Bolotomías 2004


MANIS

“Pues yo no acabo de verlo claro”, murmura Matías mientras la multitud se disgrega.
Es lo que me faltaba. Que ahora el chiquillo abrigue dudas sobre lo injustificable de la guerra que se nos viene encima. Y es culpa mía: si en lugar de pasarme la manifestación usando la pegatina de “No a la guerra” para hacerme pasar por Javier Bardem (para recibir como respuesta de todas las interpeladas un “como mucho el Echanove, y gracias”) hubiera luchado contra las casi inexpugnables entendederas de mi amigo, no me vería ahora forzado a realizar un esfuerzo pedagógico desproporcionado para mis actuales niveles de frustración. Justo castigo por no dejar mi mezquindad en casa ni siquiera cuando salgo a apoyar causas justas.
- Vamos a ver... – comienzo buscando una parábola sencilla que incluso Matías pueda entender – Imaginemos que tienes un vecino que maltrata a su mujer y a sus hijos.
“No. A mi vecino la que le pega es su mujer. Y a los críos también. Y al perro”, interrumpe pedestre mi planteamiento.
- Bien... De acuerdo... – gruño dándome tiempo – Tienes una vecina que maltrata a su marido y a sus hijos con...
“Y al perro”, me ataja con necedad reincidente
- Y al perro, sí – murmuro apretando los dientes – Y tu vecina todos los días los apalea con un bastón ¡Y no se te ocurra decir que tu vecina no tiene un bastón! – grito en previsión de nuevas trabas.
“Sí, tiene uno”, responde temeroso, “lo que no me explico es cómo te has enterado ¿Una caña?”, se amontona buscando refugio.
Camino del bar trato de rematar mi edificante historia para no tener que combinar el placer de la cerveza con la tortura de reeducar a Matías.
- Así que ella apalea a su familia con un bastón y eso habría que evitarlo – retomo el discurso con carrerilla – Pero el administrador asegura que tiene otro bastón destinado a apalearos a todos los vecinos. Y aunque nadie ha visto ese otro bastón, él jura que existe y que lo mejor es gasear el piso de la vecina con todo el mundo dentro y, de paso, quedarse con el frigorífico. Y que si no lo ayudáis, lo hace él solo, pero se queda con todos los yogures... ¿Lo vas pillando? – pregunto tenso
“No sé... al administrador no le gustan los yogures”, cavila abriendo la puerta del bar
El indicador de que mi depósito de pazolina está en la reserva parpadea en mi cerebro. Sólo me asalta una duda: ¿la pegatina que llevo es compatible con una colleja que haga que su nariz llegue a la barra tres segundos antes que sus zapatos?

**************************************

DOMINICALES

En las primeras páginas, los abajofirmantes alaban o lapidan alternativamente distintas causas y personajes con tanta entrega como razón; en la sexta, la columnista titular se congratula de que, ante la inminente guerra, las conciencias no estén tan muertas como pensábamos, conclusión que comparto pero que no me consuela; algo más adelante, un literato tan envidiable como insoportable cabalga sobre la memoria de un pintor muerto que no ha solicitado a nadie que revuelvan en su memoria, sólo para dar paso, unas páginas más allá, a los delirios de unos cuantos diseñadores empeñados en preparar el guardarropa de las anoréxicas adineradas para después de la matanza. Me aburro.
“¡Plaf!”, suena la revista al aterrizar, tras un elegante revoloteo, sobre el resto de periódicos y separatas que he ido lanzando desde mi sofá, víctima de una sobredosis de suplementos semanales. Los domingos me matan.
“¿Sabías que se la formación de bolitas en un jersey de lana se evita si antes de usarlo lo metes en un congelador?”, murmura Matías con fingido entusiasmo desde la butaca.
- Pues no – rezongo – Lo que yo sabía es que si te encierran en un congelador, aceptarías un jersey tanto si tiene bolitas como si no – explico aburrido mientras ojeo sin esperanza otra revista.
“¡Plaf!”,vuelve a sonar mi suplemento
“¡Cling! ¡Plaf!”, suena el de Matías, que tiene la perra costumbre de tentar al destino arrojando siempre las cosas de forma que rocen los vasos cercanos. El silencio propio de las tardes de domingo, lastrado hoy por tambores de guerra tan absurdos que ni suenan, se hace cargo de la situación.
“Deberíamos hacer algo”, murmura sombrío mi colega.
- ¿Cuánto dinero tienes? – inquiero tratando de encontrar una salida que ya intuyo.
“Diez euros”, responde sin necesidad de consultar a su asesor financiero, “¿Y tú?”, añade con la perruna desconfianza de un Aznar en sus tiempos de inspector del fisco.
- Poco más – confieso no sin pena – Eso quiere decir que ni nos llega para ir a Washington a abofetear a Bush, ni para ir a Bagdad a depilar a la cera a Sadam. Así que sugiero que lo gastemos en beber a la salud de sus dos madres mientras maldecimos la noche en que ambas debieron alegar jaqueca en lugar de cumplir.
Casi sin acabar de escucharla, Matías apoya la moción. Ya sé que esto no arregla nada, pero de cuando en vez hay que apoyarse en cosas tan pedestres como el refranero: a las penas, puñaladas. 


