MANIS
“Pues yo no
acabo de verlo claro”, murmura Matías mientras la multitud se disgrega.
Es lo que
me faltaba. Que ahora el chiquillo abrigue dudas sobre lo injustificable de la
guerra que se nos viene encima. Y es culpa mía: si en lugar de pasarme la manifestación
usando la pegatina de “No a la guerra” para hacerme pasar por Javier Bardem
(para recibir como respuesta de todas las interpeladas un “como mucho el
Echanove, y gracias”) hubiera luchado contra las casi inexpugnables
entendederas de mi amigo, no me vería ahora forzado a realizar un esfuerzo
pedagógico desproporcionado para mis actuales niveles de frustración. Justo
castigo por no dejar mi mezquindad en casa ni siquiera cuando salgo a apoyar
causas justas.
- Vamos a
ver... – comienzo buscando una parábola sencilla que incluso Matías pueda
entender – Imaginemos que tienes un vecino que maltrata a su mujer y a sus
hijos.
“No. A mi
vecino la que le pega es su mujer. Y a los críos también. Y al perro”,
interrumpe pedestre mi planteamiento.
- Bien... De
acuerdo... – gruño dándome tiempo – Tienes una vecina que maltrata a su marido
y a sus hijos con...
“Y al
perro”, me ataja con necedad reincidente
- Y al
perro, sí – murmuro apretando los dientes – Y tu vecina todos los días los
apalea con un bastón ¡Y no se te ocurra decir que tu vecina no tiene un bastón!
– grito en previsión de nuevas trabas.
“Sí, tiene
uno”, responde temeroso, “lo que no me explico es cómo te has enterado ¿Una
caña?”, se amontona buscando refugio.
Camino del
bar trato de rematar mi edificante historia para no tener que combinar el
placer de la cerveza con la tortura de reeducar a Matías.
- Así que
ella apalea a su familia con un bastón y eso habría que evitarlo – retomo el
discurso con carrerilla – Pero el administrador asegura que tiene otro bastón
destinado a apalearos a todos los vecinos. Y aunque nadie ha visto ese otro
bastón, él jura que existe y que lo mejor es gasear el piso de la vecina con
todo el mundo dentro y, de paso, quedarse con el frigorífico. Y que si no lo
ayudáis, lo hace él solo, pero se queda con todos los yogures... ¿Lo vas
pillando? – pregunto tenso
“No sé...
al administrador no le gustan los yogures”, cavila abriendo la puerta del bar
El
indicador de que mi depósito de pazolina está en la reserva parpadea en mi cerebro.
Sólo me asalta una duda: ¿la pegatina que llevo es compatible con una colleja
que haga que su nariz llegue a la barra tres segundos antes que sus zapatos?
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DOMINICALES
En las
primeras páginas, los abajofirmantes alaban o lapidan alternativamente
distintas causas y personajes con tanta entrega como razón; en la sexta, la
columnista titular se congratula de que, ante la inminente guerra, las
conciencias no estén tan muertas como pensábamos, conclusión que comparto pero
que no me consuela; algo más adelante, un literato tan envidiable como
insoportable cabalga sobre la memoria de un pintor muerto que no ha solicitado
a nadie que revuelvan en su memoria, sólo para dar paso, unas páginas más allá,
a los delirios de unos cuantos diseñadores empeñados en preparar el guardarropa
de las anoréxicas adineradas para después de la matanza. Me aburro.
“¡Plaf!”,
suena la revista al aterrizar, tras un elegante revoloteo, sobre el resto de
periódicos y separatas que he ido lanzando desde mi sofá, víctima de una
sobredosis de suplementos semanales. Los domingos me matan.
“¿Sabías
que se la formación de bolitas en un jersey de lana se evita si antes de usarlo
lo metes en un congelador?”, murmura Matías con fingido entusiasmo desde la
butaca.
- Pues no –
rezongo – Lo que yo sabía es que si te encierran en un congelador, aceptarías
un jersey tanto si tiene bolitas como si no – explico aburrido mientras ojeo
sin esperanza otra revista.
“¡Plaf!”,vuelve
a sonar mi suplemento
“¡Cling!
¡Plaf!”, suena el de Matías, que tiene la perra costumbre de tentar al destino
arrojando siempre las cosas de forma que rocen los vasos cercanos. El silencio
propio de las tardes de domingo, lastrado hoy por tambores de guerra tan
absurdos que ni suenan, se hace cargo de la situación.
“Deberíamos
hacer algo”, murmura sombrío mi colega.
- ¿Cuánto
dinero tienes? – inquiero tratando de encontrar una salida que ya intuyo.
