ACOLISMO
“Nonononono...”,
nonononea con una sonrisa levemente tensa el hombre que me ha abordado. Por un
momento pienso que se ha percatado de que la moneda que le estaba largando era
una de esas divisas asiáticas que se confunden con los euros. No obstante, una
visión más detenida me permite comprobar que el tipo no porta hucha ni otras
armas utilizadas habitualmente por los virtuosos de las colectas. Sólo lleva
unos folios y un boli, algo no demasiado amenazador, en principio.“No se trata
de una colecta”, se explica recogiendo igualmente mi moneda y contradiciendo
parte de mis conclusiones en una súbita exhibición de deformación profesional.
“Recogemos firmas contra la ley para equiparar el matrimonio homosexual al
matrimonio de-toda-la-vida”, recita de corrido. Un escalofrío recorre mi
espinazo. Pero no encuentra nada que valga la pena, así que decide darse
también una vuelta rápida por el cerebro y el estómago. El resultado es un
desconcierto difícilmente descriptible para un veterano en esquivar prosélitos
como yo. Y es que, desde que las parroquias se alojan en locales en los que
podrían pasar por sociedades gastronómicas, resulta difícil distinguir unas de
otras hasta que el oficiante saca la comida. Porque la gente canta igual de mal
en ambas, a qué engañarnos. “¿Me firma?”, sugiere amparado en mi incómodo
silencio y alargándome sus folios. Debo reaccionar. En algún rincón de mi
almacén de reflejos condicionados debe haber un código de conducta que no exija
renunciar a mi exquisita educación recurriendo al exabrupto.
- No puedo
firmar – respondo bajo la luz que lentamente ilumina mi memoria – y antes de
que preguntes, te diré que es por razones puramente lógicas.
“¿Y por
qué, por favor?”, responde impertinente ignorando mi advertencia.
- Pues
porque al igual que “fútbol es fútbol”, “matrimonio es matrimonio” – sermoneo
apelando al elemental sentido común que le supongo – de modo que no se puede
estar contra un solo tipo de matrimonio sin estar contra todos ellos. Y sin el
lazo del matrimonio, se extinguiría la familia, célula de nuestra sociedad y
origen de la existencia de vástagos ejemplares, como tú – remato con la mejor y
más tronante retórica de púlpito que recuerdo. Ahora el confundido es él, lance
que aprovecho para afanarle el boli (a cambio de la moneda que me ha guindado)
y darle un último consejo
- Comprendo
tu confusión, hijo mío, pero ten fe. En la próxima reunión de Acólitos Anónimos
encontrarás otros hermanos con los que compartir tu extravío – me despido
improvisando una vaga bendición mientras él rebusca en su manual las
instrucciones para cerrar la boca, lapsus que aprovecho para largarme con tanta
discreción como celeridad. Y es que me estoy haciendo viejo para este tipo de
emboscadas.
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BELENGERANCIA
“Esas
barbas son postizas”, proclama impertinente una niña de coletas.
- Sí. Sin
embargo, el bigote de tu mamá parece auténtico – susurro en tono bondadoso.
En los ojos
de la aludida se aprecia su profundo deseo de explorar mi interior con el
cayado que afianza mi papel de San José en este belén viviente. No lo lamento.
En este instante, mi resentimiento inicial contra mi amigo Matías se extiende a
toda la humanidad, así que nadie es inocente. De haber sabido que el “pequeño
favor” que me pedía consistía en sustituirle una tarde en esta mascarada,
habría renunciado a mis principios y hubiera tirado sin pestañear treinta años
de amistad a la basura que no se recicla. Cabrón. Mi único consuelo es que
entre el maquillaje y la peluca, barba y cejas postizas, no me está
reconociendo nadie. Lo que me inquieta es que a la mula todos estos adornos
capilares parecen resultarle atractivos y no deja de acosarme, pero no puedo
denunciarla sin revelar mi identidad. Me inquieta eso... y los graciosos.
“¡Oye, San
José! Que tengo que poner unos armarios empotraos. ¿Cuándo te puedes pasar a
hacerme un presupuesto?”, vocifera un aspirante a guasón. Tras explicarle que
estoy de baja maternal en la carpintería, le sugiero que se pase por allí de
todos modos y diga que va de mi parte, así le darán serrín gratis para hacerse
un cerebro nuevo. Varios brazos consiguen sujetarlo antes de que pueda saltar
el cordón que nos separa del público. Una suerte para él, porque la mula ha
puesto cara de que soy suyo y el que me toque, morirá. Entre tanto, la supuesta
Virgen María mata el aburrimiento arropando al muñeco que nos sirve de niño
Jesús. Un cuadro.
“¡Eh,
pichafloja! Si esa tipa sigue siendo virgen, yo lo arreglo”, brama un nuevo
bocazas. Normalmente, las dudas sobre mi virilidad o la virginidad de mi
supuesta pareja no me hubieran afectado en absoluto. Pero esto no es normal y
yo ya estoy harto.
- ¡Romano,
más que romano! – grito muy en mi papel mientras mi vara florida le golpea en
la cabeza. Al verme envuelto en una refriega, la mula comienza a lanzar
furibundas coces, una de las cuales acierta en el trasero del hasta ahora
pacífico buey. Dolorido por el golpe, el animal suelta un mugido quejumbroso e
inicia su particular estampida pisoteando al Nenuco redentor, escena que
provoca la indecisión de nuestra virgen entre gritar y desmayarse, si bien
finalmente consigue ejecutar ambas acciones en ese mismo orden y con notable
eficacia. Yo, mientras, me escabullo aprovechando el considerable tumulto
originado y dejando atrás los amorosos lamentos de la mula que, curiosamente,
acaban por darme una vengativa idea. Si consigo implantarle a Matías la peluca,
la barba y las cejas, habré encontrado por fin la pareja ideal para él.
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IGUALDADAÍSMO
“¡Queriiiiiido!”,
grita colgándose de mi cuello y dándome un húmedo beso en la boca. Los casi
quince años que llevamos sin vernos podrían explicar una gran alegría, pero
tanta euforia me resulta sospechosa. Juraría, además, que el beso sabía
levemente a whisky.
“Estás
estupendo”, asegura erróneamente confirmando mis sospechas de etilismo.
- Y tú
estás tan guapa como la última vez, aunque no tan serena.
“Que
asquerosamente sincero y discreto que eres. Efectivamente, estoy como una cuba,
pero es que estoy celebrando mi despedida de soltera”
- Pero ¿tú
no estabas casada? – pregunto sinceramente sorprendido.
“Dos veces,
si no recuerdo mal. Así que pasado mañana será la tercera, creo. Pero las otras
veces no pude celebrar despedida de soltera porque eso estaba vetado a las
mujeres, y ahora me estoy sacando la espina, mira”
Sedienta tras
la reivindicativa perorata, bebe un largo trago y, acto seguido, me coge de la
mano. “No admitimos hombres”, confiesa, “pero contigo voy a hacer una
excepción. Para eso soy la reina de la fiesta”, se autoafirma tirando de mí
hacia el comedor del local. Curtido en despedidas de hombres, mi sentido común
trata de convencerme para permanecer en la seguridad de la barra. Pero mi
curiosidad consigue imponerse. Entrego mi abrigo a un camarero y la sigo
obediente. En el interior, una decena de mujeres maduras gritan excitadas y
divertidas ante un gigantesco pene de bizcocho con glande de gelatina que se
disponen a acuchillar para proceder a un reparto equitativo del botín. Noto un
estremecimiento en la pelvis y siento que se está arrugando lo que no parecía poder
arrugarse más. Y eso que aún no se han percatado de mi presencia gracias a que
su propio griterío ha tapado las presentaciones de mi amiga. Un griterío que
alcanza un nivel infernal tras la súbita aparición de un stripper que hace que
mi querida camarada se lance a la arena y se olvide por completo de mí. Al otro
lado de la mesa, el camarero me explica por señas, como las azafatas de los
aviones, dónde está mi abrigo, cómo ponérmelo y por qué puertas puedo salir
corriendo. Mientras ellas colocan enfebrecidamente billetes en el tanga del
mazas, mi sentido común se alía con mi cobardía y apalizan entre ambos a mi
curiosidad, dando como resultado una retirada silenciosa pero velocísima y un
punto melancólica: con lo que cuesta lograr la equiparación para lo bueno, me
ofende lo sencillo que ha resultado igualarse en lo más burro. Y sin cuotas.
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ECUMÁQUINA
“Si desea
condones normales, pulse 1. Si desea condones extralargos, pulse 2. Si desea
condones con doble lubrificación y airbag, pulse 3”, recita una voz femenina y
robotizada. Tras superar el desconcierto causado por que una máquina vendegomas
hable igual que las centralitas sin operadora, pulso el 1. Tampoco es cuestión
de tirarse el pegote ante un aparato que habla sobre cosas íntimas con voz de
mujer. Un breve silencio y la voz de Condoncop se hace oír de nuevo.
“Si desea
un solo condón, pulse 1. Si desea un paquete de tres, pulse 2. Si desea un
paquete de doce, pulse 3 y consulte la fecha de caducidad”. La evidente
retranca de la opción final me hace pensar en la posibilidad de que haya cerca
alguna de esas maravillosas cámaras ocultas que democratizan el humor
permitiendo que, además de Hacienda y el gobierno de turno, unos cuantos
millones de pelagatos como yo se rían de mí. Tras un detenido ojeo a mi
alrededor, renuncio a la paranoia y pulso el 3, esperando una respuesta un poco
menos inquietante.