**************************************

 MODALES

- Perdona... ¿esto es tuyo? – pregunto mostrando el balón al monstruito que, con un contundente chut, acaba de estamparme en la nariz el periódico que estaba leyendo.
“Sí”, responde con fría naturalidad y sin mostrar siquiera un mínimo indicio de ir a pedir disculpas por el balonazo.
- Ya. Y tu padre, o tu madre ¿están por aquí? – me intereso para presentar mi queja en la cima del escalafón.
“Allí”, señala lacónico a un individuo con gafas de sol que lee apaciblemente el Marca. Con el balón en una mano, el cogote de la criaturita en la otra y el ánimo sereno pero firme, me acerco al relajado lector.
- Disculpe... ¿Esto es suyo? – inquiero susurrante plantando ante sus ojos prueba y delincuente.
“El balón, sí. Y el chiquillo creo que también. Al menos eso es lo que dice su madre”, espeta tras observar ambas cosas “¿Qué ha hecho?”, añade con cierta rutina.
Resumo el incidente del balonazo e insisto en que lo más molesto es que el angelito haya sido incapaz de articular mensajes tan sencillos como “perdón” o “lo siento”. El hombre reacciona riñendo a su vástago, aleccionándolo severamente para que sucesos así no se repitan y alzando la mano como para darle un sopapo, momento en el que mi espíritu deportivo me obliga a intervenir.
- ¡No, por favor! – exclamo contemporizador. Con la mano aún levantada mira al niño, me mira a mí, duda un instante y finalmente dice
“Tiene razón... Usted primero”
No me lo esperaba. Y teniendo en cuenta que deseo hacerlo desde que he recibido el balonazo, la tentación es irresistible. De modo que acepto la invitación y le doy una colleja al chico. Inmediatamente, con la precisión que aporta la experiencia, el padre coloca una segunda colleja exactamente en el mismo lugar que la mía.
“¡Joder!”, exclama el chaval, “Dos contra uno... y mayores... ya podréis”
Tiene razón. Es más, no toda la responsabilidad de sus incívicos atropellos cae sobre sus hombros, de modo que decido hacer un poco de justicia y le doy una colleja al padre, con el sorprendente resultado de que, además de las gafas de sol y en sentido contrario, sale volando un un peluquín. Pero no tengo tiempo de disfrutar de mi perplejidad, ya que debo atender al ataque del hombre repentinamente calvo que se abalanza sobre mí. Mientras nos enzarzamos, pienso con orgullo en las enseñanzas que estamos trasmitiendo: cómo dos adultos normales y corrientes, gracias al sentido común y a la buena educación, pueden resolver sus diferencias con tanta brillantez como los próceres que nos gobiernan. En cuanto le rompa el cuello, voy a plasmar todo esto en un soneto.