“Diez
euros”, responde sin necesidad de consultar a su asesor financiero, “¿Y tú?”,
añade con la perruna desconfianza de un Aznar en sus tiempos de inspector del
fisco.
- Poco más
– confieso no sin pena – Eso quiere decir que ni nos llega para ir a Washington
a abofetear a Bush, ni para ir a Bagdad a depilar a la cera a Sadam. Así que
sugiero que lo gastemos en beber a la salud de sus dos madres mientras
maldecimos la noche en que ambas debieron alegar jaqueca en lugar de cumplir.
Casi sin
acabar de escucharla, Matías apoya la moción. Ya sé que esto no arregla nada,
pero de cuando en vez hay que apoyarse en cosas tan pedestres como el
refranero: a las penas, puñaladas.
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MODALES
-
Perdona... ¿esto es tuyo? – pregunto mostrando el balón al monstruito que, con
un contundente chut, acaba de estamparme en la nariz el periódico que estaba
leyendo.
“Sí”,
responde con fría naturalidad y sin mostrar siquiera un mínimo indicio de ir a
pedir disculpas por el balonazo.
- Ya. Y tu
padre, o tu madre ¿están por aquí? – me intereso para presentar mi queja en la
cima del escalafón.
“Allí”,
señala lacónico a un individuo con gafas de sol que lee apaciblemente el Marca.
Con el balón en una mano, el cogote de la criaturita en la otra y el ánimo
sereno pero firme, me acerco al relajado lector.
-
Disculpe... ¿Esto es suyo? – inquiero susurrante plantando ante sus ojos prueba
y delincuente.
“El balón,
sí. Y el chiquillo creo que también. Al menos eso es lo que dice su madre”,
espeta tras observar ambas cosas “¿Qué ha hecho?”, añade con cierta rutina.
Resumo el
incidente del balonazo e insisto en que lo más molesto es que el angelito haya
sido incapaz de articular mensajes tan sencillos como “perdón” o “lo siento”.
El hombre reacciona riñendo a su vástago, aleccionándolo severamente para que
sucesos así no se repitan y alzando la mano como para darle un sopapo, momento
en el que mi espíritu deportivo me obliga a intervenir.
- ¡No, por
favor! – exclamo contemporizador. Con la mano aún levantada mira al niño, me
mira a mí, duda un instante y finalmente dice
“Tiene
razón... Usted primero”
No me lo
esperaba. Y teniendo en cuenta que deseo hacerlo desde que he recibido el
balonazo, la tentación es irresistible. De modo que acepto la invitación y le
doy una colleja al chico. Inmediatamente, con la precisión que aporta la
experiencia, el padre coloca una segunda colleja exactamente en el mismo lugar que
la mía.
“¡Joder!”,
exclama el chaval, “Dos contra uno... y mayores... ya podréis”
Tiene
razón. Es más, no toda la responsabilidad de sus incívicos atropellos cae sobre
sus hombros, de modo que decido hacer un poco de justicia y le doy una colleja
al padre, con el sorprendente resultado de que, además de las gafas de sol y en
sentido contrario, sale volando un un peluquín. Pero no tengo tiempo de
disfrutar de mi perplejidad, ya que debo atender al ataque del hombre
repentinamente calvo que se abalanza sobre mí. Mientras nos enzarzamos, pienso
con orgullo en las enseñanzas que estamos trasmitiendo: cómo dos adultos
normales y corrientes, gracias al sentido común y a la buena educación, pueden
resolver sus diferencias con tanta brillantez como los próceres que nos
gobiernan. En cuanto le rompa el cuello, voy a plasmar todo esto en un soneto.
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ALUCINFUSIONES
Asomados al
foso, unos críos arrojan trozos de pan a los patos del triste estanque central.
Algo más allá, un niño rubito arroja bombas de racimo sobre los ciervos que
habitan el foso contiguo, bajo las indicaciones de un padre con aspecto de
marine y con el loable fin de eliminar al macho dominante e instaurar una época
de celo democrática para toda la manada, aunque para ello haya que exterminarla
y repoblar el lugar con peluches de Bambi. Me alejo, sumido en la chocante
tristeza producida por los niños que tiraban pan, incapaces en su ingenuidad de
instaurar la democracia entre los patos.
Mis pasos
sin rumbo me llevan a una gran plaza. Percibo con perplejidad que se trata de
una plaza completamente desconocida en la que, sin embargo, he estado cientos
de veces. Un desconcierto que aumenta al advertir la presencia de un carro
blindado tirado por cuatro caballos, por cuya torreta se asoma un joven legionario
romano que observa con indiferencia cómo una cofradía de nazarenos incendia
meticulosamente una
biblioteca.
