recortados como si quisiera vender un cassette.
Lo cierto es que el muchacho no ha empezado la faena mal del todo, incluso ha pegado dos tiros al techo. Pero el primero de ellos ha coincidido con la febril actividad de serrar marmol iniciada por uno de los instaladores del sistema de alarmas, mientras que el segundo ha resultado apagado por una excavadora convencida de que lo mejor para hacer una zanja es derribar previamente un par de edificios habitados, así los vecinos se van acostumbrando a los escombros. De modo que el atracador ha tirado dos veces y es como si hubiera vuelto a la casilla de salida y aún le aguardaran dos turnos sin tirar.
“Perdone joven. Ya ha terminado usted ¿verdad?”, le susurra una voluminosa anciana al tiempo que lo aparta cargando ilegalmente con el hombro y tomando posesión de la ventanilla en nombre de su bolso.
“¡Señora,... joder!¡Que la mato, ... hostia!”, brama confuso, “¡Deme el dinero, ...!”
- Copón - le apunto con cierto aburrimiento al notar su indecisión
“¡Eso. Copón. Gracias!”, se amontona de nuevo.
La mujer se ajusta las gafas, alza la barbilla y lo mira como dudando entre llamar a un fumigador o rebajarse a solventar el asunto con un simple guantazo. Por fortuna, su alma didáctica de abuela la empuja al diálogo.
“Mire joven”, arranca paciente, “si me roba ahora, deja usted a una anciana pobre e indefensa sin su modesta pensión. Mientras que si me deja ingresar el dinero, yo ya lo tengo en la cuenta y usted se lo roba al banco, que es justamente lo que pretendía ¿verdad?”
Ya no lo sabe. Llegado a este extremo de frustración, el aspirante a atracador es poco más que un pasamontañas perplejo y una escopeta de feria. Es el momento que aprovecha el director de la sucursal para llevar la batalla a su terreno. Dos minutos después, el atracador abandona el despacho con un reloj Casio, una entrada para ver a Bruce Springsteen en el Bernabéu y un crédito de diez millones, que le llevará a la cárcel por impago en un par de años, mientras el director se prueba coqueto el pasamontañas.

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FAMILIA

“Has engordado ¿no?”, dice mi madre al besar a mi tía Irene.
“Sí. Debe de ser por no comer en tu casa”, abrevia la otra pérfida y ocurrente.
- Tito, esconde los cuchillos - ordeno en voz baja a mi sobrino.
Estas reuniones navideñas siempre se han parecido a una feria anual del rencor encubierto, pero los últimos años, mi tía ha dado una nueva vuelta de tuerca a la situación. La viudedad y una jugosa herencia inauguraron una época de excentricidad sin complejos que ha coronado trayendo a su adivino sudamericano como compañero de mesa.
“¿Qué te parece Héctor Jesús?”, me pregunta tía Irene señalando al pitoniso en cuestión.
- Bajito - resumo despectivo. Me gusta chinchar a mis parientes, pero es que, además, el tipo me tiene mosqueado por tres razones. Una: su cara me resulta familiar. Dos: me ha estado esquivando desde que ha llegado. Tres: juraría que, en lugar de las manos, le está leyendo las tetas a mi señora. Opto por dejarlo correr. Sobrevuelo el salón buscando un poco de bronca, pero es inútil. Los hombres hablan de balances y las mujeres de balanzas y al final todo es una cuestión de kilos y kilates. Las peleas buenas no llegarán hasta los postres, así que espero que alguien llame pronto...
“¡A la mesa!”
Ésa es mamá, siempre oportuna. Tras bailar la tradicional conga en busca de una silla que nunca es la mejor, la suerte me sitúa frente al exótico vidente, que se suelta la coleta en un intento de ocultar su cara con la melena. Estoy seguro de que lo conozco.
“¿Le gusta el cardo, señor Héctor Jesús?”, pregunta amable mamá posando su mirada en tía Irene al pronunciar la palabra “cardo”. Cosa de aprovechar todos los sentidos de la frase.
“Está chévere, señora”, responde el aludido levantando la cabeza y enseñando una nariz que es el faro que alumbra mi memoria.
- Pues en los Maristas no decías eso, Jacinto. Decías “¡otra vez puto cardo, joder!” - dejo caer
“¡No era en los Maristas, era en los Escolapios, tontolculo”, patina con un fuerte acento aragonés que le delata.
El profundo silencio que se hace de repente denota que la tempestad de este año va a superar las previsiones más optimistas. Y es que este Jacinto siempre era el alma de todas las fiestas. No me extraña que mi tía ahora mismo esté deseando comérselo.