 **************************************

ALUCINFUSIONES

Asomados al foso, unos críos arrojan trozos de pan a los patos del triste estanque central. Algo más allá, un niño rubito arroja bombas de racimo sobre los ciervos que habitan el foso contiguo, bajo las indicaciones de un padre con aspecto de marine y con el loable fin de eliminar al macho dominante e instaurar una época de celo democrática para toda la manada, aunque para ello haya que exterminarla y repoblar el lugar con peluches de Bambi. Me alejo, sumido en la chocante tristeza producida por los niños que tiraban pan, incapaces en su ingenuidad de instaurar la democracia entre los patos.
Mis pasos sin rumbo me llevan a una gran plaza. Percibo con perplejidad que se trata de una plaza completamente desconocida en la que, sin embargo, he estado cientos de veces. Un desconcierto que aumenta al advertir la presencia de un carro blindado tirado por cuatro caballos, por cuya torreta se asoma un joven legionario romano que observa con indiferencia cómo una cofradía de nazarenos incendia meticulosamente una
biblioteca. Intrigado por su desinterés, trato de hacerle comprender la importancia de los libros. Intento incluso encontrar su fibra sensible haciéndole recordar lo feliz que debió ser leyendo el manual de instrucciones de su precioso tanque, tentativa que se manifiesta estéril ya que, afirma, el proceso de aprendizaje para el manejo del vehículo se basaba exclusivamente en vídeos de los Teletubbies. A continuación me solicita información sobre algún hotel - a poder ser lleno de periodistas - que esté a tiro, al tiempo que me invita a desaparecer de su vista si no quiero ver el blindado por debajo. Le indico la dirección de un cinco estrellas donde tengo oído que se celebra un congreso de banca internacional y, con gran sorpresa para mí, me esfumo. Literalmente.
Me despierto sudoroso. Parece que sigo en el sofá. Hago recuento de mis brazos y mis piernas varias veces hasta que finalmente la operación arroja el resultado de dos de cada. Relativamente tranquilizado, aunque completamente aturdido, me incorporo maldiciendo la infusión de “hierbas exóticas” elaborada por Matías. Aunque a él tampoco parece haberle sentado bien del todo, ya que continúa acuclillado sobre la mesa, incubando un decorativo huevo de alabastro con el objetivo de tener un pollito que cague mármol. Trato de hacerle reaccionar, pero abandono tras recibir varios picotazos. Si no se le pasa pronto tendré que desplumarlo para ponerlo en pepitoria o echarlo al cocido.

**************************************

MESAS

“Verá, es que yo no quiero votar”, explica el tipo trajeado y con novia enana de la mano.
“Pues ha elegido el peor sitio para no hacerlo”, responde en tono de cazalla bemol la drag queen que preside la mesa electoral.
Sin dejarse impresionar, el fulano expone su necesidad de comprar la urna, ya que había prometido a su hija una pecera para su primera comunión y se le ha olvidado. Y dado que es domingo y está todo cerrado – se justifica – razona que con la urna, un par de lenguados muertos que le han dado en el restaurante, un puñado de arena y unos pedruscos, podría salir del paso hasta poder adquirir una pecera de verdad. La argumentación, acompañada en todo momento por los sollozos de la criatura, conmueve a la presidenta hasta hacerla exclamar “la niña no se queda sin regalo”.
Tranquilizado tras saber que no se trataba de un enlace pedófilo, sino de una simple perversión del sentido común socialmente aceptada, observo cómo una breve exhibición de sus bíceps es suficiente para que la presidenta consiga que los recalcitrantes interventores compartan su criterio. Finalmente, y por unanimidad (con ronquidos de aprobación por parte de los vocales de la mesa) la urna es vendida por 120 euros. En su lugar se coloca una pecera de verdad, cubierta por un cartón rajado en el centro, decomisada en el despacho del jefe de estudios del centro escolar reconvertido en colegio electoral. Y vuelve a rodar la bola.
“ Yo quiero votar a Beth, pero no hay papeletas”, expone tímidamente el siguiente ciudadano. Pese a su tono suave, la pregunta arranca de su sopor a uno de los vocales, que tercia afirmando que eso ya se ha acabado y que además la tal Beth es una pedorra. Tras un paréntesis de tensión silenciosa, salta la trifulca entre partidarios y detractores de la citada pedorra, incidente que se zanja con la aparición de un enfermero que retira al votante tras ataviarlo con una elegante camisa de fuerza. Y ahora es mi turno.
“¿Qué vas a tomar, corazón?”, pregunta la drag, un tanto desquiciada ya por el rumbo que toman los acontecimientos.
- Yo quiero votar en blanco – explico sonriente - ¿Cómo se hace?
Jamás tal hubiera dicho, que dirían los clásicos. Afirmando a voces aguantar bastantes pervertidos entre semana como para hacerlo también en domingo, me arroja uno de sus zapatos de plataforma. Por su parte, los interventores me rodean mostrando escapularios, rosas, hoces, martillos, consignas y banderas a la voz de “vade retro, Satanás”. Y eso que no saben que, en realidad, lo que yo quería era renovar el carné.