Intrigado por su desinterés, trato de hacerle comprender la importancia de los
libros. Intento incluso encontrar su fibra sensible haciéndole recordar lo
feliz que debió ser leyendo el manual de instrucciones de su precioso tanque,
tentativa que se manifiesta estéril ya que, afirma, el proceso de aprendizaje
para el manejo del vehículo se basaba exclusivamente en vídeos de los
Teletubbies. A continuación me solicita información sobre algún hotel - a poder
ser lleno de periodistas - que esté a tiro, al tiempo que me invita a
desaparecer de su vista si no quiero ver el blindado por debajo. Le indico la
dirección de un cinco estrellas donde tengo oído que se celebra un congreso de
banca internacional y, con gran sorpresa para mí, me esfumo. Literalmente.
Me
despierto sudoroso. Parece que sigo en el sofá. Hago recuento de mis brazos y
mis piernas varias veces hasta que finalmente la operación arroja el resultado
de dos de cada. Relativamente tranquilizado, aunque completamente aturdido, me
incorporo maldiciendo la infusión de “hierbas exóticas” elaborada por Matías.
Aunque a él tampoco parece haberle sentado bien del todo, ya que continúa
acuclillado sobre la mesa, incubando un decorativo huevo de alabastro con el
objetivo de tener un pollito que cague mármol. Trato de hacerle reaccionar,
pero abandono tras recibir varios picotazos. Si no se le pasa pronto tendré que
desplumarlo para ponerlo en pepitoria o echarlo al cocido.
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MESAS
“Verá, es
que yo no quiero votar”, explica el tipo trajeado y con novia enana de la mano.
“Pues ha
elegido el peor sitio para no hacerlo”, responde en tono de cazalla bemol la
drag queen que preside la mesa electoral.
Sin dejarse
impresionar, el fulano expone su necesidad de comprar la urna, ya que había
prometido a su hija una pecera para su primera comunión y se le ha olvidado. Y
dado que es domingo y está todo cerrado – se justifica – razona que con la urna,
un par de lenguados muertos que le han dado en el restaurante, un puñado de
arena y unos pedruscos, podría salir del paso hasta poder adquirir una pecera
de verdad. La argumentación, acompañada en todo momento por los sollozos de la
criatura, conmueve a la presidenta hasta hacerla exclamar “la niña no se queda
sin regalo”.
Tranquilizado
tras saber que no se trataba de un enlace pedófilo, sino de una simple
perversión del sentido común socialmente aceptada, observo cómo una breve
exhibición de sus bíceps es suficiente para que la presidenta consiga que los
recalcitrantes interventores compartan su criterio. Finalmente, y por
unanimidad (con ronquidos de aprobación por parte de los vocales de la mesa) la
urna es vendida por 120 euros. En su lugar se coloca una pecera de verdad,
cubierta por un cartón rajado en el centro, decomisada en el despacho del jefe
de estudios del centro escolar reconvertido en colegio electoral. Y vuelve a
rodar la bola.
“ Yo quiero
votar a Beth, pero no hay papeletas”, expone tímidamente el siguiente
ciudadano. Pese a su tono suave, la pregunta arranca de su sopor a uno de los
vocales, que tercia afirmando que eso ya se ha acabado y que además la tal Beth
es una pedorra. Tras un paréntesis de tensión silenciosa, salta la trifulca entre
partidarios y detractores de la citada pedorra, incidente que se zanja con la
aparición de un enfermero que retira al votante tras ataviarlo con una elegante
camisa de fuerza. Y ahora es mi turno.
“¿Qué vas a
tomar, corazón?”, pregunta la drag, un tanto desquiciada ya por el rumbo que
toman los acontecimientos.
- Yo quiero
votar en blanco – explico sonriente - ¿Cómo se hace?
Jamás tal
hubiera dicho, que dirían los clásicos. Afirmando a voces aguantar bastantes
pervertidos entre semana como para hacerlo también en domingo, me arroja uno de
sus zapatos de plataforma. Por su parte, los interventores me rodean mostrando
escapularios, rosas, hoces, martillos, consignas y banderas a la voz de “vade
retro, Satanás”. Y eso que no saben que, en realidad, lo que yo quería era
renovar el carné.
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OPERATOR
“Entonces
le reservo el apartamento ¿no?”, concluye con gorgoritos de soprano feliz.
- Sí.
Bueno... todavía no me ha dicho el precio – respondo en barítono prudente.
“Es que aún
no hemos hablado de los extras, caballero”, acaricia mi oreja como si estuviera
explicando su aria a un caniche subnormal.
