ONGANCHADO
“Creo que
me voy a apuntar a ésta”, murmura Matías de forma tan discreta que apenas
consigue llamar la atención de todos los usuarios del cibercafé y de dos
ancianos que pasaban por la calle. Tecleo precipitadamente mi opinión sobre la
frenética vida sexual de la madre del tipo con el que estaba chateando y hago
rodar rápidamente mi silla hasta donde está mi pequeño ciberlerdo, antes de que
vuelva a abrir su bocaza y congregue una multitud a su alrededor.
- ¿Que te
vas a apuntar a qué? – pregunto mientras miro la pantalla de su ordenador. Lo
que veo me ahorra seguir sus tortuosas explicaciones, aunque evitar ese
suplicio no me salva de un ataque de ansiedad de proporciones inquietantes. La
página web a la que se refiere mi querido Matías, es la de Payasos Sin
Fronteras, denominación de la que – estoy convencido – sólo comprende
íntegramente la palabra “Sin”.
“Esto es lo
que yo buscaba”, muge entusiasmado, “Voy a apuntarme ahora mismo”
Ya le ha
vuelto a dar. De manera cíclica, este montón de incertidumbre al que llamo
“amigo” sufre ataques de solidaridad y busca dar un sentido a su vida
apuntándose a una ONG. Y eso no estaría mal, si no fuera porque sus iniciativas
están inevitablemente abocadas al desastre con daños colaterales, ya sea por
mala suerte o por torpeza congénita. Aún recuerdo cuando se apuntó a
Alcohólicos Anónimos - sin ser ninguna de las dos cosas – pensando que en las
reuniones se contaban chistes de borrachos, cosa que hizo hasta que le
acompañaron amablemente a la calle en medio de una entusiasta lluvia de
insultos y golpes.
Abandono
mis recuerdos y mis reflexiones y regreso a tierra para tratar de impedir que
Matías se afilie a la organización. Por él y por la organización.
- Escúchame
Matías – comienzo en tono suave – puedes ayudar sin necesidad de hacerte socio.
Recuerda cuando te apuntaste a Alcohólicos An... – trato de persuadirle
“No es lo
mismo”, me interrumpe poniendo morritos, “Además, yo siempre he sido muy
gracioso. Y apuntándote a esto puedes viajar a muchos países”, se entusiasma
mientras continúa rellenando el formulario de inscripción.
Gracioso,
dice. La última vez que trató de hacer reír a mi sobrino de cinco años tuvimos
que llevarlo al psicólogo infantil con depresión. Y en cuanto a viajar... no
creo que su proverbial incapacidad para hacer amigos cambie en distintos
climas. De hecho, ya puedo verle en el centro de una zona de guerra cualquiera,
con miles de armas de todos los bandos contendientes apuntando a su gran nariz
roja de goma... La imagen es tan seductora que me rindo. ¿Quién soy yo, al
cabo, para limitar la felicidad ajena?
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CANGURALGIA
“Oye,
tío... ¿Qué es eso del Estatut?”, preguntan los ocho años de criatura
amontonados junto a mí en el sofá mientras en la tele continúan las alegres
masacres de orcos en la Tierra Media. Preferiría que me hubiera preguntado algo
sobre el sexo de las ovejas. O sobre el de las personas. Incluso sobre lo que
ocurre cuando ambos se entremezclan. Pero no, mi sobrino no es de los que dan
facilidades. No soy rencoroso, pero espero que el concierto de rock al que han
acudido entusiasmados mi hermana y mi cuñado, y que explica mi súbita
transformación en canguro, esté muy por debajo de sus expectativas.
- Vamos a
ver... – musito como avance de la brillante explicación que me dispongo a
proporcionarle - ¿Por qué me lo preguntas? – concluyo rajándome
vergonzosamente.
Los adultos
que él conoce, me explica, llevan semanas irritados – “cabreados como monas”
según su inocente vocabulario – por eso del Estatut que, según a él le ha
parecido entender, “es una cosa de unos catalanes para que nadie les diga lo
que tienen que hacer, pero que otros no quieren que se haga porque ya hay una
cosa que se llama constitución que dice lo que hay que hacer y si se toca se
rompe”.
Pienso en
mi hermana y mi cuñado. Me haría muy feliz que al bajista se le hubieran
saltado dos cuerdas y el concierto estuviera en un aburrido punto muerto. Por
otra parte, maldigo mi falta de criterio al alquilar El Señor de los Anillos en
el vídeo club. Si hubiera alquilado una de Garci ya estaríamos roncando los
dos.
- Verás...
– me doy largas tratando de hallar algo no excesivamente estúpido que decir –
El Estatut es parecido a lo de Pulgarcito – postulo encontrando un asidero.
“¿Los
catalanes van dejando piedras para no perderse?”, razona contundente.
- No –
respondo dispuesto a no ceder ni un palmo de terreno – Es que es algo que nadie
ha leído pero que todo el mundo cuenta como le da la gana.
Su gesto
indica que la respuesta no acaba de llenarle, pero la entrada en escena de
Gandalf, apostando por el diálogo con los orcos siempre que éstos estén
muertos, parece distraerle lo suficiente como para tomar un respiro y, acaso,
dar por zanjada la cuestión.