**************************************

OPERATOR

“Entonces le reservo el apartamento ¿no?”, concluye con gorgoritos de soprano feliz.
- Sí. Bueno... todavía no me ha dicho el precio – respondo en barítono prudente.
“Es que aún no hemos hablado de los extras, caballero”, acaricia mi oreja como si estuviera explicando su aria a un caniche subnormal.
- ¿Extras? – exclamo asustándome a mí mismo con un grito ya de tenor.
“Nononono...”, entona profesional. “No es obligatorio contratarlos, pero hemos observado que muchos clientes no disfrutan completamente de sus vacaciones porque echan en falta algunas de sus rutinas diarias”, respira, “así que, por un pequeño coste adicional, le ofrecemos varias opciones para que se sienta como en casa. Por ejemplo ¿suegra?”, inquiere con una última nota suspensiva.
- Ya tengo una, gracias – le doy la réplica
“No me ha entendido. Se trata de una suegra profesional, colegiada, que se presentará en su apartamento sin avisar para mantener sus biorritmos domésticos en las frecuencias habituales”, aclara conclusiva y wagneriana esta vez.
Ahora comprendo ese “como en casa” en toda su plenitud. Tras descartar también la opción “niños”, ya que los pongo yo, le pido más información sobre los extras.
“Si le parece empezamos con las Cuñadas”. Y tras un discreto carraspeo gorjea memoriosa, “tenemos el modelo Simpson, en paquetes de dos y adictas al tabaco; el modelo Yeinfonda, adicta al aeróbic y a la sauna, y el modelo Rompehuevos XL, en sus versiones Noséquélevisteaéste, adicta al feminismo radical, y Noséquélevisteaésta, adicta al venpacápichónquetevasaenterar”.
- ¿Y parientes lejanos sin adicciones? – inquiero aturdido por su implacable recitativo.
“Tenemos tíos, tíos segundos, tíos abuelos, primos carnales, primas aún más carnales y primos lejanos disponibles en versión Gorrón Total o Triunfador Pagapaellas”, culmina la tour sopraneitor con un la alto perfecto.
- Póngame dos de los últimos para la segunda semana – suplico con un si porfavor bemol.
“No se lo aconsejo. Siempre les rechazan la Visa Oro en los restaurantes”, eructa con un sol bajo que mandaría a un barítono ruso a probar suerte en un coro infantil. Cuelgo el teléfono agotado, antes de que me coloque un paquete de promoción que incluye “vecinos trompetistas con quintillizos y barbacoa pestilente”. No debería haberlo hecho, sin embargo. Lo de las bolsas de basura ya llenas era una magnífica excusa para largarse a la calle nada más dejar las maletas en el apartamento. Están en todo.

 **************************************

CALORPECIA

La temperatura del local es como de antesala del infierno. Pero aun sin aire acondicionado, es mejor que el horror térmico que se está viviendo en la calle. Y además es el único garito abierto del barrio en este domingazo demoledor. Matías y yo nos acodamos en la barra y esperamos resignadamente a que el camarero termine su sesión de rayos ultrafrioletas y saque la cabeza de la máquina de los cubitos.
“¿É an a toar?”, pregunta al fin con la boca semicongelada.
- Dos gintonics poco cargados y con mucho hielo, por favor – suplico agónico mientras Matías trata de decir “hola” sin éxito. Por encima de los cuarenta grados todos sus sistemas se acaban integrando en la misma categoría: vegetativos.
Las bebidas llegan con un tintineo de esperanza. Brindamos y tomamos un trago largo y lento, en tanto que el barman vuelve a encajonarse en la fábrica de cubitos. Un auténtico placer que no llega al éxtasis por los pelos. Literalmente. El método del camarero para aliviar su agobio, aunque comprensible y en defensa propia, provoca que en el gintonic haya pelos. Hace demasiado calor incluso para protestar, pero no puedo contenerme.
- Disculpa – exclamo con toda la fuerza que me queda para que mi voz llegue hasta su cubículo – En mi gintonic hay pelos – añado cuando finalmente regresa de su exilio polar y se acerca a la barra.
“¿Y?”, replica sinceramente perplejo, “¿Están calientes?”
- No me refiero a eso – me esfuerzo sudoroso – quiero decir que, pese a su nombre, se supone que un pelotazo no debe tener pelos – concluyo.
“Pues a su amigo parece que le gusta”, responde sereno a mi argumentación.
Efectivamente, Matías ha terminado su copa y está sacando uno a uno los cabellos que encuentra y chupándolos cuidadosamente para no desperdiciar ni una gota de líquido. Este bochorno reduce mis defensas hasta el extremo de que podría rendirme sin pelear. Y eso justamente es lo que consigue el camarero al regresar de la cocina e introducir con elegancia un peine en mi vaso.
“Así los podrá coger mejor”, dice con genuina amabilidad, “¿Le pongo otro a su amigo?”,  me interroga, consciente de que Matías está incomunicado.
- No es mi amigo, es mi mascota. Y sí, ponle otro. Y ya de paso ponme otro a mí, pero esta vez en lugar de peine me pones dos rulos. Así me entretengo haciéndole una permanente al trocito de limón.
Claro que, observo, hubiera sido mejor sustituir la ginebra por laca, pero ya no me queda aliento ni para cambiar de opinión.