“¿Acabas o
qué?”, muge Matías a mi espalda, provocando uno de esos sobresaltos que hacen
que mi cardiólogo tenga dos Ferraris y un chalé, además de una consulta del
tamaño de un ministerio.
-
¡Espérate! – respondo brusco – Además, si tú no hubieras perdido los globos
para la fiesta, no andaríamos ahora comprando condones a la desesperada – le
reprocho en un susurro, como temiendo que la máquina me escuche.
“Si usted
es católico, pulse 1. Si profesa otra religión, pulse 2. Si usted es ateo,
pulse 3”, se propasa la maquinita. Gustosamente pulsaría 3 o le pegaría una
patada en el cajón dispensador. Pero la curiosidad, además de matar gatos, es
mi cáncer personal, así que pulso 1 con la ansiedad de un ludópata en Las
Vegas, drogado por la incertidumbre.
“Pero si tú
eres ateo”, se sorprende Matías.
- Si
quieres llevarte una hostia, pulsa 1. Si quieres llevarte dos, pulsa 2. Si
quieres llevarte tres, pulsa 3 – respondo furioso, arrebatado por el vicio de
la duda. Tras unos instantes de tensión amenizados con ruidos de maquinaria en
movimiento, el aparato arroja la respuesta: un paquete de doce preservativos
siniestramente ilustrado con el lema “Follar puede matar” enmarcado en negro.
Decepción. Esperaba un mensaje como “estás excomulgado” o “arderás en el
infierno”, pero la cibernética y el marketing están matando la dimensión
dramática de la disidencia. Y encima aún nos falta hinchar los condones a
pulmón libre.
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PRENSAÑAMIENTO
- Me llevo
El País y El Mundo – le explico en plan Bush al dependiente.
“Bien
¿Quiere el DVD, la Enciclopedia Histórica, el libro de cocina y el CD de música
clásica?”, recita memorioso los coleccionables dominicales.
- Bueno –
cedo abrumado ante el exceso de oferta – déjame ver el DVD de El Mundo.
“Imposible”,
responde con ojos de cortocircuito, “el DVD de El Mundo viene los jueves hoy
toca CD y libro de cocina y DVD con El País y Enciclopedia Histórica y los
martes con El País Clásicos de la Literatura Castellana y los miércoles DVD de
Stephen King y con El Mundo los viernes fascículo del Curso de Alemán y...”, se
embala poseído sin respirar siquiera. Miro a mi alrededor. Tras comprobar que
estamos solos en el establecimiento, le doy una bofetada para tranquilizarlo.
“Gracias”,
susurra al sacudir la cabeza tratando de salir del trance. “¿Qué me decía?”
- Nada, que
me llevo sólo los suplementos – contesto imprudente.
“Imposible”,
vuelve a caer en su cepo mecánico, “los suplementos se venden conjunta e
inseparablemente con el diario, así como la Enciclopedia Histórica, el libro de
cocina, el CD de clásica, el DVD de Steph...”. Un nuevo bofetón, ahora con la
mano izquierda - por igualarle el maquillaje y porque aún me pica la derecha -
zanja la nueva crisis.
“Grac...”,
comienza a musitar saliendo nuevamente del trance.
- De nada –
le interrumpo – cóbrame los periódicos y dame una revista de cotilleos.
“Si quiere
le doy La Razón”, sugiere.
- No,
gracias. Cuando quiero que me traten como a un idiota me voy a misa.
“No, no me
ha entendido. Es que La Razón viene con Diez Minutos de regalo”
Decido
tragarme el chiste fácil sobre los diez minutos y opto por concluir ya este
drama.
- Vale,
dame el Diez Minutos – suspiro al borde de la derrota.
“Imposible”,
exclama atrapado nuevamente en su bucle, “la revista se vende conjunta e
inseparablemente con el diario, así como la Enciclopedia Histórica, el libro de
cocina, el...”. A punto de abofetearlo nuevamente, la presencia de una recién
llegada anciana con un carrito del híper, me lo impide. La yaya,
sorprendentemente fornida, resulta ser una veterana que – tras apartarme
suavemente y sisear unas disculpas – resuelve el episodio con dos prodigiosos
guantazos propios de una maestra en el milenario arte marcial de la calceta:
uno del derecho y uno del revés.
“Una pena
de chico. Está así desde que empezó lo de los coleccionables”, suspira apenada.
Pago mis periódicos y dejo a la robusta abuela acarreando papel impreso en su
carro. Mientras salgo, escucho un nuevo amago de letanía de separatas,
finiquitado por otro par de perfectos sopapos. Y dicen que no se venden
periódicos.
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FRÍO
“¿Llevo
ropa de abrigo?”, inquiere desde su profunda ingenuidad mi querido Matías.
- Salvo que
quieras traerte una neumonía de recuerdo de este fin de semana, yo me la
llevaría – le respondo – Además, anuncian la llegada de otro frente polar.
“¡Y
nosotros sin armas!”, exclama sinceramente asustado.
- Popular
no, polar – murmuro fatigado. Tardo quince minutos en hacerle comprender que un
frente polar no es una coalición de esquimales indignados y pingüinos
sediciosos que pretenden hacerse con el gobierno de la nación. Me cuesta algo
más, no obstante, convencerle de que si piensa pasearse por el hotel con la
bata de su madre, pediré habitaciones separadas y juraré a todo el mundo que no
lo conozco.
- Estás
avisado – asevero con firmeza ignorando su arranque de pucheritos. Si no fuera
por la solemne promesa que hice de llevarlo a esquiar, hace rato que hubiera
perdido el control y lo habría estrangulado. Cierto que cuando consiguió
arrancarme el nefasto juramento yo estaba completamente borracho (por eso no he
vuelto a probar una gota de alcohol desde aquel día). Pero una promesa es una
promesa y debo cumplirla. O al menos fingirlo. Descartada la bata boatiné de
mamá, Matías, entre gruñidos infantiles, continúa haciendo su equipaje: las
zapatillas de Goofy, el cepillo de dientes de Mickey, el patito de goma... Me
pongo enfermo. Debo precipitar los acontecimientos antes de que un ataque de
nervios me deje pegado al techo.
- Voy a
poner la radio para ver cómo están las carreteras – declamo comenzando mi
representación.
“¿Vamos a
ir en coche?”, vuelve a sorprenderme Matías desde su lerdidumbre.
- No. Vamos
a ir en avión. Por eso necesito saber en qué carretera podemos aterrizar si los
aeropuertos están cerrados – respondo secamente. Una respuesta que lo vuelve a
sumergir en su enfurruñamiento, lo que me permite maniobrar sin ser visto.
Antes de encender el radiocassette, introduzco mi cinta y pulso esperanzado el
botón mágico.
“Arrecia el
temporal”, comienza casualmente el parte meteorológico, “todas las carreteras
de la comunidad están cerradas y es necesario el uso de cadenas en algunos
ascensores de la capital. En las próximas horas se prevé un fuerte descenso de
las temperaturas y la cota de nieve se situará entre los cinco y los diez
metros”. Simulando una terrible frustración, convenzo a Matías de que, así las
cosas, es mejor renunciar al esquí y quedarse en casa. Pese a estar grabada en
un momento de desesperación, debo decir que mi imitación del hombre del tiempo
es más que notable. Acaso un tanto excesiva en los contenidos, pero las
situaciones extremas requieren soluciones extremas.
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MECIRIOLOGÍA
Aún
dispongo de quince minutos, así que me acodo en la barra de un bar para tomar
una caña y fumar el cigarrillo del condenado, previo a mis obligaciones de
cicerone con las visitas familiares de Semana Santa, incondicionales de
procesiones, conciertos sacros y otros espectáculos de igual o parecido fuste a
condición de que sean gratuitos, criterio este último que me parece el único
razonable. Frente a la puerta, sin mostrar ningún desánimo pese a los
persistentes truenos, los devotos se agolpan ante una camioneta para recoger
los cirios con los que piensan acompañar a la procesión. Tras pillar su
linterna de primera generación, uno de los fieles entra en el local dispuesto a
regresar al siglo XXI y comprarse tabaco en una máquina. Pienso, mientras
introduce las monedas, en su gran pecado, ya que quien fuma a sabiendas de que
tal vicio podría matarlo está, de algún modo, suicidándose. No creo en la
justicia divina – y muy a duras penas en la humana – pero por una vez parece
haber cierta lógica en los hechos. El tipo se confunde de botón y se encuentra
con un sugestivo paquete de condones en la mano. Pecado sobre pecado, ahora
debe sufrir la humillación de suplicar a la camarera que enmiende su torpeza,
lo que hace entre susurros y con un rubor de marisco penitente hervido que
pocos maquilladores podrían conseguir. Un espectacular trueno apenas cubre mi
carcajada mientras me largo - tras sugerirle que utilice una de las gomas para
proteger el velón - a buscar a mi caravana de turistas.
Los
encuentro plantados ante el portón de la hermandad, mirando a un cielo cada vez
más oscuro del que sólo llegan ruidos poco esperanzadores para ellos pero que
resultan ser música celestial para mí. Me preocupa. Es la tercera vez en pocos
minutos que siento una especie de llamada de la fe y eso me asusta.
“¿Crees que
saldrá la procesión?”, pregunta mi prima coincidiendo con un formidable
relámpago.
- Sólo Dios
lo sabe – respondo tan estremecido por mi propia respuesta como por el pavoroso
trueno que la subraya. El resto es breve. Una súbita tromba de agua que amenaza
convertir las calles en un parque temático dedicado a Venecia, una voz que
anuncia por megafonía la suspensión de la procesión y un nuevo cúmulo de
contradicciones: yo doy gracias al cielo mientras los fieles resisten empapados
y a duras penas la tentación de blasfemar bajo la lluvia. Son cosas como éstas
las que hacen que uno pierda la fe... o la recupere. Prefiero no darle más
vueltas y buscar refugio en un templo dedicado a Baco. Por si las moscas.
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QUIJOMÁSTICA
“Disculpe...
Estamos recogiendo firmas para la plataforma UREB-PYV”, me asalta un individuo
ojeroso y agitado. Las siglas, me explica, significan Un Rato Está Bien – Pero
Ya Vale y pretenden que se cierren de una vez los fastos por el cuarto
centenario de la publicación del Quijote. Entiendo que la insistencia general
en esta conmemoración pueda estar resultando algo pesada, pero su nivel de
stress me parece un tanto exagerado, razón por la cual alego un ataque de
melancolía en mi muñeca de rubricar y me largo a la ferretería para inaugurar
mi lista de recados.
- Hola.
Estaba buscando un taladro – expongo educadamente.
“En un
lugar de esa balda, de cuyo nombre no quiero acordarme”, declama señalando una
estantería, “no ha mucho tiempo que había un taladro de los de broca en
astillero, dos velocidades, enchufe flaco y doble percutor”. Desconcertado,
sigo la dirección indicada imperiosamente por su dedo. Las prestaciones del
aparato y su precio coinciden aproximadamente con mis necesidades, por lo que
decido adquirirlo sin realizar otras consultas que puedan originar nuevas
situaciones extrañas.
“Partid en
buena hora”, se despide justo antes de iniciar a gritos una feroz carga, armado
con una navaja multiusos, contra el estante de los ventiladores. Camino de la
farmacia, segunda etapa de mi aventura recadera, pienso que el tipo de las
firmas tal vez tuviera parte de razón al denunciar la quijotitis reinante. No
obstante, el rigor científico que se le supone a una botica aplaca mi
incertidumbre.
- Quiero un
colirio – solicito cuando llega mi turno.
“¿Para los
ojos?”, responde tan amable cuanto lerdo el mancebo. Estoy a punto de responder
que no, que realmente lo quiero para las hemorroides, pero no me da tiempo.
“Le sugiero
el Bálsamo de Fierabrás. Sana toda herida sufrida en torneos o en campos de
batalla. También es bueno para la conjuntivitis. Y los que no se queden ciegos
después de usarlo pueden ganar un crucero por La Mancha”, promociona sin
respirar. Comprendo, mientras huyo, que el individuo anticentenario tenía razón.
Sólo un establecimiento de confianza puede prestarme ya el refugio que
necesito.
- Un trago
largo y fuerte – suplico a mi camarero de cabecera sin apenas resuello.
“¿Qué
prefiere vuesa merced: un Quijote con vodka, un Gin Panza o un Bloody
Dulcinea?”, repone – también él – infectado. Me rindo. Acepto derrotado los
tres cocktails y me los bebo acodado en la nostalgia de los tiempos en que el
Quijote me gustaba y Cervantes me caía bien.
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BODERNIDAD
“Quería
reservar fecha para una boda”, expongo ante el funcionario municipal.
-
¿Heterosexual u homosexual? – se interesa.
Vacilo
antes de responder. Si se refiere al enlace, no sabría cómo calificarlo. Y si
se refiere a mí, no sé si “temporalmente inactivo” será una categoría
reconocida.
- No se preocupe
– se apiada ante mi evidente incomodidad – Es que me vendría
bien
saberlo para mostrarle los distintos catálogos de concejales para esta
temporada. Los tenemos para bodas sólo heterosexuales, para ceremonias hetero y
homosexuales e incluso tenemos un trío de dos concejales y un secretario,
guitarra, bajo y batería, que hacen también bautizos, comuniones y despedidas
de soltero y de soltera.
“Muchas
gracias y muchos gracios”, respondo correctamente mixto abriendo el primer
álbum de fotos de los varios que ha dejado sobre el mostrador. Paso con fingido
interés las páginas en las que los ediles posan, en distintas situaciones y con
variado vestuario, hasta detenerme en una en la que un munícipe con gafas de
sol apoya su torso desnudo y sudoroso sobre una excavadora, mientras apunta con
una ametralladora a una turba vecinos revoltosos.
“Me pido
éste”, le indico señalando la foto de Sylvester Concejalone.
- Pero éste
sólo celebra enlaces heterosexuales. Y usted aún no me ha dicho si el suyo...
“Es difícil
de explicar”, le interrumpo con un suspiro, “en primer lugar, no es mi boda, yo
sólo me ocupo de los trámites”
- Le
comprendo – dice colaborador – pero al menos sabrá si son hombre y mujer.
“Eso sí, la
novia es mujer”, explico animado por su tono conciliador, “aunque es lesbiana”
- ¿Y el
novio? – exclama con cierta alarma
“Considerando
que el sustantivo ‘mano’ es de género femenino, podríamos decir que es
heterosexual, aunque sería más correcto catalogarlo como ‘autosuficiente’,
porque jamás ha probado otra cosa”, reconozco abatido.
Llegados a
este punto, el funcionario opta por desmayarse, al igual que el sacerdote a
quien he dejado recibiendo masaje cardiaco tras plantearle el mismo enlace. Y
es que ya se lo dije a Matías: una boda así es muy difícil de apañar. Incluso
aunque el objetivo sea tan noble como adoptar legalmente a un caracol para que
no se sienta desplazado por ser hermafrodita. Tendré que probar en Las Vegas.
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FIEBRES
“¡Miramiramira...
van a dar la salida”, muge Matías atomizando parte de su recién probado vermú
sobre mi periódico. En la tele del bar, unos cuantos monoplazas hacen rugir sus
motores sólo para recordar al mundo lo potentes que son.
- ¿Y desde
cuándo, mi pequeño saltamontes, un discípulo Shaolín admira la velocidad que no
procede de su propio cuerpo? – susurro mirando con severidad al vacío y
aprovechando el cuelgue irreversible que le produjo la serie Kung Fu hace
treinta años
“Desde que
corre Fernando Alonso... maestro”, responde uniformizado con el paisanaje.
Debo admitir
que me lo temía y que, por tanto, debía haber tomado precauciones. Ahora tendré
que impartir una larga lección si quiero seguir leyendo tranquilamente la
prensa dominical.
“Analicemos
la situación, mi pequeño cascanueces. Un piloto asturiano, que no eres tú,
conduce un coche francés, que no es tuyo, a cambio de un sueldo tan lejano al
que tú percibes como la constelación de Orión... ¿y tú te sientes implicado?”,
concluyo con firme serenidad.
“Es que yo
deseo que Alonso venza, Maestro Yoda”, murmura con necia humildad Matías
Skwaichangcainewalker. Obviamente, el deterioro neuronal causado por la citada
serie televisiva, en combinación con la saga de la Guerra de las Galaxias, ha
llegado a un punto sin retorno, con lo cual sólo puedo tratar de convertir ese desastre
en algo positivo, aunque sea sólo para mí.
- Del mero
afán de victoria guiarse el Jedi no debe-
me enreveso muy metido en mi papel - pero si que Alonso gane quieres,
utilizar la Fuerza debes - remato con sabiduría.
“¿Y hacerlo
cómo podré, maestro?”, inquiere mi pequeño rompehuevos interestelar.
- Técnica
del tigre disecado utiliza. De vista no pierdas la pantalla y la Fuerza hacia
Alonso a través de ti que fluya deja. En cago tus muertos todos me – cierro la
lección enredado y enrabietado por tanta parafernalia galactomística. Sin
embargo funciona. Matías fija sus ojos en la pantalla y tensa todos sus
músculos para empujar el coche de Alonso gracias a la Fuerza. Miedo me da que
caiga en el reverso tenebroso y acabe cagándose encima por el esfuerzo, pero al
menos yo habré sacado un ratito para leer tranquilamente el periódico.
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MANIFESTITUDES
“Disculpe.
¿La pancarta de los Caballeros Mutilados contra los maricas, es ésta?”, me
pregunta en medio del tumulto una momia manca de fino bigotillo. Mientras
elaboro una respuesta que no tengo, aprovecho para peinarme utilizando mi
reflejo en sus siniestras gafas de sol. De un vistazo al camión de la batucada
compruebo que, efectivamente, esto es el carnaval callejero de Carlinhos Brown,
así que el espectro se ha equivocado lamentablemente de concentración.
Desplegando toda mi amabilidad, improviso unas indicaciones minuciosamente
erróneas, pero que le reportarán un largo y saludable paseo, ideal para su
edad. Es lo que tenemos los paletos cuando venimos a Madrid: lo único que
hacemos es enredar. El vetusto residuo agradece ingenuamente mi información con
un saludo nazi y un taconazo que hace crujir su gastado esqueleto y se pierde,
literalmente, entre la multitud. No sabía que para defender a la familia
hubieran movilizado también a los ancestros facholíticos.
Y ahora
toca solucionar lo mío. Porque yo no he venido a la capital a dejarme las
caderas en este mambo multitudinario. El objeto de mi viaje era ver la
exposición antológica de Juan Gris en el Reina Sofía, pero he sido abducido a
traición tras doblar la esquina equivocada y ahora estoy atrapado y perdido. Lo
único que puedo hacer es orientarme preguntando, algo que parece fácil entre
tanta gente. Sin embargo, mi optimismo vuelve a engañarme. El primero de los
interrogados me comunica que Juan Gris ya no vive aquí, que se mudó a Toledo
hace unos años. El segundo me informa de que la Reina Sofía vive en La Zarzuela
pero que no le suena que allí haya exposiciones. Y el tercero resulta ser un
hincha de Osasuna que se quedó sin un duro tras la final de la Copa y está
esperando a que el PP, que está en racha, convoque alguna manifestación en
Pamplona para aprovechar el autobús gratis y volver a casa. Desisto. Mejor
buscar unas caderas atractivas y dejarse hipnotizar por la samba.
“Disculpe...
La pancarta de Los Obispos a Tope con la Familia ¿es ésta?”. Gafas,
alzacuellos, anillo... un obispo, sin duda. Despistado a fuerza de vivir al
margen de la realidad, sí, pero es un obispo y me resulta demasiado mezquino
aplicarle el mismo tratamiento que al ex combatiente, así que opto por ser
bueno. Tras avisarle de que su pancarta ha pasado hace ya un buen rato, le
sugiero que se una al grupo de señoras elegantemente vestidas que hay a nuestro
lado, madres todas ellas de los alumnos de un colegio privado buenísimo que hay
en las afueras. Me da las gracias y se integra educadamente en el corro de drag
queens que le he recomendado. Ya se les ocurrirá algo para que el hombre no
tenga que dar la tarde por perdida, como yo.
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SCRABBLECHINA
“CCOOCCOODRILO”,
compone Matías colocando las fichas con esa torpeza suya que tanto me enerva
incluso cuando la temperatura está por debajo de los cuarenta grados, que no es
el caso. Le explicaría que esa nueva especie que postula - cruce de
sindicalista barbudo y reptil anfibio con forma de zapato – no sólo no existe
sino que, comparada con una boda gay, fulminaría a un obispo a dos kilómetros.
Pero en la calle el sol está comprobando qué pasa con los termómetros cuando se
acaban las rayitas de arriba, lo que me aplasta hasta hacerme olvidar toda
tentación pedagógica y seguir el juego sin más. Así que él se apunta una
ventajosa cantidad de puntos y me pasa el turno. El susurro del ventilador
cambiando el bochorno de sitio acompaña mi perezosa consideración de la jugada.
CUBITO, COCKTAIL, CONGELACIÓN... palabras refrescantes que son sólo espejismos
creados por mi sudoroso cerebro. Me consuelo pensando que, al lado del infierno
exterior, esta insufrible combinación de Matías más Scrabble más ventilador es
un mero purgatorio. Entonces la veo, sórdida e inevitable en la desolación del
tablero, pero útil para devolverme un cierto nivel de conciencia. CANÍCULA,
completo el vocablo maldito colocando la mayoría de mis fichas. Cuento los
puntos obtenidos en la jugada, mientras escucho un cavernoso gruñido procedente
de las profundidades de mi limitado contrincante.
“No vale.
El emperador romano se llamaba Calígula”, afirma con un destello de iracunda
perplejidad que sustituye al habitual vacío que adorna su mirada. Explicarle el
significado de “canícula” hace que negociar directamente con una gallina el
precio de los huevos parezca una tarea sencilla y divertida. Eso, junto a un
calor que ha mermado mis fuerzas hasta el punto de que perdería un pulso contra
un caniche, me hace desistir de cualquier reivindicación. Dejo que retire mis
fichas y que inicie su jugada, mientras concentro mi pensamiento en cualquier
cosa con mucho hielo.
“Ya está”,
me interrumpe de forma sorpresiva. CASCACORCHOS, es la palabra que me muestra
satisfecho y que, según sus cuentas, le permite alcanzar una absurda puntuación
de más de cuatro cifras. Había olvidado que con Matías el Scrabble no es tanto
un juego de palabras cruzadas como un alarde de meninges retorcidas. Pero
incluso al límite de mi resistencia, esta afrenta es más de lo que puedo
soportar sin reaccionar de forma desesperada.
Por suerte,
la sala de espera de Urgencias tiene aire acondicionado y una máquina de
refrescos a la que acabo de pedir en matrimonio, mientras Matías caga letras
con asistencia médica. Ya sólo me asalta una duda: ¿cómo no se me ha ocurrido
antes?
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MIEDICINA
“¿Y desde
cuándo tiene estas manchas?”, pregunta el jovencito vestido de médico que
examina mi brazo.
- Desde
hace una semana, más o menos – respondo mirándole de reojo.
“Es
curioso... en ésta parece que pone algo”, murmura intrigado.
- Sí, pone
“amor de madre”. Es un tatuaje que tengo de nacimiento – corroboro tenso.
“¿De
nacimiento?”, se sorprende sinceramente, “Qué cosas. No sabía que esto se
pudiera tener de nacimiento”.
Es obvio
que no lo sabía. Ni eso ni ninguno de los conceptos más elementales de
cualquier enciclopedia médica. Comienzo a preguntarme si no sería mejor
solicitar una inyección letal que continuar en manos de este novato. Al menos
sería breve.
“¿Y le
pican?”, inquiere mirando las manchas de mi piel con un evidente gesto de asco.
- Es
curioso... – comienzo imitándole – sólo cuando me rasco. Si no me rasco, no me
pican – me invento nervioso.
“Ajá... Hummm...”,
se esconde entre onomatopeyas mientras tantea una de mis ronchas con un
bolígrafo que luego, descuidadamente, se lleva a la boca. Debería decirle algo,
pero la posibilidad de llevármelo conmigo si reviento sería un acto de justicia
poética al que no deseo renunciar.
“¿Tiene
usted mascota?”, espeta súbitamente iluminado como por una revelación.
- Pues no.
Pero si lo que necesitamos es un culpable, me voy ahora mismo a comprar un gato
siamés – improviso preparando mi cobarde huida.
“¿Siamés?”,
exclama.
- Sí. Son
dos gatos en uno que vienen unidos por la cabeza. Y si los separas te ahorras
un pastón en Friskis – le miento mientras termino de abrocharme la camisa.
“Ah, ya...
Pero oiga, no he terminado de examinarle”, aduce profesional.
- No se
preocupe – le digo desde la puerta – ahora le dejo la piel a la enfermera y la
va usted mirando tranquilamente cuando tenga tiempo.
“Ah...
Bueno... De acuerdo... Vuelva dentro de dos semanas... Y no fume”, remata con
el inevitable tópico. Ni conceptos profundos como “patología”, ni frívolos como
“broma”, nada llega hasta el oscuro abismo donde habita el cerebro de este
muchacho. Por suerte he podido escapar a tiempo: al lado de una consulta con
este individuo, cruzar un campo de minas es un pic nic.
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BODAFOBIA
“¡Hombre,
cuánto me alegro! – vocifera con una sonrisa tan amplia como hipócrita - Hacía
un montón de tiempo que no nos veíamos”.
Me abruma
calcular hacia atrás, así que le doy la razón . En todo caso, a mí ese montón
de años se me ha pasado en un suspiro. Y yo no me alegro de verle, así que le
doy la mano como quien acaricia a un escorpión. Detesto las bodas.
- Yo sí que
te he visto alguna vez, pero no te he saludado para no molestar, porque siempre
ibas acompañado de una chica preciosa. Y mucho más joven que tu mujer – comento
asquerosamente picarón.
Lo cierto
es que en todo ese tiempo jamás lo he visto, ni solo ni acompañado. Pero lo
conozco lo suficiente como para arriesgar con un farol. Y la tensión que se
refleja en su mandíbula me da la razón: en este momento podría partir una barra
de hierro con los dientes. Afortunadamente, mi salvación se aproxima por su
espalda.
- Hablando
de tu mujer... ahí viene – señalo con un gesto la aparición de mi bote
salvavidas – Y no te preocupes – le susurro – Soy una tumba.
A juzgar
por su mirada, la posibilidad de que esa afirmación fuera cierta le haría
inmensamente feliz. Pero asesinarme ante su esposa y otras decenas de invitados
no es algo que su posición social le permita. Finalmente, su mujer aterriza en
la zona de combate. Dos besos, otras tantas frases triviales y puedo volver a
sobrevolar el paisaje. Observo con resignada sorpresa que la llegada de la Tuna
ha hecho que el bar deje de ser una salida reservada para sociópatas
experimentados. Ahora es una ruta de escape habitual incluso para invitados
novatos, lo cual, para consolarme, demuestra una de mis viejas teorías:
“Clavelitos”, en manos de desalmados con ropas antiguas, resulta más disuasoria
que los botes de humo y las pelotas de goma juntos. Pese a la aglomeración de
cobardes, alcanzo un islote de barra. El camarero tiene el gesto de un asesino
en serie interrumpido en mitad de la faena. Pero no será eso lo que me eche
atrás.
“¿Qué le
pongo?”, me tienta buscando una excusa para sumarme a su lista de víctimas.
- No sé...
¿Qué están tomando los demás? – le sonsaco.
“Sorbete de
champán”, murmura entre resignado y rencoroso.
- Perfecto.
Pues ponme un whisky. Y deja de mirarme así. Es más: si quieres matar a alguno
de éstos, yo te cubro. Siempre y cuando tú hagas lo mismo por mí cuando alguien
intente sacarme a bailar.
Al menos he
conseguido un cómplice en territorio hostil, lo cual no es poco. Espero que la
próxima invitación a una boda me pille en la cárcel, para tener una buena
excusa.
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