“¿Y si gana
el Estatut los catalanes podrán irse a la cama cuando quieran? Porque entonces
yo me pido un Estatut para Navidad, en lugar de la Play”, ataca nuevamente por
sorpresa, ignorando el esfuerzo de miles de extras por hacer creíble la
matanza.
Elevo una
oración a los dioses de la venganza para que una de las dos cuerdas que deseo
que se le hayan saltado al bajista, haya acertado en un ojo del cantante y el
concierto se haya ido definitivamente a la mierda. Y la próxima vez que
necesiten un canguro, que contraten a un tertuliano de la radio. Yo prefiero
una traqueotomía sin anestesia.
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TOURBULENCIAS
“¿Entonces
Eurodisney no le interesa?”, pregunta con un punto de derrota en la voz.
- Ni
siquiera como opción de turismo sexual – respondo con una sonrisa perversa que,
no obstante, no parece hacer mella en su ánimo. Hay algo extraño en esta
situación. Yo he entrado en esta agencia de viajes simplemente a buscar un
agujero asequible donde ocultarme durante los días que dure el puente
vacacional que voy a pillar, y este tipo parece empeñado en graparme a esta
ciudad ofreciéndome destinos que hubieran animado a Marco Polo a no salir de
casa ni a por tabaco. Para cada opción ofertada ha expuesto todo un surtido de
inconvenientes que iban desde hoteles cochambrosos a calles peligrosas pasando
por policías corruptos. Se que es difícil ser buen vendedor manteniéndose
completamente fiel a la verdad, pero lo de este muchacho parece un suicidio
laboral. Y lo peor es que a cada nueva oferta vuelve a la carga con Eurodisney.
“Mmmh...”,
duda antes de sugerir nada, “¿Edimburgo?...”, susurra con la boca tan torcida
como si hubiera dicho “mierda radiactiva”. Guardo un silencio prudente, a la
espera de una nueva y deprimente retahíla de inconvenientes. Entre tanto,
pienso que la capital de Escocia no sería un mal lugar para perderse unos días.
El país es frío y lluvioso, pese a lo cual los hombres se adornan con faldas de
cuadros, renuncian a los gayumbos y se divierten lanzando pesados troncos que
nunca llegan muy lejos. Si a eso añadimos que consideran emocionante hasta la
lágrima un insoportable estruendo de gaitas y que inventaron el whisky, tenemos
el destino perfecto: un sitio donde una tribu humana decidió volverse loca hace
siglos y aún lo está celebrando. Creo que me apunto.
- Me gusta
lo de Edimburgo. ¿Qué precio tiene?
La cifra
que pronuncia me deja pegado a la silla. Mi desconcierto es tan evidente que el
tipo aprovecha para volver a la carga con Eurodisney. Es más barato, argumenta,
e incluso me hace una oferta especial: si le entrego un paquete a su cuñado,
que es el fulano que se disfraza de Goofy, la estancia me saldría gratis.
Sospechaba que esas caras de felicidad que se ven en las fotos se debían a que
alguien drogaba a los visitantes. Ahora sé que es Goofy. Vacilo un segundo, lo
que él aprovecha para atraparme del todo.
“Además, si
acepta el trato, le ofrezco un pase exclusivo para una atracción muy especial”.
Trato de hacerme el duro, pero finalmente cedo y escucho su oferta definitiva.
Si trago, podré partirle las piernas a Mickey Mouse con un bate de béisbol. Es
más de lo que puedo resistir. Firmo ansioso mientras pienso en lo equivocado
que estaba. Este fulano es un gran vendedor. Y gracias a él voy a hacer
realidad uno de mis sueños infantiles. Creo que podría llorar de la emoción.
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CINEUROSIS
“¿Tú crees
que al final follarán?”, pregunta Matías con toda su insobornable estulticia.
La sola imagen de un gorila de veinte metros, copulando alegremente con una
chica que a lo más que podría llegar en el mundo del baloncesto sería a jefa de
animadoras, zarandea mi estómago con una intensidad que la mezcla de palomitas
y gominolas que llevo metida no había conseguido aún.
- ¿No
puedes pensar en otra cosa? – le sugiero cansado mientras King Kong aplasta
unos cuantos coches en la pantalla, más que nada para relajarse. Grave error. Ya ha pensado en
otra cosa, reconoce, pero no sabe cómo se podría dotar a la mandíbula de una
chica de la misma elasticidad que la de una boa, ni si con eso bastaría. Tras
este pequeño paseo por el sexo oral y la zoofilia, me incorporo para mirarle
furibundo a los ojos, de arriba abajo, hasta que lo veo encogerse en su butaca
y esconderse tras la montaña de chucherías adquiridas para acompañar la visión
de la peli. Más vale que todas estas tonterías, incluidas las entradas y mi
soborno, las paga su madre. Si no fuera así, creo que hubiera puesto fin hace
ya tiempo a la cadena de suplicios que supone la cartelera navideña cuando se
tiene un amigo como Matías. La cosa empieza con la selección de los estrenos,
un proceso breve pero doloroso ya que finalmente la supuesta selección consiste
en tragarse todas y cada una de las bazofias que se estrenan a lo largo de
diciembre. El calvario continúa al entrar en la propia sala, un espacio copado
por un público cuya media de edad hubiera hecho feliz al Duque de Feria y que
hace que Matías y yo – ya maduritos, a qué engañarnos - parezcamos cualquier
cosa excepto dos espectadores normales. Un contraste que lleva a padres y
madres a conservar en la mano durante todo el tiempo que dura la proyección los
móviles que normalmente apagarían antes de empezar la película. Y sin embargo,
todo ese escarnio es apenas nada comparado con la tortura que supone ver una
película en compañía de Matías.
“¿Y por qué
no se cura él mismo la miopía?” – tuvo la gentileza de chafarme justo cuando
había conseguido medio interesarme por las andanzas de Harry Potter. “Es el
único alumno que lleva gafas”, remató orgulloso de su perspicacia. De nada
sirvió que yo le hiciera reparar en que un par de profesores de Harry también
llevaban gafas ya que, según él, eso se explicaba porque los magos ya viejos
perdían sus poderes oftalmológicos. Una máquina de razonar, mi colega.
Y ahora
King Kong se dispone a coger a la chica en su manaza mientras Matías da signos
de ir a abrir su bocaza para soltar alguna brillante observación. O reviso el
convenio que tengo con su madre o a Dios pongo por testigo de que en la próxima
película, lo mato.
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IMBECIVILIDAD
- Buenos
días. Desearía cambiar esto – explico depositando sobre el mostrador un infame
paragüero decorado con escenas de caza. Mi triste botín en el Amigo Invisible
familiar de las pasadas fiestas.
“¿Qué le
ocurre? ¿No funciona?”, se interesa con naturalidad el dependiente. Supongo que
la dura campaña navideña ha hecho mella en sus recursos intelectuales, porque
no parece tan estúpido como para no saber que los paragüeros rara vez sufren
averías.
- No, no es
eso. Ocurre sencillamente que no me gusta – respondo con franqueza.
“¿No le
gusta?”, se sorprende sinceramente, “Pero si es muy elegante... Clásico, pero
elegante”, corona juzgando el adefesio con mirada experta. Le explicaría que,
personalmente, creo que el objeto en cuestión reduce a la nada el calificativo
de “horripilante”; que resulta sobrecogedor que exista algo tan minuciosamente
elaborado con un mal gusto casi alevoso; que lo único que no me resulta
intolerable del jodido paragüero es el vacío de su interior... Le explicaría
todo eso, pero la mera posibilidad de enredarme en una discusión bizantina me
produce tal pereza que prefiero dejarlo.
- En fin.
Sobre gustos... ya se sabe. Yo prefiero otra cosa – expongo conciliador.
“Sí,
claro”, admite con cierto cansancio, “es la pega que tiene el invento ese del
Amigo Invisible”, acierta rutinario. Ni se lo imagina. Podría contarle cómo me he
visto obligado a torturar a varios miembros de mi familia hasta dar con el
culpable del regalo, que ha dejado de ser invisible y - tras varias tentativas
por mi parte de hacerle tragar el paragüero - ha dejado también de ser amigo
tras confesar finalmente el lugar donde lo adquirió. Podría contárselo, sí,
pero prefiero callar y acabar cuanto antes.
“¿Y tiene
el ticket?”, espeta el profesional del mostrador abriendo las puertas del
pánico. En mi frenesí vengador he logrado que el bastardo invisible confesara,
pero olvidé arrancarle la prueba escrita de su crimen. Ahora podría explicarle
al dependiente por qué es necesario que yo me deshaga de este espeluznante
objeto... y lo hago.
- Mire...
El fulano que me regaló este espanto juró que lo había comprado aquí. Si debo
pensar que, además de ustedes, hay otros desaprensivos capaces de comerciar con
este tipo de horrores, también debo pensar que muchos de mis conciudadanos
están lo bastante enfermos como para comprarlos. Y si eso es así, más valdría
que esta ciudad fuera borrada de la faz de la tierra por un cataclismo –
concluyo profético.
Lo ha
entendido. La falta de ticket deja de ser un impedimento y yo abandono el
establecimiento dos minutos después con un repugnante florero de cristal que
deposito en el primer contenedor de basura que encuentro, asegurándome de que
se rompa en su caída. Cristales rotos, música celestial para mis oídos. Y luego
dicen que es difícil hacerme regalos.
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TORTULIAS
“... y así
se deja a España sometida a los dictados de los caciquillos nacionalistas
catalanes, que acabarán con esta nación”, gimeniza Losantos desde su púlpito en
las ondas. Miro por la ventanilla del taxi esperando ver traficantes de
esclavos de Manresa llenando camiones a latigazos con familias enteras de españoles
encadenados. O al menos grupos de milicianos portando la senyera y fusilando
curas contra las tapias, aprovechando que aún no ha amanecido. Pero no. No diré
que la gente que anda por la calle sonría con la felicidad de los elegidos,
pero es que son las seis y media de la mañana y todos los que andamos por la
calle lo hacemos obligados por el trabajo. De haber podido elegir, aún
estaríamos en la cama.
“¡Tiene
toda la razón!”, exclama súbitamente el taxista, “Estamos como en el 36”,
rubrica los exabruptos del locutor con el suyo propio. No tiene pintas de haber
participado en una guerra civil que acabó hace casi setenta años. Yo, a pesar
de mi lamentable aspecto, creo recordar que tampoco estuve presente, así que
opto por esquivar su tentativa de ampliar la tertulia a nosotros dos y me
limito a emitir un gruñido sordo sin significado alguno, mientras maldigo las
jodidas maletas y la jodida lluvia que me han obligado a coger un taxi.
“¡Al final
se irá todo a tomar por el culo por los putos catalanes!”, brama tratando de
llamar mi atención en segunda convocatoria. Vuelvo a mirar por la ventanilla
esperando ver esta vez a grupos de paramilitares con barretina sodomizando a
toda la población y cobrando por ello, encima. Parece que no. Me pregunto si el
cristal de su ventanilla será de distinto color que el de la mía. En todo caso,
carece de importancia, aún nos queda un trecho hasta la estación y si no le
echo una galletita de conversación, este infierno podría, si cabe, empeorar.
- Buenooo –
consigo articular no sin esfuerzo. No es gran cosa, pero basta para un par de
minutos de tranquilidad sólo rota por la bronca radiofónica que llaman
tertulia.
“¡Maricón!...”,
aúlla de repente el maestro del volante dirigiéndose a un motorista que le
acaba de hacer una sucia jugada.
- Seguro
que es catalán – le susurro sin poder contenerme. Error. En momentos como este
es cuando soy consciente de que no debería haber abandonado mis estudios de
contorsionismo hasta haber conseguido meterme la lengua en el culo sin ayuda.
El tipo es impermeable al sarcasmo, así que se lo toma en serio y abre un
surtidor de improperios que no cerrará hasta que lleguemos a la estación para
coger el jodido tren que no puedo perder. Jodido tren, jodidas maletas, jodida
lluvia... Jodidas tertulias...
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PARIENTOLOGÍA
“Lo que no
entiendou es pourquei nos tenéis tanta foubia... ¿Se dise así?...”, se
interroga sorprendido el pariente, ahora no lo bastante lejano, de Matías.
“No es eso.
Odiamos las cosas que hace el gobierno de Bush, pero no tenemos nada en contra
de los norteamericanos en general. ¿No es así?”, me lanza un codazo suplicando
mi complicidad. Doy por hecho que existen norteamericanos distintos a los
tópicos que me sublevan, pero es obvio que este tipo no es uno de ellos, así
que lo llevo muy mal.
- Es verdad
– afirmo acodado en la barra – A mí hay algunos que incluso me cae muy bien...
Charles Manson, por ejemplo...
La mención
de un asesino psicópata hace que la conversación en que trataban de implicarme
rebote en mí y vuelva al terreno donde estaba, no sin algunas consecuencias.
Matías pagaría gustoso por matarme, su primosegundoporpartedemadre yanki
cobraría por hacerlo y el camarero – que no perdona un coloquio ajeno aunque
parezca distraído – me invita a otra copa.
“No le
hagas caso”, trata de arreglar los destrozos mi buen amigo, “Está resentido
porque aquí no se juega al baloncesto tan bien como allí”
Eso es
cierto. Verme obligado reconocer como fundadores y amos casi absolutos de un
deporte exquisito a un colectivo de energúmenos que, alegando siempre defensa
propia, lleva aniquilando tribus, culturas y voluntades populares desde que
cayó el último mohicano, me dispara los niveles de rencor por encima incluso de
los de colesterol. En dos palabras: me jode. Pero me revienta aún más que
Matías recurra a mí para ayudarle a pasear al espécimen gringo de su familia.
Si quiere conocer la ciudad, que la bombardee y ya está.
“Bueno,
¿vamos a otro sitio?”, sugiere un tenso Matías. Pese a su gesto, parece que ha
conseguido recomponer razonablemente la situación rebajando la hostilidad
latente a unos niveles aceptables. Así y todo, yo no lo tengo ni medio claro.
Si quiero que esta situación no estalle y lograr mi objetivo primordial
(tomarme una copa tranquilo, a qué engañarnos) necesito cambiar de táctica. Y
rápido. Por fortuna, un pequeño cartel en la calle me ilumina y los arrastro,
sin darles tiempo para estériles polémicas, a un terreno favorable para mí: un
bolo de rock rabioso en un bareto. Quince minutos después todos hemos encontrado
nuestro lugar en el mundo: yo puedo tomarme unacopa sin estar pendiente de
conversaciones que no me interesan, Matías trata inútilmente de convencer a un
punki de las virtudes del jazz, el gringo salta y vocifera entusiasmado con los
guitarrazos de un grupo que le está poniendo a parir en euskera. Supongo que
por eso se dice que la música es un idioma universal, porque si te lo dicen
cantando no parece un insulto.
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EMBUSCADAS
- Le repito
que en mi trabajo no existen riesgos –explico por enésima vez al vendepólizas
que me está haciendo víctima de esta encerrona en el autobús.
“Eso es
mucho decir, amigo mío”, prosigue bien adiestrado e inasequible al desaliento,
“La fatalidad nos puede encontrar en cualquier parte. Hoy es la gripe aviar...
ayer fueron las vacas locas...”, observa animando la conversación.
- En eso le
doy la razón – le interrumpo antes de que sus fúnebres argumentos me coman
definitivamente la moral – Un amigo mío tuvo un terrible problema con lo de las
vacas locas – finjo evocar en tono siniestro.
“¿Lo ve?” –
gruñe excitado husmeando la cercanía de la presa.
- Sí... Una
vaca loca lo estuvo persiguiendo durante meses – explico en tono confidencial –
Finalmente resultó ser un toro al que le gustaba vestirse de vaca, aunque mi
amigo no la abandonó por eso. La dejó porque sólo le quería por el sexo. No
había amor – concluyo. Los segundos de silencio que coronan el final de mi
terrible historia me hacen pensar que, tal vez, el vendedor de seguros con el
que estoy condenado a compartir este asiento sin salida haya recibido el sutil
mensaje y opte por el silencio como forma de comunicación hasta el final del
trayecto.
“Eso me
recuerda mucho a una cosa que le pasó a mi hermano con su perra”, replica
aniquilando toda esperanza, “desde entonces tiene una póliza aparte para su
pene”. Además del arsenal habitual de todo mercader de pólizas, este crack
cuenta incluso con parientes dementes que le permiten mantener un asedio
prolongado. Algo que condice con mi vieja teoría de que los agentes de seguros son un arma
experimental desechada no por carecer de efectividad, que la tiene, sino por
ser demasiado lenta y poco cruenta para la visión industrial de productividad
en masa que los ejércitos tienen de la guerra.
“Usted me
ha dicho que era autónomo ¿verdad?... Yo creo que le convendría...”, acomete de
nuevo sin dar signos de cansancio, como era de esperar.
- Verás –
le interrumpo apeándole súbitamente del tratamiento. Cosa de ponérmelo más
cerca para mi último intento de acabar con esto – Hay algo en lo que sí podría
estar realmente interesado... ¿Tienes algún tipo de póliza que cubra la muerte
por homicidio? – susurro inquietante.
“Hombre...
No es lo habitual... y será caro, pero se lo puedo mirar... ¿Está usted seguro
de que alguien lo quiere matar?”
- No, si no
es para mí, es para ti. Y no te preocupes por el dinero... Yo te invito –
culmino clavando mis ojos en los suyos.
Esta vez sí
lo ha entendido. Ahora sólo tengo que esperar a que se le pasen los temblores y
puede que por fin tengamos un viaje tranquilo.
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VENGANZIACIÓN
Sobre la
mesa, con un gemido electrónico, el teléfono suplica que alguien descuelgue. El
director del banco me ha abandonado en su despacho para realizar discretamente
una consulta sobre el difícil crédito que acabo de solicitar. El gemido no cesa
y yo estoy inmerso en una crisis - mitad
ansiedad, mitad mala idea - que no presagia nada bueno.
- ¿Dígame?
– contesto cediendo a mis peores instintos
“Hola...
¿me pasas con Álvaro, por favor? – dice una voz femenina. Un rotulito con
nombre y apellidos - acompañados de la palabra “Director” - colocado en primera
línea de los objetos que cubren la mesa solventa mis posible dudas.
- No
está... ¿quién le llama? – respondo tratando de no parecer demasiado mecánico.
“Su
esposa”, contesta en un tono ligeramente más frío la mujer del otro lado del
cable.
- Ah... –
exclamo dejando flotar un silencio que genere incertidumbre mientras compruebo
a través de los cristales del despacho que los empleados del banco no se han
percatado de mi intromisión. No lo han hecho. Mover dinero para que, al final,
se lo lleven siempre los mismos parece ser una ocupación muy absorbente.
“¿Oiga?”,
dice la voz comenzando a morder mi anzuelo
- Sí,
perdone... – susurro – Es que Álvaro nunca me había dicho que estuviera casado
– suelto la bomba sin más explicaciones. No son necesarias, lo pilla a la
primera. Y la traca comienza con un “hijo-de-puta” dirigido a nuestro infiel
Álvaro, seguido de un “esto-ya-me-lo-olía-yo” matizado por un
“y-encima-con-otro-hombre”, todo ello culminado con un brillante
“quiero-el-divorcio” adornado con juramentos tipo
“le-voy-a-quitar-hasta-los-calvinklein”. Todo un recital de resentimiento
coronado por un lógico acceso de sollozos, momento que yo esperaba para meter
baza.
“Nos ha
engañado a los dos”, comienzo afectado y conciliador un discurso que, poco a
poco, convierte a una mujer desconocida y despechada en una mujer desconocida y
despechada con un amigo gay que es ya ex amante de su ya ex marido y al que
ambos van a hundir juntos en el fango. “Las va a pagar todas juntas, querida.
Lo juro”. Anoto su teléfono, concierto una cita y cierro la conspiración antes
de colgar el teléfono. Justo en el momento en que un Álvaro ignorante de su
destino regresa a sus dominios.
“Lo siento,
pero he consultado con mis jefes y no podemos concederte el crédito”, se excusa
falso como el Judas en que lo he convertido. Y yo, la verdad, me he metido
tanto en mi papel que apenas le escucho.
- Eres un
canalla – escupo mientras le pego una bofetada que lo sienta en su silla de
cuero, mudo de estupor – me llevo la nómina que nunca debimos tener juntos...
¡Y no me sigas! Ya tendrás noticias de nuestros abogados – pluralizo pensando
en mi cómplice recién adquirida. Lo cierto es que el infeliz no tiene pinta de
haber engañado nunca a nadie fuera del trabajo, pero la posibilidad de poder
vivir como codivorciada de un bancario me pone a cien.
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DESIERTIDUMBRE
Algunos
consideran el hecho de quedarse en casa durante las vacaciones como la mayor
demostración posible de pereza y comodidad. Sin embargo, lo que mayoría de
correplayas y contemplavacas que sostienen esa teoría ignoran es que permanecer
en una ciudad desierta durante un periodo festivo conlleva también ciertas
tribulaciones y peligros. Como la de morir por una dosis mortal de
aburrimiento, sin ir más lejos.
Viernes
Santo, mediodía. Matías y yo salimos de mi casa con el atractivo propósito de
tomar un largo y relajado vermú. Tras un primer vistazo por el barrio
constatamos un panorama desolador de persianas cerradas y cartelitos de
“Cerrado por vacaciones”. Sólo una triste panadería ofrece sus servicios a los
desamparados, y ahí el único alcohol existente es el de los bombones de licor,
un sistema demasiado largo, caro e indigesto de celebrar un ritual alcohólico.
“Al menos compraremos la prensa”, nos decimos tratando de consolarnos. No hay
prensa, como el día de Navidad. Así pues, los respectivos aniversarios del
nacimiento y la muerte de Cristo, dos de las noticias más importantes de la
Historia, se conmemoran no publicando ni
un cochino periódico. Y aún hay quien sigue sin apreciar contradicciones en la
civilización occidental.
Tenemos que
hacer algo. Decidido a no ahorrar esfuerzos para conseguir nuestro objetivo,
envío a Matías a explorar los confines del barrio, dándole incluso licencia
para internarse en el centro de la ciudad.
- Ve, hijo
– le espeto majestuoso indicándole el camino – Nuestro vermú depende de ti.
Mientras
Matías parte con paso firme, orgulloso de la misión encomendada, yo me siento
en un banco cercano a recordar maldiciones en distintos idiomas y a tirar
colillas encendidas a las palomas. Un paquete de rubio y ninguna diana después
veo regresar a un exhausto Matías que ha despreciado las evidentes ventajas del
teléfono móvil para regresar en persona a presentar su informe. Prefiero no
hacer sangre con su falta de luces, así que me incorporo en silencio para
recibir su informe.
- ¿Y bien?
– inquiero ansioso
“Nada hasta
el centro. Allí sí, la mitad de los bares están abiertos, aunque hay mucha
gente armada con niños y cochecitos”, expone nervioso.
- Habrá que
luchar – afirmo tras unos segundos de reflexión – es nuestra única opción.
La
perspectiva es dura: quince minutos de paseo hasta el ombligo de la urbe sin
posibilidad de parar a tomar nada en ningún sitio. Y después la lucha sin
cuartel por un trozo de barra entre mocosos gritones y papás con bandejas de
fritos. Pero no hay premio sin sacrificio.
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¡HIRPFS!
“A ver...
Según estos datos, considerando sus retenciones del pasado ejercicio, le sale a
devolver”, espeta mecánicamente tras un desdeñoso vistazo a mi carné y un solo
de teclado que no ha recibido el más mínimo aplauso por mi parte. Que se joda.
-
Correcto... – respondo con toda la frialdad que soy capaz de acumular. Sin
embargo, me asusta que cualquier cagatintas pueda acceder a toda esa
información, tanto sobre mi recurrente estreñimiento como sobre mis actuales
ganas de vomitar. Me pregunto si éste, en concreto, habrá detectado que, para
ser el primero en la cola de ciudadanos ejemplares que cumplen con sus
obligaciones, me he pasado toda la noche de bares con un solo momento de
descanso para recoger el sobre con los papelotes en casa. Lamentablemente, esta
incertidumbre sólo consigue descentrarme aún más. Me mareo.
“¿Me da los
papeles, por favor?”, requieren los dos funcionarios idénticos que ahora veo
frente a mí. Desconcertado, alargo mis dos manos derechas con los dos sobres de
papeles y los deposito en las dos mesas que nos separan. Empiezo a pensar que
venir a presentar la declaración de la renta tras una noche de empalmada y
estando aún como una cuba no ha sido una buena idea. No obstante, si esta
oficina dejara de dar vueltas y los dos empleados mellizos y semitransparentes
que me atienden se fundieran de una vez en un solo funcionario de apariencia
sólida, tal vez conseguiría salir airoso de este calvario fiscal. Debo
intentarlo, así que concentro toda mi atención en uno de los dos tipos que
abren los sobres. Y poco a poco lo consigo, aunque en lugar de unificarlos los disocio,
de manera que mientras uno extrae los papeles, el otro se pinta las uñas de
azul, se viste de mujer fatal y se larga con su jefe de departamento para vivir
una historia de amor salvaje y desgarrador, con perdón, en Copacabana. El
esfuerzo me pasa factura y son mis propios ronquidos los que me despiertan
justo a tiempo de escuchar al funcionario que se ha perdido la pasión tropical.
“Disculpe...”,
dice dubitativo, “Creo que se ha confundido de papeles”
- Imposible
– respondo rebosante del valor que me han proporcionado las últimas copas.
“Entonces,
¿debo considerar que donde dice ‘su tibio flujo inunda mi boca’ se refiere a
algún tipo de ingreso extraordinario?”,
inquiere con no poco cinismo.
Mierda.
Mierda, mierda y mierda. El gen cenizo con que me obsequiaron mis padres ha
vuelto a atacar. Está claro que me he confundido de sobre y son mis obras
destinadas a un certamen de Poesía Pornográfica lo que tiene en sus manos. En
sus cuatro manos, porque ahora vuelven a ser dos funcionarios iguales los que me
miran con dos caras de dos veces pocos amigos mientras la oficina vuelve a
girar en todos los sentidos a la vez. Me pregunto si les molestará mucho que
vomite en sus papeleras.
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MALENTENDINITIS
“Creo que
la tengo en el bote. ¿Me sigue mirando? ¿Eh?”, boquea un muy excitado Matías.
Mi querida
alimaña se refiere a la chica que se sienta un par de mesas a nuestra derecha
en la terraza y a la que ha dirigido todo el repertorio de miradas y gestos
idiotas aconsejados en una de esas revistas idiotas llenas de contenidos
idiotas para lectores... como él. Procuro mirar disimuladamente, esfuerzo que
se revela innecesario ya que mi presencia pasa completamente inadvertida para
ella. En efecto, su mirada está indiscutiblemente clavada en mi amigo, aunque
hay algo contradictorio en ella. Su aspecto es de mujer razonable y pacífica,
pero el brillo de sus ojos parece indicar que podría aprender a montar y
desmontar un rifle de precisión a ciegas en cinco minutos. Eso, añadido a una
forma de apretar el vaso que la puede llevar a urgencias a sumar una cantidad
absurda de puntos que preferiría tener en la Travel, me obliga a pensar que
Matías está malinterpretando las señales.
“¿Qué? ¿A
que no me quita ojo?”, se entusiasma mi pequeño primate parlante.
En eso no
le falta razón aunque, creo, en un sentido diametralmente opuesto a su versión.
Cierto que yo renuncié ya hace años a comprender el código femenino de
comunicación y dediqué mi humilde talento para los idiomas a algo más sencillo,
como el etrusco (que tiene la ventaja de no contar con hablantes vivos que te
hagan sentirte profundamente humillado
cuando malentiendes un mensaje), pero juraría que lo que transmite la chica
invita a cualquier cosa menos al optimismo. Cierro los ojos y respiro
profundamente antes de dar respuesta a los requerimientos de mi obnubilado
colega. Error. La impaciencia ante una respuesta que no llegaba le ha hecho
regresar al estado Cromagnon –un trayecto breve en su caso – y se ha lanzado a
un acercamiento tan decidido como temerario hacia la hembra de sus sueños. La
tragedia se avecina. La chica mira al ser vagamente humano que se apoya en su
mesa con una peligrosa mezcla de estupor y odio mientras se dispone a saltar.
Con una agilidad que ya no creía tener, me lanzo sobre Matías justo a tiempo de
evitar que el vaso le alcance la cara. No así la bofetada que ella ha lanzado
simultáneamente en un prodigioso alarde de recursos.
- Disculpe
– improviso atropellado mientras trato de llevarme a mi lamentable colega –
Tengo que devolverlo al zoo antes de que los críos le peguen fuego a todo. Se
cabrean mucho cuando no está en su jaula... Es su favorito.
Mientras me
pregunto qué hacer con mi perplejo paquete, caigo en la cuenta de que lo del
zoo no es una mala opción. Allí tal vez consiga que se interese por el estudio
del lenguaje corporal de las tortugas y podamos pasar la tarde sin más líos.
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PUERTULIAS
- Perdón...
Un momentito, por favor... Perdóoon... Graciaaas... – agoto hipócritamente mis
escasas fórmulas de cortesía mientras atravieso el grupo de personas que ha
decidido ponerse a conversar justamente en la puerta del bar. Una vez dentro,
trato de razonar. El bar no es mi sueño como cuarto de estar, pero tampoco
resulta hostil. Incluso podría considerarse acogedor, siendo generoso. Por otra
parte, el tiempo fuera es más bien primaveral y el mundo es algo más grande que
el umbral de este garito, así que ¿por qué coño han elegido justamente la
puerta para organizar una tertulia?
“Buenas
tardes... ¿Qué va a tomar?”, interrumpe mis pensamientos el camarero.
- Un whisky
con hielo... Oye, perdona... ¿Habéis puesto algo especial en la puerta para que
la gente se sienta especialmente cómoda charlando?
Me mira
como si de pronto hubiera descubierto que tengo seis ojos pero no quisiera
manifestar su sorpresa. A continuación dirige una breve mirada al grupo de la
puerta.
“¿En vaso
ancho o de tubo?”, dice finalmente como buen profesional que sólo se ocupa de
sus asuntos. Está claro que no puedo esperar complicidad por su parte, aunque
juraría que el asunto no le deja tan indiferente como quiere aparentar. En todo
caso, opto por dedicar nuevamente mi atención a los individuos que bloquean
inconscientemente la puerta, esta vez con un enfoque antropológico. Supongo que
al primer hombre que juntó cuatro paredes para construir una casa, le pareció
una buena idea dejar una abertura en una de ellas para poder entrar y salir
tranquilamente sin necesidad de derribar un muro cada vez. Pero así es la
evolución, millones de años después, los más desarrollados descendientes de
aquel primate disidente han descubierto que las puertas sirven realmente para
conversar, mientras se estorba el paso de los especímenes más retrasados que
aún creen que sirven para entrar y salir libremente. Como para corroborar mi
hipótesis, un grupo que salía del bar y otro que se disponía a entrar en él
(ambos a todas luces conocidos del primer grupo de bloqueadores) se han unido
al foro, con lo que ya es toda una pequeña multitud en amigable charla la que
impide el acceso al local. Todo un placer intelectual para ellos y un auténtico
martirio para un ejemplar menos evolucionado con evidentes urgencias urinarias
que se retuerce en la calle mientras cree, infeliz, poder utilizar la puerta
para sus fines primigenios y llegar hasta el water.
“No va a
llegar”, verbaliza fatalista mis pensamientos el camarero mirando, como yo, al
hombre de la vejiga sufriente.
- No –
admito levemente sorprendido por el súbito interés del camarero. Y es una pena,
porque estaría bien que los eslabones perdidos ganáramos de vez en cuando.
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ESCAMATORIAS
“¿Pero el
Papa no se fue ayer?”, pregunta un Matías agobiado tanto por el calor que cae
sobre Valencia como por la multitud de activistas católicos que aún pululan por
el Museo Oceanográfico.
- Sí, pero
se quedó la Mama con todos los churumbeles – entono con mi mejor acento tano,
gesto que mi amigo agradece con un amago de lipotimia que, finalmente, queda en
nada. Superado el sobresalto, decido que es la última vez que acepto un soborno
de su madre. Viaje, hotel y gastos más doscientos euros de propina no compensan
la pesadilla de pastorear a un marmolillo cuarentón empeñado en ver una pecera
gigante. Y menos si eso coincide con una temperatura infernal, paradójicamente
incrementada por miles de sonrientes Papadictos inmunes al calor y para los
cuales la multiplicación de los peces es más una cuestión de fe que de esperma.
“¡Vamos
allí, vamos allí!”, reclama excitado mi pequeño rodaballo. ‘Allí’, según
descubro tras apaciguar su dedo tembloroso a base de collejas y amenazas de
muerte, es un pabellón entre cuyos contenidos figura el Mar Rojo. Considerando
que casi toda la oferta de este lugar consiste en observar la vida íntima de
los peces a través de un cristal (como Gran Hermano, pero sin expulsiones y con
concursantes más inteligentes) me resigno a sus deseos, resignación que dura
hasta que oteo la puerta del recinto, también plagada de papistas militantes.
Era de esperar. El Mar Rojo es un reclamo bíblico demasiado atrayente como para
que esta tropa lo resista. Si supiera que con un golpe de cayado abriría sus
aguas para después tragárselos a todos, entraría. Incluso puede que volviera a
abrazar la verdadera fe. Pero no. Me niego. Mi negativa, sin embargo, es mal
recibida por Matías, quien se arranca con un pataleo impropio de su edad,
acallado con un refresco tan gigantesco como peligrosamente frío, más la oferta
de ir ya mismo a ver el espectáculo de los delfines. Poco después, ya sentados
en el graderío, compruebo satisfecho que el espectáculo aún merece la pena.
Pese al tiempo que lo llevan viendo, los delfines todavía se ríen al vernos
aplaudir y exclamar “¡Ooooh!” tras realizar unos saltos que a ellos no les
suponen ningún esfuerzo. Y mantienen intacta su capacidad para adiestrar a sus
acompañantes humanos, a los que han conseguido enseñar, no sin lucha, a sacar
el pescado en el momento justo. De pronto, la mano de Matías presiona
fuertemente mi antebrazo. Su cara es de un blanco azulado que va muy bien con
las bermudas que le compró su madre. Como yo había previsto, su precipitada
ingesta del refresco le ha provocado un síncope, lo que me obliga a llamar
inmediatamente a una ambulancia y escapar de este infierno como a mí me gusta:
deprisa y haciendo ruido.
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