**************************************

ATRACACIONES

“Perdone, pero está prohibido mascar chicle y hacer globos. Le aviso porque en el resto de las atracciones tampoco está permitido”, me advierte la responsable del infernal sube-y-baja del que acabo de apearme con una cardiopatía de regalo.
- No masticaba chicle. Y no eran globos, era mi estómago intentando huir – respondo sinceramente mientras trato de fumarme un pitillo, tentativa que se revela deprimentemente baldía debido al temblor que hace que mi mano izquierda se niegue a dar un cigarrillo a mi mano derecha. Por fortuna, no alcanzo a disfrutar plenamente de mi desgracia ya que el grupo, embrutecido por el chute de adrenalina, me arrastra hacia otra atracción.
“Es la única montaña rusa del mundo en la que te ponen ocho veces bocabajo”, me informa excitada mi compañera de asiento.
- Lo hacen para que caigan las pocas monedas que te quedan después de pagar la entrada – respondo taciturno, como la víctima del síndrome “quehagoyoaquí” que soy.
La mirada de la chica denota que, comparada con tener que preguntarme la hora, una noche de pasión con un sapo sería para ella la cima de sus fantasías sexuales. Ajeno a su desdén y aplastado contra el respaldo por un arnés cuya solidez me inclina, paradójicamente, a cualquier cosa menos al optimismo, resuelvo realizar un viejo ejercicio de relajación consistente en cerrar los ojos y buscar el sueño concentrándome en sentir el peso de mis párpados. Y lo consigo, con la salvedad de que cuando nos encontramos cabeza abajo el peso de mis párpados obliga a mis ojos a abrirse y apreciar que el suelo está arriba y el cielo abajo, novedad de la que se chivan inmediatamente a mi estómago con el resultado de que éste vuelve a desear encontrar su lugar bajo el sol. El viaje, no obstante, es breve y esta vez ni siquiera me da tiempo de pensar en fumar. Sin tiempo para vomitar, soy abducido nuevamente por la manada y transportado a un nuevo universo de sorpresas.
“Habéis profanado el Templo de Sacacuartofis, y pagaréis por ello”, brama por la megafonía del oscuro laberinto un espíritu con marcado acento catalán. Me supera. Ya he pagado bastante y sólo he conseguido que me acojonen a golpes de vértigo. Ahora les toca a ellos. El primer fulano vestido de momia se larga aullando al botiquín con la nariz rota. Será por vendas. A mi espalda, un jubilado se ha apuntado a la fiesta y se venga a bastonazos del sobresalto producido por un tipo disfrazado de esqueleto. Será por huesos. Y lo mejor es que tal vez me prohíban la entrada indefinidamente en este tipo de parques. Será por suerte.

************************************** 

ENAMORALGIAS

“¿Qué tal está el ciervo asado, cariñín?”, se interesa Matías, meloso hasta lo insoportable.
“Delicioso, vida mía”, susurra ella mimosa, dejando que la luz de los candelabros ilumine su perfil menos malo.
- ¿Y no os da pena pensar que acaso nos hayamos comido a la madre de Bambi? – eructo sin consideración hacia nadie.
Ni me miran. Me arrastran como carabina a todas sus románticas citas culinarias para que les de conversación a partir de los cafés, ya que, por alguna inexplicable razón, el proceso digestivo los sume en un profundo silencio tras el embobamiento coloquial que padecen durante la comida. Un estado de idiocia agravado en el presente caso por tratarse de uno de esos ágapes medievales para turistas, con sus cortesanos, sus pajes, sus caballeros y sus bufones contando chistes de loros aún más antiguos que la época que tratan de evocar.
“¿Y a ti qué te parece?”, se apiada Matías como si de pronto hubiera recordado mi presencia.
- Me alegra que me haga esta pregunta – respondo cogiendo aire para dar una respuesta larga y satisfactoria, al menos para mí – Si exceptuamos el Rolex falso que calza el individuo que ejerce de rey, los detalles están primorosamente cuidados. Incluso la carne de la que hablabais ahora mismo, por su textura y consistencia, podría haber pertenecido a un ciervo trabajó de perchero para Ricardo Corazón de León en las Cruzadas. Una posibilidad que me hace barruntar la auténtica explicación de aquellas expediciones de crucifijo y matarile a Tierra Santa: no se trataba de reconquistar Jerusalén, no, de lo que se trataba era de escapar a la mortífera gastronomía local y descubrir el cuscús y un tipo de Danza del Vientre que no consistiera en pasarse el día de varetas limpiándose con una piedra.
De esta lección magistral que mi incurable vocación pedagógica les ha ofrecido gratuitamente, todos obtenemos excelentes frutos. Ellos han adquirido conocimientos que no poseían, al tiempo que han reforzado certezas que ya estaban en su memoria como, por ejemplo, lo borde que puedo llegar a ser. Yo, por mi parte, sólo tengo que leer sus miradas para saber que jamás volverán a invitarme a ningún sitio. Me alegro. Siempre será preferible la soledad del bocadillo en una tasca cochambrosa que los cuchicuchiloquios de estos dos.