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CAMBIOS

“¿Qué deseaba?”, inquiere el dependiente con cierta sequedad.
- Quería cambiar este disco que me han reg...
“Perdone ¿tienen ustedes la...?”, me interrumpe groseramente una señora forrada de pieles. Su pregunta, no obstante, es cortada en seco por el vendedor con una mirada demoledora
“Tendrá que esperar, señora. Estoy atendiendo a este caballero”, explica con un gélido tono de voz, “¿qué me decía?”, añade volviéndose hacia mí.
- Quería cambiar este disco, si puede ser - repito precavido.
“¿Qué le pasa? ¿está estropeado?”, me interroga por sorpresa.
- Peor. Es de Ray Connif y su jodida orquesta - respondo, molesto con su actitud.
“Oiga. Sólo un momentito. ¿Tienen...?”, ataca de nuevo la mujer.
“¡Aún no he acabado de atender al caballero. Haga el favor de esperar!”, ordena al borde del enrojecimiento. Las pieles tiemblan. La señora parece a punto de sufrir un ataque de dignidad ofendida, pero el brillo en los ojos del dependiente, y en los míos, se lo desaconseja. Él me pone nervioso a mí. Yo le pongo nervioso a él. Pero ella nos pone frenéticos a los dos.
“No le gusta Ray Connif”, dice el tipo para sí, como intentando centrar nuevamente el asunto “¿¡Y qué tiene de malo Ray Connif!?”, brama repentinamente “¡Hace una música romántica cojonuda, Ray Connif! ¡Es un genio, Ray Connif! ¡Yo mismo me enamoré de mi mujer bailando canciones de Ray Connif!”, confiesa con una especia de histeria ensimismada.
- ¡Pero yo no quiero ni bailar ni enamorarme de su mujer! - vocifero poniéndome a la altura de las circunstancias - ¡Además mi aparato de música es diabético y si le meto semejante pastel reventará!
Parece como si mi respuesta contuviera más información de la que él puede procesar. Mira al suelo. Sumido en un silencio tenso levanta lentamente la cabeza con una especie de ronquido.
“Y entonces ¿qué coño qui...?”, comienza a preguntar entre dientes
“Mire. Tengo prisa. Sólo quiero...”, le ataja imprudente la mujer.
“¿Quién de ustedes la obligó a tragarse un CD de Ray Connif?”, pregunta algo más tarde un madero.
“Yo”, nos autoinculpamos solidarios y a coro. Sólo espero que no nos obliguen a compartir celda. No soportaría pasarme veinte años escuchando a Ray Connif en un cassette.

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 CAMPAÑAS

- Perdón... perdón... perdón... - voy farfullando mientras practico el codazing a lo largo de una acera repleta de gente sin prisa. Detesto tanto caminar acelerado, alternando los pasos de frente y de perfil como un egipcio esquizofrénico, que necesito crearme referencias inmediatas para distraerme. “Si consigo pasar entre la vieja del leopardo plastificado y el maromo del cochecito de gemelos sin tropezar con el crío del triciclo, podré esquivar la avalancha de japoneses que se está bajando de aquel autobús”, me digo táctico. Súbitamente, no obstante, el gentío abre un anchísimo pasillo frente a mí - como hizo el Mar Rojo cuando vio a Charlton Heston disfrazado de Moisés apuntándole con un rifle - así que me lanzo recto hacia el sprint.
“Me gustaría hablar con usted un momento”, me dice un fulano de sonrisa Profidén  alargándome un papel.
- Lo siento. Ya he comprado La Farola - respondo mirándole a la cara sin detenerme. Mi hombro tropieza violentamente contra una fachada que yo hacía unos cuantos metros más allá. Y de hecho lo estaba, lo que ocurre es que he tropezado con un guardaespaldas, acompañado por otra media docena de tabiques clónicos con Raybans y una bandada de periodistas.
“Es sólo un minuto”, insiste la entidad aparentemente orgánica de dientes blancos que, finalmente, consigo reconocer como un candidato.
Miro el careto de los chicos de vidrios oscuros para sondear su opinión. No tienen. Lo que sí tienen es un rictus uniforme que trata de parecer una sonrisa, pero que helaría la sangre en las venas al psiquiatra del Estrangulador de Boston. Me rindo.
“Le blagradezco que me permibla expliblabla el problabla...”, blablea hueco pero torrencial, avasallándome con un folleto saturado de promesas. El minuto se estira, las golondrinas regresan de África y a mí me van a despedir por no entregar los papeles a tiempo. Tengo que vengarme y un par de cámaras y unos micrófonos me dan la ocasión.
- Bien, sí. Muy bonito todo. Pero ¿qué hay de los veinte millones que te soltamos para que nos facilitaras lo de las tragaperras? - echo de comer a la prensa a voz en grito.
El revuelo es extraordinario. El candidato es absorbido por el barullo conjunto de prensa y seguridad. Me lanza una ultima mirada. Ya no sonríe. Y encima le he incrementado el número de desempleados. Que se joda.