- ¿Extras?
– exclamo asustándome a mí mismo con un grito ya de tenor.
“Nononono...”,
entona profesional. “No es obligatorio contratarlos, pero hemos observado que
muchos clientes no disfrutan completamente de sus vacaciones porque echan en
falta algunas de sus rutinas diarias”, respira, “así que, por un pequeño coste
adicional, le ofrecemos varias opciones para que se sienta como en casa. Por
ejemplo ¿suegra?”, inquiere con una última nota suspensiva.
- Ya tengo
una, gracias – le doy la réplica
“No me ha
entendido. Se trata de una suegra profesional, colegiada, que se presentará en
su apartamento sin avisar para mantener sus biorritmos domésticos en las
frecuencias habituales”, aclara conclusiva y wagneriana esta vez.
Ahora
comprendo ese “como en casa” en toda su plenitud. Tras descartar también la
opción “niños”, ya que los pongo yo, le pido más información sobre los extras.
“Si le
parece empezamos con las Cuñadas”. Y tras un discreto carraspeo gorjea
memoriosa, “tenemos el modelo Simpson, en paquetes de dos y adictas al tabaco;
el modelo Yeinfonda, adicta al aeróbic y a la sauna, y el modelo Rompehuevos
XL, en sus versiones Noséquélevisteaéste, adicta al feminismo radical, y
Noséquélevisteaésta, adicta al venpacápichónquetevasaenterar”.
- ¿Y
parientes lejanos sin adicciones? – inquiero aturdido por su implacable
recitativo.
“Tenemos
tíos, tíos segundos, tíos abuelos, primos carnales, primas aún más carnales y
primos lejanos disponibles en versión Gorrón Total o Triunfador Pagapaellas”,
culmina la tour sopraneitor con un la alto perfecto.
- Póngame
dos de los últimos para la segunda semana – suplico con un si porfavor bemol.
“No se lo
aconsejo. Siempre les rechazan la Visa Oro en los restaurantes”, eructa con un
sol bajo que mandaría a un barítono ruso a probar suerte en un coro infantil.
Cuelgo el teléfono agotado, antes de que me coloque un paquete de promoción que
incluye “vecinos trompetistas con quintillizos y barbacoa pestilente”. No
debería haberlo hecho, sin embargo. Lo de las bolsas de basura ya llenas era
una magnífica excusa para largarse a la calle nada más dejar las maletas en el
apartamento. Están en todo.
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CALORPECIA
La
temperatura del local es como de antesala del infierno. Pero aun sin aire
acondicionado, es mejor que el horror térmico que se está viviendo en la calle.
Y además es el único garito abierto del barrio en este domingazo demoledor.
Matías y yo nos acodamos en la barra y esperamos resignadamente a que el
camarero termine su sesión de rayos ultrafrioletas y saque la cabeza de la
máquina de los cubitos.
“¿É an a
toar?”, pregunta al fin con la boca semicongelada.
- Dos
gintonics poco cargados y con mucho hielo, por favor – suplico agónico mientras
Matías trata de decir “hola” sin éxito. Por encima de los cuarenta grados todos
sus sistemas se acaban integrando en la misma categoría: vegetativos.
Las bebidas
llegan con un tintineo de esperanza. Brindamos y tomamos un trago largo y
lento, en tanto que el barman vuelve a encajonarse en la fábrica de cubitos. Un
auténtico placer que no llega al éxtasis por los pelos. Literalmente. El método
del camarero para aliviar su agobio, aunque comprensible y en defensa propia,
provoca que en el gintonic haya pelos. Hace demasiado calor incluso para
protestar, pero no puedo contenerme.
- Disculpa
– exclamo con toda la fuerza que me queda para que mi voz llegue hasta su
cubículo – En mi gintonic hay pelos – añado cuando finalmente regresa de su
exilio polar y se acerca a la barra.
“¿Y?”,
replica sinceramente perplejo, “¿Están calientes?”
- No me
refiero a eso – me esfuerzo sudoroso – quiero decir que, pese a su nombre, se
supone que un pelotazo no debe tener pelos – concluyo.
“Pues a su
amigo parece que le gusta”, responde sereno a mi argumentación.
Efectivamente,
Matías ha terminado su copa y está sacando uno a uno los cabellos que encuentra
y chupándolos cuidadosamente para no desperdiciar ni una gota de líquido. Este
bochorno reduce mis defensas hasta el extremo de que podría rendirme sin
pelear. Y eso justamente es lo que consigue el camarero al regresar de la
cocina e introducir con elegancia un peine en mi vaso.
“Así los
podrá coger mejor”, dice con genuina amabilidad, “¿Le pongo otro a su
amigo?”, me interroga, consciente de que
Matías está incomunicado.
- No es mi
amigo, es mi mascota. Y sí, ponle otro. Y ya de paso ponme otro a mí, pero esta
vez en lugar de peine me pones dos rulos. Así me entretengo haciéndole una
permanente al trocito de limón.
Claro que,
observo, hubiera sido mejor sustituir la ginebra por laca, pero ya no me queda
aliento ni para cambiar de opinión.
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ATRACACIONES
“Perdone,
pero está prohibido mascar chicle y hacer globos. Le aviso porque en el resto
de las atracciones tampoco está permitido”, me advierte la responsable del
infernal sube-y-baja del que acabo de apearme con una cardiopatía de regalo.
- No
masticaba chicle. Y no eran globos, era mi estómago intentando huir – respondo
sinceramente mientras trato de fumarme un pitillo, tentativa que se revela
deprimentemente baldía debido al temblor que hace que mi mano izquierda se
niegue a dar un cigarrillo a mi mano derecha. Por fortuna, no alcanzo a
disfrutar plenamente de mi desgracia ya que el grupo, embrutecido por el chute
de adrenalina, me arrastra hacia otra atracción.
“Es la
única montaña rusa del mundo en la que te ponen ocho veces bocabajo”, me
informa excitada mi compañera de asiento.
- Lo hacen
para que caigan las pocas monedas que te quedan después de pagar la entrada –
respondo taciturno, como la víctima del síndrome “quehagoyoaquí” que soy.
La mirada
de la chica denota que, comparada con tener que preguntarme la hora, una noche
de pasión con un sapo sería para ella la cima de sus fantasías sexuales. Ajeno
a su desdén y aplastado contra el respaldo por un arnés cuya solidez me
inclina, paradójicamente, a cualquier cosa menos al optimismo, resuelvo
realizar un viejo ejercicio de relajación consistente en cerrar los ojos y
buscar el sueño concentrándome en sentir el peso de mis párpados. Y lo consigo,
con la salvedad de que cuando nos encontramos cabeza abajo el peso de mis
párpados obliga a mis ojos a abrirse y apreciar que el suelo está arriba y el
cielo abajo, novedad de la que se chivan inmediatamente a mi estómago con el
resultado de que éste vuelve a desear encontrar su lugar bajo el sol. El viaje,
no obstante, es breve y esta vez ni siquiera me da tiempo de pensar en fumar.
Sin tiempo para vomitar, soy abducido nuevamente por la manada y transportado a
un nuevo universo de sorpresas.
“Habéis
profanado el Templo de Sacacuartofis, y pagaréis por ello”, brama por la
megafonía del oscuro laberinto un espíritu con marcado acento catalán. Me
supera. Ya he pagado bastante y sólo he conseguido que me acojonen a golpes de
vértigo. Ahora les toca a ellos. El primer fulano vestido de momia se larga
aullando al botiquín con la nariz rota. Será por vendas. A mi espalda, un
jubilado se ha apuntado a la fiesta y se venga a bastonazos del sobresalto
producido por un tipo disfrazado de esqueleto. Será por huesos. Y lo mejor es
que tal vez me prohíban la entrada indefinidamente en este tipo de parques.
Será por suerte.
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ENAMORALGIAS
“¿Qué tal
está el ciervo asado, cariñín?”, se interesa Matías, meloso hasta lo insoportable.
“Delicioso,
vida mía”, susurra ella mimosa, dejando que la luz de los candelabros ilumine
su perfil menos malo.
- ¿Y no os
da pena pensar que acaso nos hayamos comido a la madre de Bambi? – eructo sin
consideración hacia nadie.
Ni me
miran. Me arrastran como carabina a todas sus románticas citas culinarias para
que les de conversación a partir de los cafés, ya que, por alguna inexplicable
razón, el proceso digestivo los sume en un profundo silencio tras el
embobamiento coloquial que padecen durante la comida. Un estado de idiocia
agravado en el presente caso por tratarse de uno de esos ágapes medievales para
turistas, con sus cortesanos, sus pajes, sus caballeros y sus bufones contando
chistes de loros aún más antiguos que la época que tratan de evocar.
“¿Y a ti
qué te parece?”, se apiada Matías como si de pronto hubiera recordado mi
presencia.
- Me alegra
que me haga esta pregunta – respondo cogiendo aire para dar una respuesta larga
y satisfactoria, al menos para mí – Si exceptuamos el Rolex falso que calza el
individuo que ejerce de rey, los detalles están primorosamente cuidados.
Incluso la carne de la que hablabais ahora mismo, por su textura y
consistencia, podría haber pertenecido a un ciervo trabajó de perchero para
Ricardo Corazón de León en las Cruzadas. Una posibilidad que me hace barruntar
la auténtica explicación de aquellas expediciones de crucifijo y matarile a
Tierra Santa: no se trataba de reconquistar Jerusalén, no, de lo que se trataba
era de escapar a la mortífera gastronomía local y descubrir el cuscús y un tipo
de Danza del Vientre que no consistiera en pasarse el día de varetas
limpiándose con una piedra.
De esta
lección magistral que mi incurable vocación pedagógica les ha ofrecido
gratuitamente, todos obtenemos excelentes frutos. Ellos han adquirido
conocimientos que no poseían, al tiempo que han reforzado certezas que ya
estaban en su memoria como, por ejemplo, lo borde que puedo llegar a ser. Yo,
por mi parte, sólo tengo que leer sus miradas para saber que jamás volverán a
invitarme a ningún sitio. Me alegro. Siempre será preferible la soledad del
bocadillo en una tasca cochambrosa que los cuchicuchiloquios de estos dos.
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SEGUROS
- ¿Y no
tiene ninguno con airbag? – pregunto cerrando el sobrio, aunque lujosamente
encuadernado, catálogo de féretros – Lo digo porque si hay un terremoto no me
gustaría que se me descompusiera demasiado el esqueleto.
La
encantadora señorita que me atiende parece a punto de perder su obligada
compostura comercial. La comprendo, pero al fin y al cabo se trata de contratar
un seguro para mis propias pompas fúnebres, lo cual, sobre deprimirme
terriblemente, supone contratar un servicio que sólo usaré una vez y sobre el
que ni siquiera estaré en condiciones de quejarme si algo sale mal.
“Si lo prefiere,
podríamos evitar ese problema contratando la opción de la incineración. Es un
sistema magnífico”, argumenta con tanto convencimiento como evidente deseo de
aplicarme la nueva posibilidad sin esperar más.
- No es
mala idea, pero me parece un desperdicio quemar uno de esos ataúdes tan
elegantes y, por qué no decirlo, tan extraordinariamente caros – replico.
“No se
preocupe por eso. Después del velatorio, el cuerpo se saca de la caja y es
incinerado sin ella”, explica con un atisbo de esperanza en la victoria.
- Es decir,
que se trata de un envase retornable – concluyo - ¿Y ustedes abonan a mis
allegados el importe del casco al devolverlo? Porque su empresa podría
reutilizarlo con otros difuntos, en cuyo caso lo justo sería que lo pagáramos a
escote.
Es dura.
Cualquier otra ya se habría derrumbado, pero ella parece haber convertido esto
en algo personal: desea que yo firme ese contrato y desea, sobre todo, tener
que cumplirlo cuanto antes.
“¿Y qué
quiere que hagamos con las cenizas?”, prosigue salvando el escollo anterior por
el expeditivo método de obviarlo.
- Pasar el
aspirador, como hacemos los demás – respondo graciosillo en lo que creo que es
el remate final.
Y lo es. Si
no consigo seguir esquivando las acometidas del abrecartas voy a conseguir
sacarles los servicios gratis, aunque tal vez algo antes de lo que tenía
previsto.
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HUMO
“¿Y no los
tiene con la esquelita de ‘Fumar puede matar’?”, pregunta con timidez la
anciana, “Es que, la verdad, a mí ésta de ‘la calidad del esperma’ no me
impresiona. Y como lo que yo quiero es dejar de fumar, necesito que me
asusten”, culmina con una esplendorosa traca final de contradicciones.
“ Pues no,
la de ‘Fumar puede matar’ sólo viene en los Ducados normales. En los Light sólo
viene la de ‘Fumar puede herir’” – responde sonriente y amable la estanquera.
El
recientemente proscrito término ‘Light’, sin embargo, desencadena una serie de
sucesos que ponen un abrupto punto final a un diálogo que, si bien trivial, no
dejaba de ser civilizado. En menos de lo que se tarda en decir ‘estado
policial’, un escuadrón de intervención inmediata de las Fuerzas Armadas
Sanitarias irrumpe violentamente en el local atravesando los escaparates y
disparando parches de nicotina. Tras detener a la expendedora y constatar la
defunción de la abuela fumadora - a causa de una parada cardiaca originada, a
su vez, por el inesperado asalto – los valientes muchachotes se retiran del
campo de batalla no sin antes poner una vela a Dios y otra al Diablo dejando un
vendedor sustituto y lanzando simultáneamente una última advertencia
“Ya habéis
visto cómo ha acabado la vieja”, ladra el robocop al mando de la operación, “Si
no queréis terminar como ella, más vale que tengáis cuidado. Es el último
aviso”, remata dándonos la espalda con el consabido crujido de cristales rotos
bajo las botas.
“¿Y usted
qué quería?”, pregunta tieso el recién estrenado estanquero
- Dame uno
que ponga eso tan gracioso del esperma – replico impertinente
“¿Y qué le
ve de gracioso?”, se engalla el suplente
- Pues
mira, teniendo en cuenta que hace ya un tiempo que me hice la vasectomía, de la
calidad de mi esperma, en rigor, sólo podrían opinar unas cuantas gourmets – le
miento susurrante – Claro que, si tú también quieres saber de qué hablo, estoy
dispuesto a dejártelo barato, chatín.
No necesito
decir más para que el adiestrado vendepitillos se achante. Y, ya puestos, le
pido otro de los que advierten que fumar es también muy, muy malo para los que
rodean al fumador, no sin antes recalcar que ya sólo fumo en el cuarto de baño
y que rara vez invito a alguien a compartir esos momentos. Es como lo de la
vasectomía: por tocar los cojones, valga la redundancia.
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GRIPÓDROMO
“No hay por
qué preocuparse, lo de su amigo es gripe”, me tranquiliza el médico. “La única
pega es que en su caso parece tratarse de una mutación”, añade levemente
sombrío.
- No es
ninguna mutación. Lo conozco desde hace treinta años y Matías siempre ha sido
así de idiota – le informo para aclarar sus horizontes clínicos.
“Me refiero
a una mutación del virus”, puntualiza, “aunque lo de la idiotez también
convendría estudiarlo, porque ha masticado dos termómetros antes de comprender
que no eran barritas de caramelo”, admite con desazonada perplejidad.
La educada
conversación sobre las precarias facultades intelectuales de Matías da paso a
una rigurosa perorata del facultativo sobre la patología gripal de esta
temporada que, según él, viene con diarreas muy escotadas, vómitos en tonos
marrones y verdes y fiebres muy altas de corte clásico.
- Y los
mocos ¿cómo se van a llevar? – pregunto para asegurarme de que no he soñado
todos los dislates que acabo de escuchar.
“Largos y
con mechas. Es lo último en los servicios de urgencias de París”, afirma
fijando en mí una mirada vidriosa.
Tal vez
lleve demasiadas horas atendiendo enfermos. O acaso el virus haya invertido su
comportamiento y haya decidido probarse un médico para ver qué tal le queda. En
todo caso, lo más prudente parece salir de aquí antes de que la tensión o el
miasma nos aniquilen a todos. Interpretando correctamente mis gestos de
inquietud, saca un talonario de recetas y garabatea con caligrafía
indescifrable los diversos remedios destinados a sanar a Matías.
- ¿Y todo
esto no debería dárselo a él? – inquiero mientras me alarga el fajo de papeles.
“Sinceramente”,
responde agotado, “en su estado normal, si es que lo tiene, su amigo tendría
problemas para distinguir un supositorio de una tirita, así que con la fiebre
no podría encontrarse la nariz ni aunque le hiciéramos un croquis. Es mejor que
lo cuide usted. Y ahora, si me disculpa, voy a meter la cabeza en el inodoro
para asegurarme de que el virus no ha puesto micrófonos”, concluye.
Guardo las
recetas mientras corro hacia la puerta convencido de que sólo una huida veloz
puede salvarnos.
“Y
recuerde: largos y con mechas... gluglú”, escucho mezclado con el ruido de una
cisterna al descargar el agua. Sí, decididamente la gripe de este año viene
fuerte.
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PAREJANOIA
“Las
fotocopias no estarán hasta dentro de quince minutos”, me dice la chica.
Demasiado tiempo como para quedarme aquí viendo escupir folios a unas máquinas
tan monótonas. Por no hablar del monotema en que se encuentran inmersos tanto
clientes como dependientes.
“Pues a mí
no me parece tan guapa. Pero eso sí, el telediario lo presentaba muy bien. Yo,
era el único que veía”, escucho mientras huyo a refugiarme en un bar, opción
estratégica que no tarda en revelarse plenamente desacertada.
“Era una
alumna muy estudiosa y muy inquieta”, recuerda desde el televisor una mujer con
cara de profesora y una sonrisa de plenitud debida a la repercusión pública de
su trabajo por primera vez en su vida. “Participaba en todo lo que se hacía en
el colegio”, añade el director del centro escolar con la sonrisa de quien
despediría sin pestañear al que le robara un plano. Al tiempo que echo el
azúcar en el cenicero y apago la colilla en el café, me pregunto si el afán
participativo de la futura testa coronada incluiría también fumar en el water y
poner chinchetas en las sillas de los profesores. Me consta que jamás lo
sabremos, pero trato de consolarme con esa idea. Tras varias tentativas
fallidas de apartar al camarero de la pantalla, abandono el local sin abonar el
cortado. De vuelta en la copistería, recojo mis papeles y me esfumo antes de
que los partidarios de bautizar como
Juan Felipe Alfonso Carlos al primer retoño de la real pareja terminen de
grapar los labios de quienes defienden como más moderno y adecuado el nombre de
Letizio y, si fuera niña, Felipa. Ya en la calle, busco consuelo pensando que
sólo me resta entregar las copias y lo demás será calle y casa, dos espacios
donde no estaré tan indefenso ante esta obsesión colectiva. Nuevo error.
“Hombre, no
está mal. Pero era más guapa la Sartaurius aquella”, larga en el portal mi vecina
a su compañera en el dobles femenino de paseing, mientras su pequinés se
estrangula lentamente tratando de alcanzar la ansiada farola. Pondría
gustosamente un irreversible punto final a sus males – los del perro – pero mi
necesidad de encontrar refugio me desaconseja correr riesgos. Incluso renuncio
al siempre aventurado ascensor y subo andando los seis pisos que me separan de
mi madriguera de tarado sociópata, en la que – espero - Matías tendrá todo
preparado para ver el fútbol.
“Hola. En
lugar de comprar el partido, he pensado que podíamos ver lo de la petición de
mano del príncipe”, oigo decir a un converso, “Además, he visto la luz”, añade
confirmando mis temores, “ a partir de hoy se acabaron los vídeos porno: ya
sólo me la pelaré pensando en Let...”. No consigue acabar la frase, claro. Pero
hay que decir que mantener el hilo de un discurso mientras se rueda escaleras
abajo no es fácil.
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NAVIDEZ
-
De–tesss–to esss–tasss fiesss–tasss – silabeo apretando los dientes y
arrastrando las eses como creo que haría una serpiente frenética atrapada, como
yo, dentro de otra serpiente en forma de cola del híper. Como tormento añadido,
además, el tipo que nos sigue en esta cuerda de tarados ha aprovechado una
fantástica oferta del establecimiento para adquirir un absurdo par de remos
decorativos con los que golpea, de forma tan leve e involuntaria como
irritante, a todos cuantos le rodean.
“¡Ay! Joder
con los remos de los huevos” – se lamenta Matías confirmando mis siniestras
impresiones. Para peor, el aroma corporal del marino aficionado denota que,
paradójicamente, sus encuentros con el agua son tan escasos como breves. Por
fortuna, mi antecesor en la fila está pasando ya por caja sus diez toneladas de
víveres navideños, lo que permite vislumbrar, siquiera sea a media distancia,
el final del suplicio.
“Hemos
comprado todo, ¿no? ¡Ay!”, inquiere Matías con ansiedad infantil frustrada por
un nuevo golpe de remo. Me consta que no, ya que cada año hay que hacer una
escapada de última hora a alguna de las tiendas del barrio en busca de la
bobada perdida. Pero eso, sobre suponer una pequeña ayuda a la supervivencia
del pequeño comercio, es una excusa inmejorable para entonarse en los bares del
vecindario antes de encarar una cena de Nochebuena. Por no hablar de que me
niego a prolongar ni un minuto más mi estancia en el infierno.
- Sssí –
respondo, aún en mi fase reptil – Y si falta algo, vete a buscarlo y vuelve a
ponerte en la cola. ¡Ay! – corono tras mi correspondiente remazo en la oreja.
Su mirada
al largo convoy de carros abarrotados que nos sucede basta para disuadirlo de
cualquier conato de perfeccionismo consumidor. Y su enfurruñado “faltan los
mazapanillos ¡Ay!”, con acompañamiento de remo, es apagado por la sirena de la
UVI móvil llegada para atender a la tarjeta de crédito del infeliz que nos
precede en la hilera de pringados. Un susto que se convierte en ensordecedora
ovación y nuevo reparto de remazos cuando la pequeña Visa se incorpora y hace
brillar su chip dispuesta a volver al combate. Momento de distracción, dicho
sea de paso, que nos permite a Matías y a mí ofrecer a la cajera la oportunidad
de romper la monotonía y asomarse al misterio, preguntándose cómo una persona
puede pretender ocultar dos remos por el procedimiento de tragárselos. Y es que
hay gente para todo.
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