**************************************

 SEGUROS

- ¿Y no tiene ninguno con airbag? – pregunto cerrando el sobrio, aunque lujosamente encuadernado, catálogo de féretros – Lo digo porque si hay un terremoto no me gustaría que se me descompusiera demasiado el esqueleto.
La encantadora señorita que me atiende parece a punto de perder su obligada compostura comercial. La comprendo, pero al fin y al cabo se trata de contratar un seguro para mis propias pompas fúnebres, lo cual, sobre deprimirme terriblemente, supone contratar un servicio que sólo usaré una vez y sobre el que ni siquiera estaré en condiciones de quejarme si algo sale mal.
“Si lo prefiere, podríamos evitar ese problema contratando la opción de la incineración. Es un sistema magnífico”, argumenta con tanto convencimiento como evidente deseo de aplicarme la nueva posibilidad sin esperar más.
- No es mala idea, pero me parece un desperdicio quemar uno de esos ataúdes tan elegantes y, por qué no decirlo, tan extraordinariamente caros – replico.
“No se preocupe por eso. Después del velatorio, el cuerpo se saca de la caja y es incinerado sin ella”, explica con un atisbo de esperanza en la victoria.
- Es decir, que se trata de un envase retornable – concluyo - ¿Y ustedes abonan a mis allegados el importe del casco al devolverlo? Porque su empresa podría reutilizarlo con otros difuntos, en cuyo caso lo justo sería que lo pagáramos a escote.
Es dura. Cualquier otra ya se habría derrumbado, pero ella parece haber convertido esto en algo personal: desea que yo firme ese contrato y desea, sobre todo, tener que cumplirlo cuanto antes.
“¿Y qué quiere que hagamos con las cenizas?”, prosigue salvando el escollo anterior por el expeditivo método de obviarlo.
- Pasar el aspirador, como hacemos los demás – respondo graciosillo en lo que creo que es el remate final.
Y lo es. Si no consigo seguir esquivando las acometidas del abrecartas voy a conseguir sacarles los servicios gratis, aunque tal vez algo antes de lo que tenía previsto.

**************************************
 
HUMO

“¿Y no los tiene con la esquelita de ‘Fumar puede matar’?”, pregunta con timidez la anciana, “Es que, la verdad, a mí ésta de ‘la calidad del esperma’ no me impresiona. Y como lo que yo quiero es dejar de fumar, necesito que me asusten”, culmina con una esplendorosa traca final de contradicciones.
“ Pues no, la de ‘Fumar puede matar’ sólo viene en los Ducados normales. En los Light sólo viene la de ‘Fumar puede herir’” – responde sonriente y amable la estanquera.
El recientemente proscrito término ‘Light’, sin embargo, desencadena una serie de sucesos que ponen un abrupto punto final a un diálogo que, si bien trivial, no dejaba de ser civilizado. En menos de lo que se tarda en decir ‘estado policial’, un escuadrón de intervención inmediata de las Fuerzas Armadas Sanitarias irrumpe violentamente en el local atravesando los escaparates y disparando parches de nicotina. Tras detener a la expendedora y constatar la defunción de la abuela fumadora - a causa de una parada cardiaca originada, a su vez, por el inesperado asalto – los valientes muchachotes se retiran del campo de batalla no sin antes poner una vela a Dios y otra al Diablo dejando un vendedor sustituto y lanzando simultáneamente una última advertencia
“Ya habéis visto cómo ha acabado la vieja”, ladra el robocop al mando de la operación, “Si no queréis terminar como ella, más vale que tengáis cuidado. Es el último aviso”, remata dándonos la espalda con el consabido crujido de cristales rotos bajo las botas.
“¿Y usted qué quería?”, pregunta tieso el recién estrenado estanquero
- Dame uno que ponga eso tan gracioso del esperma – replico impertinente
“¿Y qué le ve de gracioso?”, se engalla el suplente
- Pues mira, teniendo en cuenta que hace ya un tiempo que me hice la vasectomía, de la calidad de mi esperma, en rigor, sólo podrían opinar unas cuantas gourmets – le miento susurrante – Claro que, si tú también quieres saber de qué hablo, estoy dispuesto a dejártelo barato, chatín.
No necesito decir más para que el adiestrado vendepitillos se achante. Y, ya puestos, le pido otro de los que advierten que fumar es también muy, muy malo para los que rodean al fumador, no sin antes recalcar que ya sólo fumo en el cuarto de baño y que rara vez invito a alguien a compartir esos momentos. Es como lo de la vasectomía: por tocar los cojones, valga la redundancia.