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 PREMIERES

“Perdona ¿Tú no eras el mánager de Esputo Pegajoso?”, me pregunta una nena con aspecto de groupie ansiosa.
- No - decido desilusionarla - ése era mi hermano gemelo. Yo era el batería de Luis Aguilé.
“Oh, vaya ¿Y tu hermano?”, continúa decidida a conseguir una historia fascinante.
- Murió el viernes pasado en una lavandería - invento distante.
“¡Joder, qué fuerte! ¿Asuntos de drogas?”, interroga ansiosa por escuchar una confesión plagada de violencia, sexo y psicotrópicos.
- No. Se le olvidó salirse de los vaqueros antes de lavarlos a la piedra, a ochenta grados y con litros de lejía - zanjo la falsa tragedia con un final necio peroefectivo. El globo de sus ilusiones se deshincha con un “pfffff” desdeñoso. Ya no necesito huir. Es ella la que desaparece absorbida por el público asistente a este evento que, por cierto, acumula ya una hora de retraso.
“Qué... ¿Contando mentiras, como siempre?”, dice una voz a mi espalda.
- Sólo las justas. Y vosotros ¿os vais a subir al escenario de una jodida vez a presentarnos el disco o nos lo tenemos que presentar nosotros mismos?
“Calla tío, que al bajista se le han roto dos cuerdas y se ha venido sin repuesto”, dice con vergüenza ajena.
- ¿Y qué? - resto importancia al asunto - ¿O es que ha aprendido a tocar con las cuatro cuerdas y no ha salido en prensa?
“Maricón”, musita sonriente. Esta sí es una conversación a mi nivel. Unas cañitas, unos cuantos insultos floreados, unos cuantos ausentes despellejados y una serie de números de teléfono que ambos perderemos antes de poder marcarlos siquiera una vez. Alguien le avisa de que el problema de las cuerdas está casi resuelto.
“Bueno, me voy a ver si echo una meada antes de empezar”, se despide detalloso.
- Pues lo tienes mal - le informo - el water está pillado por los de Narices sin Fronteras, que están celebrando las Jornadas de Exaltación de la Farlopa. Tendrás que llamar a Teleorinal.
Mientras se aleja murmurando improperios yo me procuro un huequito en la barra para anidar durante el bolo. Una chica muy parecida a la anterior me mira con gesto interrogante. Espero no verme obligado a matar otra vez a mi gemelo

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 OBSESIONES

“La ganadora del concurso Miss España 2000 es...”, lee el presentador guardando una estudiadísima pausa. A la tercera sílaba del nombre, sin embargo, su voz comienza a apagarse y su desconcierto convierte el previsto silencio del público en un perplejo murmullo que crece y crece. Con unas embrolladas excusas que el micrófono apenas logra hacer audibles, el maestro de ceremonias peregrina fuera del escenario buscando una revelación que le salve de su desamparo. Entre los espectadores, el murmullo va alcanzando dimensiones de clamor, y es que todos ellos están poseídos por Kekoñopasa, el dios cherokee de la incertidumbre.
“¿Qué coño pasa?”, invoca en mi oreja un compañero la prensa interrumpiendo mis elucubraciones teológicas.
- Pues lo ignoro. Pero calculo que se ha producido un error en la transcripción de los datos del vencedor, lo que proyecta sombras de duda sobre la limpieza del concurso y, por ende, sobre la honorabilidad del jurado.
“¿Qué?”, pregunta con la misma estupefacción que debe sentir Luis Cobos al ver una partitura.
Tanto por pedantería como por afán didáctico, siempre trato de reforzar entre mis colegas la costumbre de manejar el idioma de forma razonablemente correcta. Pero es un puto callejón sin salida.
- Que la han cagado con el nombre del ganador y huele a tongo de cojones - me rindo cambiando de registro.
El tipo capta la información y me pide con insólita soltura que le dicte la primera frase que le he dirigido ya que - dice - si bien la segunda resulta mucho más clara, encuentra improbable que sea del agrado de su redactor jefe. El murmullo, ya decidido clamor, alcanza el rango de griterío justo en el momento en que le mando a la mierda, lo que frustra sustancialmente mi desahogo. Una sonrisa asesina del presentador, de regreso en el escenario, impone de nuevo el silencio. Abre el sobre, agarra el micro como haciéndose un zumo de watios y arranca.
“La ganadora del concurso Miss España 2000 es... ¡Pedro Almodóvar, por Todo sobre mi madre!”
Esto sí me altera el cuerpo. Vale que todos los jurados sean siempre los mismos en todas partes, vale que haya tongo por cuestiones económicas o de alcoba (o ambas a la vez)... pero esta obsesión, este sinvivir, esta calle de la amargura... ¡Que alguien le dé el Oscar y acabemos de una vez! 

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 CUERNOS

“El juez Baltasar Garzón ha decidido procesar a Rociíto por adulterio”, lee maquinalmente el locutor del informativo que el conductor del autobús ha tenido el sadismo de sintonizar.
“¡Por puta!”, sentencia vehemente una anciana menuda, aserto apoyado con un contundente movimiento afirmativo de la cabeza por su compañera de viaje en el urbano, otra viejecita envuelta en astracán.
Vistas de lejos, nadie diría que estas dos mujeres son peligrosas, pero en sus ojos brilla la ambición de lograr la mejor butaca y la piedra más grande cuando lapiden a la adúltera. Me gustaría tirarlas de la lengua, entre otras cosas, pero mi parada está a sólo cien metros, de modo que debo conformarme con menos.
- Pues ha dicho Mariñas que a Antonio David lo vieron una noche bailando muy agarrado con Miguel Bosé - deslizo en la oreja de una de ellas antes de abandonar el bus.
La nueva dosis de carnaza con aceite sitúa su presión arterial en niveles óptimos, lo que abre nuevas vías en su alegre marcha hacia el despelleje definitivo. Por mi parte, yo me dirijo al bar a por mi café matutino, envuelto en la nube de desconcierto que me rodea desde que los cuernos del ex picoleto se hicieron centro de todas las conversaciones. Cierto que unos polvos mágicos fuera del matrimonio obran el prodigio matemático de formar dos parejas con sólo tres elementos (o más, aunque no necesariamente), pero que de aquellos polvos entre dos sujetos activos vengan estos lodos en los que chapoteamos millones de convidados de piedra no deja de ser un paso al frente en favor de la estupidez que, por decirlo en fino, acojona.
- ¡Uno con leche tem...! - comienzo a decir mientras oteo la barra en busca de prensa fresca.
“¡Chissssst....!”, ordena silencio el camarero, sin mirarme siquiera.
“El presidente José Ortega Can... perdón, José María Aznar, ha confirmado los nombramientos de Antonio David Rudí y de Esperanza Rocío en una rueda de cuern... en una cama de pre... ¡mierda!”, se funde el Urdaci aprovechando que no lo ve nadie.
El humo en las orejas del comentarista provoca la suficiente confusión como para que el vegetal de la barra me ponga un café, tan distraídamente que los posos del café anterior acaban, con dos vigorosos golpes, en la máquina de clonar cubitos. Me estremece el comportamiento de esta sociedad que me ha tocado vivir: Yvonne Reyes de parto y la gente preocupada por infidelidades entre mindundis. Ya no hay sentido de la medida.

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RECEPCIONES

“¡No sabes cuánto me alegro de verte!”, cumplimenta el viejo colega con una sonrisa de alquiler que le queda como un frac a una serpiente: grande y desentonado.
- Pues tienes razón, no lo sé. Pero no te entretengas en contármelo que se te va a calentar el champán - contesto al tiempo que lo envío, con un apretón de manos hábilmente encadenado a un enérgico paso de boogie-boogie, al extremo de la barra donde vamos almacenando los resentimientos del piquillo.
“Deberías controlarte un poco”, remuerde zumbón el Pepito Grillo residente en la parte cívica de mi córtex. Como meterme un pelotazo de Baygón me parece excesivo, opto por combatir al insecto con unas gárgaras de bourbon. No es que a él le afecte el licor, pero a Pepito Sapo, residente en la parte borde de mi córtex, le pone como una moto. De modo que, al tercer buchecito de Jack Daniels, Grillo ha desaparecido sin más ceremonias que un raudo lenguetazo y un eructito feliz. Ya puedo seguir con lo mío.
- ¡Holaholahola! - avasallo eufórico a la pareja que aparece por la puerta - soy el director general, nuestro relaciones públicas no ha podido venir porque está ingresado en el hospital.
“Nada grave, espero”, contesta él, tratando de mantener el tipo en una situación que le desconcierta. Una actitud que, en mi estado, es una provocación.
- ¡Oh no! Sólo le partieron las piernas con una barra de hierro por follar de forma reiterada con la esposa de un cliente - improviso alegre.
“¡Qué exageración!”, exclama él entre incrédulo y asustado.
- No creas - respondo mundano y como muy de vuelta de todo - no le cobraba más que veintemil pelas y el hotel. Y le hacía de todo, oye. Y una mujer muy guapa y muy limpia... casi como la tuya, sólo que mucho más joven y sin barba.
La fina capa de barniz civilizado que trata vanamente de ocultar a la bestia vestida de marca que realmente somos, salta en pedazos. El fulminante directo que el tipo lanza contra mi nariz se estrella, con un espeluznante crujido de huesecillos, contra un extintor indefenso. Mi nariz, por su parte, excusa su asistencia a la cita amparándose en la obligación de seguir al resto de mi cuerpo en su alegre caída hacia una espectacular rotura de clavícula, coyuntura propiciada por mi resbalón en el pantanoso charco de rimmel que la dama ha vertido a nuestros pies, no sé si vejada en su honor o en su tarifa. La pena que me queda es no poder atender correctamente a los camilleros.

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 PAJARITAS

"Pues no te lo vas a creer, pero hace tiempo que quiero decirte...", comienza a decir sensual y sonriente.
"¿Está todo bien?", la interrumpe servicial el camarero. Y van tres.
- Sí, gracias - trato de espantarlo sin resultar descortés. El tipo, no obstante, ha decidido no desperdiciar la visita, así que llena una vez más las copas de vino con excelente pulso y milimétrica tacañería y se marcha haciendo gala de la perfecta rectitud de su columna vertebral, algo que me gustaría corregir con mis propias manos. Y es que los cheposos, cuando nos dinamitan la conversación y el posible plan, somos muy mala gente.
"Perdona, tengo que ir al...", dice ella con suavidad justo cuando abro la boca para retomar la conversación. Asiento comprensivo, mientras parte de mi mente desentierra olvidadas plegarias solicitando a los dioses que su excursión al baño esté ligada a esos días que justifican la existencia de cosas con alitas. Si la biología se alía con el camarero estoy perdido. Apuro mi copa con un suspiro y decido servirme más vino, pero no me da tiempo. Apenas mis dedos rozan el cuello de la botella, el profesional de la pajarita me la arrebata con una obsesión escanciadora que, sin embargo, no merma su seca compostura. Como cabeza de boa frustrada en plena digestión por un teléfono inoportuno, mi mano se mueve silenciosa, rápida y precisa, haciendo presa en su muñeca.
- ¿Puedes hacerme un favor? - pregunto apretando los dientes - ¿Podrías cobrarme ya la botella de vino?
Su mirada es desafiante. Sólo balanceando la Visa ante sus ojos con mi mano libre, logro hacerle recordar quién es el cliente. Tras un breve mutis, retorna con una cuenta por el vino que hace pensar en uvas prensadas a mano y barricas de ébano y marfil cargadas al hombro por top models que caminan descalzas sobre chinchetas ardientes desde la bodega. En fin, nadie dijo que la venganza sea un placer barato.
- Mira. ¿Me ves? - susurro mientras lleno mi vaso casi hasta el borde - Ahora, como ya la he pagado, esta botella es mía. Y si vuelves a ponerle las manos encima sin que te lo pida nadie, te romperé el brazo por todos los sitios que pueda.
Vencido y humillado, se aleja,. Saboreo, con perverso deleite, tanto la victoria como el tinto. Sólo falta que ella regrese y pidamos alguno de esos postres de precio inmoral, sí, pero capaces de redondear una sonrisa, o al menos girarla hasta ponerla vertical.
“Tengo que irme”, espeta a su vuelta, fría y biodesagradable hasta eliminar las manchas más rebeldes de mi sucio pensamiento. Ya no sonríe. Su gesto es de Maripili expulsada con deshonor de Gran Hermano, actitud que justifica dejando asomar un Tampax por la barandilla de su bolso mientras afirma que no se trata así a un camarero por pelma que sea, y menos aún a su propio padre. Por encima de la pajarita un pariente, más consanguíneo que nunca, sonríe. Pediría un sorbete de mierda, pero no figura en la carta.

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 CLASE

- Tú calladito ¿vale? Y no te separes de mí.
"Tranqui, tío. Confía en mí.", dice palmeándome la espalda.
Confiar… sí. Ni la ceguera de mil mártires me daría un poquito de fe en él. En Genaro. Al principio me pareció razonable traerlo de acompañante, dada mi aversión a presentarme solo en actos socio-oficiales. Pero ahora que lo veo… maqueado para el evento... dudo. Va con las gafas viejas porque - dice - le dan un aire más intelectual, aunque con ellas no distinguiría a Chita de King Kong. Y ha reemplazado el diente tiempo atrás desaparecido por una funda de un blanco perfecto, único punto blanco en un paisaje oscuramente amarillento. Eso sí, una funda que hace juego con la delirante corbata, colofón de un traje capaz de asustar a El Fary. Suspiro y lo llevo para dentro, evitando en el último segundo que dé propina al poli de la puerta. Ya en el interior, compruebo consternado que los rincones están ocupados, lo que nos condena a un temerario paseo por el centro del recinto. Una camarera pasea unos canapés. Genaro (un caballero él) la libera de su carga quedándose con toda la bandeja y solicitando - entre guiños y muecas obscenas - otra bandeja, pero ésta de vino.
"Pá pasar esto", eructa mundano clavando la uña del índice en un trozo de salmón.
Nadie parece inquietarse con nuestra presencia, aunque la súbita plaga de miradas de reojo indica que tampoco ha pasado inadvertida. Un repentino silencio y un desplazamiento de masas hacia la puerta denota la oportuna llegada del protagonista de la reunión, algo que – espero – logre un aplazamiento de mi angina de pecho.
"¿Y ése quién es?", brama Genaro astillando el silencio y evidenciando mi error.
- El hombre más importante del pueblecito - susurro mientras sonrió desesperado a los que, ahora sí, nos miran abiertamente. No tengo el síndrome de Asterix, pero sólo el uso de un lenguaje sencillo le hace comprender las cosas a la primera. La entrada del personaje resulta, no obstante, suficiente para disminuir nuestra ya estimable capacidad de atracción. Decido concentrarme en controlar a mi colega, pero un inoportuno saludo me distrae lo suficiente como para que se me escape. Se disparan todas las alarmas. Busco desesperadamente. Lo veo. Está saludando al escote más peligroso de la velada. Razono: Genaro + escote = hecatombe. Cierro los ojos. Suena una bofetada. Las gafas de mi colega, tras un impecable doble mortal y medio con tirabuzón, se sumergen elegantemente en la copa de un individuo con cara de mucho poder y pocos amigos. El simulacro de diente, por su parte, hace diana en la boca más importante del pueblecito justo cuando se abría de par en par para comenzar el discurso.
Debería quedarme a evitar el linchamiento de mi colega, pero he sido un gusano en todas mis reencarnaciones y no me parece buen momento para cambiar.

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