**************************************

GRIPÓDROMO

“No hay por qué preocuparse, lo de su amigo es gripe”, me tranquiliza el médico. “La única pega es que en su caso parece tratarse de una mutación”, añade levemente sombrío.
- No es ninguna mutación. Lo conozco desde hace treinta años y Matías siempre ha sido así de idiota – le informo para aclarar sus horizontes clínicos.
“Me refiero a una mutación del virus”, puntualiza, “aunque lo de la idiotez también convendría estudiarlo, porque ha masticado dos termómetros antes de comprender que no eran barritas de caramelo”, admite con desazonada perplejidad.
La educada conversación sobre las precarias facultades intelectuales de Matías da paso a una rigurosa perorata del facultativo sobre la patología gripal de esta temporada que, según él, viene con diarreas muy escotadas, vómitos en tonos marrones y verdes y fiebres muy altas de corte clásico.
- Y los mocos ¿cómo se van a llevar? – pregunto para asegurarme de que no he soñado todos los dislates que acabo de escuchar.
“Largos y con mechas. Es lo último en los servicios de urgencias de París”, afirma fijando en mí una mirada vidriosa.
Tal vez lleve demasiadas horas atendiendo enfermos. O acaso el virus haya invertido su comportamiento y haya decidido probarse un médico para ver qué tal le queda. En todo caso, lo más prudente parece salir de aquí antes de que la tensión o el miasma nos aniquilen a todos. Interpretando correctamente mis gestos de inquietud, saca un talonario de recetas y garabatea con caligrafía indescifrable los diversos remedios destinados a sanar a Matías.
- ¿Y todo esto no debería dárselo a él? – inquiero mientras me alarga el fajo de papeles.
“Sinceramente”, responde agotado, “en su estado normal, si es que lo tiene, su amigo tendría problemas para distinguir un supositorio de una tirita, así que con la fiebre no podría encontrarse la nariz ni aunque le hiciéramos un croquis. Es mejor que lo cuide usted. Y ahora, si me disculpa, voy a meter la cabeza en el inodoro para asegurarme de que el virus no ha puesto micrófonos”, concluye.
Guardo las recetas mientras corro hacia la puerta convencido de que sólo una huida veloz puede salvarnos.
“Y recuerde: largos y con mechas... gluglú”, escucho mezclado con el ruido de una cisterna al descargar el agua. Sí, decididamente la gripe de este año viene fuerte.

**************************************

PAREJANOIA

“Las fotocopias no estarán hasta dentro de quince minutos”, me dice la chica. Demasiado tiempo como para quedarme aquí viendo escupir folios a unas máquinas tan monótonas. Por no hablar del monotema en que se encuentran inmersos tanto clientes como dependientes.
“Pues a mí no me parece tan guapa. Pero eso sí, el telediario lo presentaba muy bien. Yo, era el único que veía”, escucho mientras huyo a refugiarme en un bar, opción estratégica que no tarda en revelarse plenamente desacertada.
“Era una alumna muy estudiosa y muy inquieta”, recuerda desde el televisor una mujer con cara de profesora y una sonrisa de plenitud debida a la repercusión pública de su trabajo por primera vez en su vida. “Participaba en todo lo que se hacía en el colegio”, añade el director del centro escolar con la sonrisa de quien despediría sin pestañear al que le robara un plano. Al tiempo que echo el azúcar en el cenicero y apago la colilla en el café, me pregunto si el afán participativo de la futura testa coronada incluiría también fumar en el water y poner chinchetas en las sillas de los profesores. Me consta que jamás lo sabremos, pero trato de consolarme con esa idea. Tras varias tentativas fallidas de apartar al camarero de la pantalla, abandono el local sin abonar el cortado. De vuelta en la copistería, recojo mis papeles y me esfumo antes de que los partidarios de  bautizar como Juan Felipe Alfonso Carlos al primer retoño de la real pareja terminen de grapar los labios de quienes defienden como más moderno y adecuado el nombre de Letizio y, si fuera niña, Felipa. Ya en la calle, busco consuelo pensando que sólo me resta entregar las copias y lo demás será calle y casa, dos espacios donde no estaré tan indefenso ante esta obsesión colectiva. Nuevo error.
“Hombre, no está mal. Pero era más guapa la Sartaurius aquella”, larga en el portal mi vecina a su compañera en el dobles femenino de paseing, mientras su pequinés se estrangula lentamente tratando de alcanzar la ansiada farola. Pondría gustosamente un irreversible punto final a sus males – los del perro – pero mi necesidad de encontrar refugio me desaconseja correr riesgos. Incluso renuncio al siempre aventurado ascensor y subo andando los seis pisos que me separan de mi madriguera de tarado sociópata, en la que – espero - Matías tendrá todo preparado para ver el fútbol.
“Hola. En lugar de comprar el partido, he pensado que podíamos ver lo de la petición de mano del príncipe”, oigo decir a un converso, “Además, he visto la luz”, añade confirmando mis temores, “ a partir de hoy se acabaron los vídeos porno: ya sólo me la pelaré pensando en Let...”. No consigue acabar la frase, claro. Pero hay que decir que mantener el hilo de un discurso mientras se rueda escaleras abajo no es fácil.

**************************************

NAVIDEZ

- De–tesss–to esss–tasss fiesss–tasss – silabeo apretando los dientes y arrastrando las eses como creo que haría una serpiente frenética atrapada, como yo, dentro de otra serpiente en forma de cola del híper. Como tormento añadido, además, el tipo que nos sigue en esta cuerda de tarados ha aprovechado una fantástica oferta del establecimiento para adquirir un absurdo par de remos decorativos con los que golpea, de forma tan leve e involuntaria como irritante, a todos cuantos le rodean.
“¡Ay! Joder con los remos de los huevos” – se lamenta Matías confirmando mis siniestras impresiones. Para peor, el aroma corporal del marino aficionado denota que, paradójicamente, sus encuentros con el agua son tan escasos como breves. Por fortuna, mi antecesor en la fila está pasando ya por caja sus diez toneladas de víveres navideños, lo que permite vislumbrar, siquiera sea a media distancia, el final del suplicio.
“Hemos comprado todo, ¿no? ¡Ay!”, inquiere Matías con ansiedad infantil frustrada por un nuevo golpe de remo. Me consta que no, ya que cada año hay que hacer una escapada de última hora a alguna de las tiendas del barrio en busca de la bobada perdida. Pero eso, sobre suponer una pequeña ayuda a la supervivencia del pequeño comercio, es una excusa inmejorable para entonarse en los bares del vecindario antes de encarar una cena de Nochebuena. Por no hablar de que me niego a prolongar ni un minuto más mi estancia en el infierno.
- Sssí – respondo, aún en mi fase reptil – Y si falta algo, vete a buscarlo y vuelve a ponerte en la cola. ¡Ay! – corono tras mi correspondiente remazo en la oreja.
Su mirada al largo convoy de carros abarrotados que nos sucede basta para disuadirlo de cualquier conato de perfeccionismo consumidor. Y su enfurruñado “faltan los mazapanillos ¡Ay!”, con acompañamiento de remo, es apagado por la sirena de la UVI móvil llegada para atender a la tarjeta de crédito del infeliz que nos precede en la hilera de pringados. Un susto que se convierte en ensordecedora ovación y nuevo reparto de remazos cuando la pequeña Visa se incorpora y hace brillar su chip dispuesta a volver al combate. Momento de distracción, dicho sea de paso, que nos permite a Matías y a mí ofrecer a la cajera la oportunidad de romper la monotonía y asomarse al misterio, preguntándose cómo una persona puede pretender ocultar dos remos por el procedimiento de tragárselos. Y es que hay gente para todo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario