ABANDONOS
"No
puedo soportarlo. Voy a saltar", solloza.
- ¡Espera!
- le ordeno mientras me deslizo hacia el alero en el que está sentado - Antes
de tirarte cuéntame por qué quieres morir.
Son los
inconvenientes de ser bombero. Uno siempre piensa que estas cosas sólo pasan en
las pelis de Mel Gibson, hasta que un imbécil decide montar el número a las
cuatro de la mañana en el tejado de un edificio de veinte plantas. Y yo de
turno.
"¿Cómo
ha podido hacerme esto? ¡Después de seis años de entrega!", berrea.
- Habrá
alguna explicación, supongo, pero me la contarás dentro de unos instantes.
Ahora, vamos a publicidad - susurro entre Gabilondo y Del Olmo.
El truco
radiofónico surte efecto. El tipo baja la guardia, tararea un par de anuncios
de cigarrillos, otro de seguros y me cuenta su breve historia. Nada nuevo: el
amor de un verano que se convierte en la pasión de seis veranos que hacen
pensar en la felicidad eterna... y al final uno de los dos abandona. Lo de
siempre.
"Todo
lo dejé. Todo. Incluso abandoné a mi mujer y a mis hijos", concluye
desesperado.
- Tranquilo
chaval - respondo paternal - eso no tiene mérito.
"Pero
usted no sabe lo que era aquello", prosigue con la mirada perdida
ignorando mi reconfortante observación, "Aquellas tardes de verano en
París... el tercero... el cuarto... el quinto... y el sexto seguido no pudo
ser, pero aún podíamos haberlo intentado el año que viene..."
- Fantasma
- mascullo. Pero él sigue ausente.
"Y
ahora va y me deja por su mujer y su hijo. Mi Miguel, mi adorado Induráin cuelga
la bicicleta para dedicarse a su familia ¿Cree usted que hay derecho?".
Tardo unos
segundos en reaccionar. En la acera, veinte pisos más abajo, los periodistas no
han hecho aún acto de presencia, y mis compañeros no han tenido tiempo de
instalar lonas ni colchones salvavidas. Me pregunto si alguien podría percibir,
desde esa distancia y de noche, el pequeño empujoncito que estoy a punto de
darle a mi acompañante del alero. No sé qué hacer. En fin, pase lo que pase,
siempre nos quedará París.
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CASTINGS
"¿Qué
sabe usted hacer?", pregunta aburrido desde el lado poderoso de la mesa.
- ¿Con qué
parte del cuerpo? - respondo insolente.
Veo por su
gesto que la chulería de mi respuesta le resulta interesante. Normal: horas y
horas aguantando julais chistosos, gimnastas con ínfulas de bailarín macarra y
marujas con caniches que traen el periódico y saben sumar, respectivamente.
Debe de ser muy duro.
"Muy
buena respuesta", dice al fin, fijando en mi pupila su pupila azul billete
de diez mil.
- He tenido
cuatro horas para pensarla - escupo. Sí, lo suyo es duro, pero yo me he chupado
toda una mañana de pasillo y tampoco estoy para muchas coñas. A fin de cuentas,
no es culpa mía si las teles andan tan escasas de talentos que tienen que
buscarlos a la desesperada, como quien busca oro en un desagüe.
"Tienes
madera de estrella, muchacho" - exclama satisfecho cortando mi vena lírica - "¿Has trabajado alguna vez para
la televisión?"
- Sí, un
par de veces. Pero el fiscal no pudo probarlo y me soltaron - replico falaz.
Es una
buena salida. El tipo pone cara de monedero falso. "Yo me forro, tú te
jodes, él se forra", parece conjugar para su coleto.
"Chico...
Te ofrezco una oportunidad", sisea viperino, "un contrato de seis
meses a prueba. Te pagamos las dietas y, si al cabo de los seis meses no estás
satisfecho, nos devuelves el dinero y tan amigos. Créeme, chaval: te voy a
convertir en el nuevo Emilio Aragón".
Lo tiene
tan claro que incluso se permite amenazarme. Por fortuna, he venido preparado y
saco mi as de la manga.
- Vale.
Pero antes me firmas como recibido este aviso de embargo de tu Audi - digo
alargándole la notificación - más que nada porque después de perder la mañana
aquí no me gustaría hacer un mal papel ante el juez.
Casi puedo
oír las risas enlatadas mientras arranca la sintonía y mi nombre encabeza los
créditos y Nieves Herrero se arroja en mis brazos y yo me aparto y beso en la
boca a Juan Tamariz... ¡Chan tatá chaaaaaan! ¡Qué hermoso gag!
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CONSULTA
"Bueno...
según los análisis y las placas tiene usted algo extraño en la matriz",
susurra cauto sin levantar la vista de los papeles.
- ¡Pues
claro! - exclamo con alegría - ¡Eso explica por qué tengo irritado el escroto!.
Me mira
perplejo. Una rápida ojeada al informe que tiene en sus manos y otro vistazo a
mi barba de tres días le ratifican en su error. Intento rebajar su nerviosismo
lanzándole una sonrisa conciliadora, pero él la esquiva con un hábil ataque de
tos.
"Ejem
... Creo que ha habido un error", consigue articular entre carraspeos.
- Sí..
podría ser. Porque la verdad es que yo he venido aquí por una inflamación en el
testículo izquierdo - respondo con impaciencia.
"¿¡Testículo!?",
se escandaliza.
- Sí, ya
sabe. Esas cositas ovoides que vienen en bolsas con la etiqueta de Ocean o
Abanderado. Vienen dos en cada una y traen un colgante de regalo - le explico
insultante. Lo cierto es que empiezo a estar de mal humor. No serán gran cosa,
pero llevan tanto tiempo conmigo que les he cogido cariño. Además, es posible
que algún día vuelva a necesitar de sus servicios.
"Es
que... verá...", balbucea tras superar el shock, "yo estoy haciendo
una sustitución. En realidad soy pediatra".
- ¡Pues
haber estudiado más. Así podría ocuparse también de las tallas de adultos! -
voceo abandonando toda lógica - ¡Y tenga la delicadeza de no contarme sus
penas! Al fin y al cabo es a mí a quien le duele un huevo - remato con firmeza
y exquisita educación.
Abrumado
por mis argumentos, el médico opta por analizar detenidamente mi problema. Al
cabo de cinco minutos abandono la consulta con una receta de aspirina infantil,
un Chupachups, dos entradas para el circo y la absoluta certeza de haber hecho
el primo en algún momento de la visita.
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ESTACIONES
"Trenspreso
cedentecoruña, constinor celona, vacersentrada vía uno. Petimos: tren",
aclara metálica la androide de megafonía.
Suena como
si un científico torpe hubiera derramado esperma de cajero automático en un
óvulo de Ana Obregón. A esto nos ha llevado enredar con el ADN: dilemas éticos
y fracasos estéticos. Pienso en Matías y su sabia opinión sobre el asunto
"La
manipulación genética debería ceñirse únicamente al acto concreto de tocarse
los huevos. Y eso como acto sólo permitido a aquéllos que estamos especialmente
dotados para ejecutarlo sin fallos", suele decir cuando detiene el vídeo
para rodar aristocráticamente del sofá al baño. Un especialista, Matías.
"Perdone,
joven ¿ Sabe si éste es el tren de Barcelona?", chirría una monja a mi
izquierda.
- Barkatu moi, baina I'm not from hemen and alors je
don't capisca rienthing - respondo amable en pleno síndrome Pentecostés.
Me mira
sorprendida hasta que, en un loable ejercicio de misericordia, decide preguntar
a otra persona.
"Gracias",
murmura confundida mientras se aleja.
- No las
merece, hermana - patino.
Sus
gruñidos y sus pasos cortos y rápidos me recuerdan mucho a otras religiosas. No
me extraña que las relaciones entre Ciencia e Iglesia hayan sido siempre
tensas: orgullosa la una de haber clonado una oveja y un mico; ejemplarmente
modesta y silenciosa la otra tras siglos de clonar monjitas con éxito. Es la
eterna lucha de la humildad contra la soberbia, la templanza contra la lujuria,
el mechero contra el viento...
"Las
manos contra la paré", ordena con rudeza el picoleto.
Mientras me
cachean para no encontrar nada, veo una monja rencorosa y sonriente que se
aleja en el tren "constinor celona". Le mentaría a la madre, pero
esto de las fotocopias genéticas le ha quitado la gracia.
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ADUANAS
"¿Tiene
usté algo que declarar?", pregunta el uniforme relleno de guardia.
- Sólo mi
amor por usted - respondo vacilón.
El tipo
podría hacer partida gratis en una de esas maquinitas de medir la tensión. Para
evitarle lo que podría ser un síncope definitivo, decido suavizar el clima de la
conversación.
- Es broma
- sonrío encantador mientras abre con violencia mi maleta.
Mis
palabras, no obstante, rebotan en el infinito vacío de su cráneo mientras hurga
entre mis pertenencias, amontonando mi ropa interior sobre el mostrador. Eso no
me preocuparía demasiado si no fuera porque de mis calzoncillos parecen haber
brotado puntillas y volantes sin fin y porque yo no uso sostenes. Al menos de
momento.
"¡Ajá!",
ruge satisfecho acercándose unas bragas rojas a la nariz. "¿¡Y
ésto!?".
Confusión
de equipajes. La maleta no es mía. Además: ser gay no es delito. Es un discurso
cierto, incontestable y fácil de hilvanar, pero lo absurdo de la situación me
ha sumido en un bloqueo cercano a la meningitis.
-
Sunerror... naconfusión - idiotizo.
Entre
tanto, él ha estampado las bragas contra el hocico de uno de esos chuchos
buscadrogas que pululan por los aeropuertos. Momentos de emoción. El perro cae
fulminado, el árbitro cuenta hasta diez y proclama vencedor por K.O. al guardia
que, arropado por la entusiasta ovación de sus compañeros, se dispone a
detenerme.
"¡Un
momento!", brama una voz cuando las esposas están a punto de cerrarse,
"¿quién ha sido el imbécil que ha abierto esta valija diplomática?".
- ¡Ha sido
éste, señor director! - chillo señalando a mi potencial carcelero. No es digno,
pero este reflejo acusica me ha sido muy útil para sobrevivir en mi empresa y
ya es más fuerte que yo.
Tras muchas
palmaditas en la espalda, muy pocas explicaciones y un cheque con demasiados
ceros, un taxi me conduce a casa. Sería un divertido recuerdo de mis vacaciones
si el osito de peluche que también me han regalado no hiciera tic-tac,
tic-tac...
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CAMERINOS
"Pues
yo los estuve viendo en un concierto en Londres y era otra cosa", asevera
petulante.
Lleva una
hora intentando que le deje entrar al camerino y el tipo ya no sabe qué
inventar. Me ha enseñado incluso una credencial falsa del MARCA alegando que el
batería es socio honorífico del Real Madrid. Tiene moral, el chaval.
- ¿Y por
qué no te quedaste allí, en Londres? - provoco.
"Porque
me tenía que ir a cubrir la gira mundial de los U2 para la revista Rolin
Stoun" - dice con suficiencia mientras me enseña el carné de un bingo.
- Ya. Claro
- suspiro aburrido, dejando que el silencio se haga cargo de la situación
durante unos instantes.
"Bueno,
¿me dejas pasar o qué?", rompe con impertinencia la tregua.
- No -
resumo - pero si me traes una cerveza te dejo acariciar la puerta cinco
segundos.
"Vetalaerda",
escupe por un colmillo.
En el
escenario, los graznidos del cantante hacen que el empeño de mi interlocutor me
resulte definitivamente incomprensible. Si supiera que es un majara con pipa,
como el que se cargó al Lennon, le dejaría pasar y me iría a dormir. Pero este
pelma parece inofensivo. Y a mí me pagan bien, qué coño.
"Pues
que te conste que cuando sepan que no me has dejao pasar te vas a buscar una
ruina", amenaza.
- Pues sólo
se me ocurre una forma de que no lo lleguen a saber nunca - respondo
conciliador mientras le dirijo una mirada asesina - pero te va a doler un
poquito.
Esta vez lo
ha entendido. No hay más que ver cómo ha traducido mis palabras en un soberbio
sprint que le ha llevado directamente a los servicios. Si no tuviera las manos
ocupadas atendiendo a otro pelma, le aplaudiría.
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BOTICAS
"¡Pero
éstos no son!", grazna la pedorra por cuarta vez.
"Son
los mismos. Lo único que ha cambiado es la caja", repite pacientemente la
farmacéutica.
- Perdona -
interrumpo discreto - ¿Podrías darme lo
mío antes de que esta señora entre en fase terminal?
Se abre un
paréntesis. Una fina lluvia moja la acera, los niños buscan refugio entre
risas, la tía borde agita sus supositorios laxantes bajo mis narices. Se cierra
el paréntesis.
"¡Oiga
usté!", ruge violenta, "Yo estaba primero. Además no me estoy
muriendo. Lo que pasa es que estoy estr..."
-
¡...traordinaria! - me apresuro a completar para adueñarme de la situación - ¡y
sólo espero que mi necia obcecación pueda alcanzar la generosa indulgencia de
vuestro elevado y noble espíritu! - remato arrodillándome y besando la
cremallera de su chándal. Es una barbaridad, pero estoy improvisando. Y además
funciona, qué tanto joder.
"Eeeeh...
ummmm...", balbucea confundida. "Es que lo que yo... de verdá... es
que ando mal para cagar", confiesa humilde pero etérea.
- Y ¿cuándo vióse tal? - me aturullo - Pues que
yo sería dichoso de verme por siempre preso de vuestras entrañas, ¿cómo me pedís que repudie la envidiable
condición de vuestras heces?
Hoy estoy
que me salgo. La estreñida tiene una mirada tan rendida como la que Desdémona
debió dedicar a Othello la primera vez que lo vio. O la última vez que lo vio.
Miro de reojo al mostrador. Mis condones no están ahí. La farmacéutica ha
desaparecido tras un armario y un ruido familiar, unas risitas ahogadas y un
orinal de patito desaparecido indican que no ha conseguido llegar al baño. Sólo
espero que regrese a tiempo de evitar un desenlace fatal.
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HUMO
"Vamos
a despegar. Por favor: abróchense los cinturones y apaguen esos jodidos pitillos.
Gracias"
Buen
comienzo de vacaciones. Una activista antitabaco como azafata para un vuelo de
ocho horas. A pesar de que no tengo ganas de fumar, decido encender un
cigarrito en cuanto sea políticamente correcto. Hay veces que la hostilidad es
más satisfactoria que la nicotina.
"Disculpe,
señor. No debería usted fumar", sisea amenazante.
- Disculpe,
señorita. Pero en mi billete pone claramente "fumadores" y, como
usted está obligada a saber, un billete de avión es un contrato entre dos
partes que yo no estoy dispuesto a incumplir. Me he comprometido a fumar, y
fumaré.
El primer
asalto es mío. La arpía de altos vuelos no había contado con mi prodigioso
juego de piernas y se siente desconcertada, no obstante lo cual el público
parece haberse puesto a su favor. Se palpa un cierto clima de linchamiento que
me anima a dar otra vuelta de tuerca: enciendo el segundo pitillo con la
colilla del anterior.
"Disculpa",
gruñe apeándome el tratamiento, "pero el humo de tus porquerías molesta a
los demás pasajeros"
No tengo
elección, debo actuar. Con un rápido movimiento atrapo a la azafata y,
sujetándola por el cuello, anuncio a gritos:
- ¡Esto es
un secuestro!. Tengo un paquete de rubio y un mechero. Si alguien se mueve,
fumaré cerca de esta mujer. Además he colocado dos farias con temporizador en
los conductos del aire acondicionado. Morirán todos de cáncer de pulmón en
cinco minutos.
El farol
funciona. El avión pone rumbo a Cuba, según mis precipitadas instrucciones,
mientras yo le pego un cabezazo en la nuca a la azafata a causa de un
inoportuno ataque de tos. Creo que voy a dejar de fumar.
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TURISMO
"¡Oh,
gut! Sangrrría, sí. Parrra tutti ¿sí? No café. Sangrrrría", brama
ilusionado el Helmut en medio de la entusiasta aprobación de sus colegas.
"Eso
es, colega. Os voy a dar una sangría que os vais a cagar", garantiza el
camata.
De eso
estoy seguro, sí. Y aunque no se vayan de baretas su hígado va a vivir una
experiencia inolvidable. Veo al camarero manipular cuidadosamente el tetra brik
del vino (es un explosivo muy inestable) y añadir toda una serie de
ingredientes que hacen que un trago de napalm parezca una mariconada. Es lo que
mola de esta isla: no hay que complicarse la vida con deportes de riesgo, un
simple descuido en la cafetería del hotel puede ser letal.
"Jelou
¿Duyuguonadrín samzin?", chapurrea el barman.
No tengo a
nadie detrás, de modo que es obvio que se dirige a mí. Me dejo llevar por el
día tonto que tengo y opto por jugar con la confusión.
- Eeeeh... yesss. Aidlaik eine cofi... eeeh...
cafffé, ¿sí? Mit eine... eeeh... ¿gout?
¿gouta?... mmmm...
eeeeh... of brandy ¿Sí?
He estado
convincente. El pollo miente en varios idiomas, afirmando que no me ha
entendido en ninguno de ellos, mientras me señala la sangría de los felices
alemanes como quien muestra un anticipo del paraíso.
"Sangría...
redguáin... verigud", intenta engatusarme el reptil.
- Te lo voy
a decir despacito para que me entiendas - respondo manteniendo mi sonrisa de
turista - ponme un carajillo de coñá ya mismo o te estampo el careto contra la
cafetera y te meto el chorro de vapor por el culo ¿Vale?
Un segundo.
El color rojo intenso que exige al menos un día entero de playa este fulano lo
ha conseguido en un segundo. Debería figurar en el Libro Guinness. O en el
libro de reclamaciones, al menos.
Mientras
disfruto de mi carajillo no puedo dejar de observar el trasiego de sangría de
los teutones. Espero que puedan llegar hasta la playa antes de reventar. Sería
una ordinariez que petaran en la cafetería.
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AROMAS
“¡Qué
barbaridá! ¡Qué asco de tiempo! No parece questemos en verano”, gruñe mientras
lucha con un paraguas plegable que le supera en habilidad.
- ¿A qué
piso va?- pregunto con un intento de esquivar la conversación habitual de los
ascensores.
“Al dieciocho”,
muge ásperamente el individuo.
A mí no me
engaña. El tipo finge ser un borde, pero yo sé que en el fondo sólo es un
antipático hijo de perra. Además, pobrecito, padece duchofobia y huele como mil
cuarteles. Aprieto el 18 y me preparo para una ascensión breve pero
desagradable.
A la altura
del quinto, sin embargo, el ascensor se detiene para recoger a otro simpático
fulano. Entra sin saludar, nos da amablemente la espalda y pulsa de nuevo el
botón 18. Sin duda su comportamiento se debe a un trauma infantil: se cayó en
la marmita cuando era pequeño y los efectos del pachuli son permanentes en él.
Los
efluvios combinados de ambos con letales. El pincho de tortilla que me había
servido de almuerzo duda entre seguir su camino hacia el estómago o dar media
vuelta y mostrarse ante el mundo en toda su plenitud: deforme, pero libre. Un
centenar de fulanos como éstos y el ejército yanki tendría que vender el gas
mostaza en las tiendas de chucherías.
Sus vapores
han comenzado a quebrar mi sistema nervioso. Tengo que defenderme de la única
forma posible. Mis intestinos trabajan enloquecidos preparando una respuesta
que, silenciosa y mortal como una serpiente, queda por fin suspendida en el
aire. Obviamente, nadie dice nada.
Ya en el
piso 18, abandonamos discretamente el ascensor. Una anciana que lo estaba
esperando cae fulminada a nuestros pies nada más abrirse la puerta. Deberíamos
ayudarla, pero si nos acercamos a ella sólo conseguiremos rematarla.
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SUSTITUCIONES
"Dame
un Frigopié, tío", ordena la lagartija con su voz de pito
- Se me han
terminado, chaval - contesto sonriente - pero si quieres te pego una patada en
la boca. Es parecido y además es gratis.
El mocoso
se aleja rumiando maldiciones infantiles. Yo tampoco me acabo de sentir a gusto.
Al fin y al cabo, el pequeño y sucio escorpión no tiene la culpa de que Matías
me haya encajado el cuidado de su barraca durante "un momentito" y ya
lleve hora y media en paradero desconocido.
"¿Tiene
Diez Minutos?", cloquea una maruja cuellicorta.
- Ahora no,
señora. Estoy muy ocupado elaborando mi venganza - respondo.
Emite un
gruñido sordo, hincha repetida y violentamente el chándal y mea al pie del
mostrador, desafiándome. Un brutal rugido y una foto de Steven Seagal sonriendo
le hacen huir hacia otros territorios de caza. Hora y tres cuartos y Matías no
aparece.
"¿Me
das el Private, el Penthouse y el Playboy Especial Tetas?", me dice con
fingido aplomo un lobo solitario.
- Son 2.600
pelas - digo alargándole las revistas con mirada perversa - De todos modos -
añado - te saldría más barato cascártela de memoria. Es más: si eres rápido,
por ese dinero yo mismo te echaría una mano.
El instinto
de supervivencia le hace salir corriendo en busca de una roca donde aullar
tristemente a la luna. Dos horas ya espantando clientes, y Matías sigue
missing. Siento que nuestra vieja amistad peligra.
"Holaaaa.
¿Tienesss la Ssssuperpop de losss sssuperpossstersss, porfa?", canturrea
la nena.
Ya está.
Toco techo. Mi respuesta es tan borde que la chica revolotea desconcertada
durante diez minutos antes de llamar a un guardia. La multa para Matías tiene
más ceros que las notas de Zipi y Zape. Yo, no obstante, me siento tan
descansado que ya no me importa: pierdo un amigo, pero la profunda y sincera
enemistad de los clientes me compensa con creces.
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ATASCOS
“La
circulación es fluida en todas las carreteras”, me cuenta con voz respetable el
fulano de la radio, “excepto en la Nacional 101 en su cruce con el cortejo
fúnebre de Lady Di, a la altura de Calcuta de Madreteresa, donde hay
retenciones”
Tenía que
llegar. La información satura los medios del mismo modo que los automóviles
saturan las carreteras. Una frase perfecta para epatar en un curso de verano,
pero las horas que llevo atrapado en el jodido atasco citado por el locutor me
han bloqueado hasta la vanidad.
“¡Chissst!
Perdona... ¿Podrías bajar un poco el volumen del chumba-chumba ése de los
huevos?”
El que
habla es el camionero que me precede en la fila. El bakaladero al que dirige su
petición parece no escuchar, pero un breve vistazo al aspecto de su
interlocutor lo persuade hasta la palidez y apaga el cassette. No me sorprende.
Yo tampoco sabía que existieran llaves inglesas tan grandes. Y menos aún que
pudieran balancearse con tanta soltura sin dislocarse el hombro.
“El tráfico
se mantiene estable con un volumen de negocio cercano al último consejo de
ministros en cotas superiores a ochocientos metros” se derrumba el
radiofondista.
No sé si lo
suyo es stress o le han untado peyote en el micrófono, pero me aburro. Abandono
el coche para estirar las piernas. Otros muchos han hecho lo mismo, así que me
veo, de pronto, rodeado de coches vacíos. Para asegurarme, decido tocar las
bocinas de varios de ellos. Una sinfonía de braguetas e insultos procedente de
la cuneta me tranquiliza. Me uno, en calidad de director, al coro de
improperios que reclaman sangre de gobernante. Me encanta. Ya que no puedo
hacer feliz a cada uno de ellos, al menos puedo hacer que todos se sientan
desgraciados.
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BODAS
“...aquí
reunidos para celebrar el enlace entre...”, burocratiza desde la tele monseñor
Carles.
- Una
cerveza y un pincho de tortilla, por favor- pido educadamente.
“¡Chsssst!”,
me ordenan al unísono el camarero, la cocinera y todos los clientes. Incluso me
gruñe un perro que aparentaba dormitar en un rincón.
Es el
cuarto bar en el que me ocurre lo mismo. Esta puñetera boda parece haber sumido
a toda la población en un estado contemplativo digno de mejor causa.
“...en la
salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza...”, prosigue monótono
el prelado.
Lo cierto
es que los contrayentes no parecen frecuentar - ni tener previsto hacerlo nunca
- sitios como la enfermedad o la pobreza, pero alguien tiene que ocuparse de
los formulismos.
- ¿Podría
tomarme una caña y un pincho? - insisto suavemente.
Esta vez ni
siquera me escuchan. Sólo la cocinera se ha dignado a mirarme brevemente, como
quien mira a una freidora sucia. No tengo más remedio que pasar a la acción.
El chucho
se huele mis intenciones, pero lo narcotizo antes de que tenga oportunidad de
ladrar con un carajillo injustamente abandonado por uno de los parroquianos.
Acto seguido, me deslizo discretamente entre los embobados espectadores hasta
alcanzar mi objetivo.
- ¡Una caña
y un pincho, o apago la tele! - amenazo apuntando al aparato con el mando a
distancia.
Confusión,
dudas, balbuceos... hasta que la cocinera, con buen criterio, carga mis
demandas en una bandeja. Abandono el bar caminando hacia atrás, una mano
sujetando el botín y la otra amenazando con apagar el televisor si alguien
intenta seguirme. Lo tiro todo en el primer contenedor que encuentro, incluída
la cerveza y el pincho. Es algo que me ocurre siempre con las bodas: me
emociono tanto que pierdo el apetito.
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GUGGENHEIM
“Encuentro
que no patentiza el vitalismo de sus obras de juventud”, dogmatiza al oído de
su joven acompañante.
“Grrruummpfff”,
ronca la nena con su cabecita apoyada en el hombro del entendido.
Puede que
el enterado éste tenga razón, pero las opiniones de los críticos me enervan
desde que sorprendí a uno de ellos alabando la “vanguardista conceptualización”
y el “notable atrevimiento estético” de un paragüero decorado con escenas de
cacería inglesa. Hay que decir que gracias a esa bobada el ordenanza de aquella
galería pudo colocarle el paragüero (nada menos que por veinte kilos) a la
esposa de un acaudalado empresario. La operación supuso una jubilación
anticipada y caribeña para el ordenanza, el cierre de la galería por fraude y
un sonado divorcio con intercambio de disparos y lindezas del tipo “estúpida” y
“palurdo”. Muy divertido.
Pero hoy,
de momento, la cosa está aburrida: aún no ha preguntado nadie por el precio de
los extintores. Además he llegado tarde, se han acabado los canapés y el champán
y todo el mundo está emparejado. Todos, excepto un tipo de pose melancólica y
bohemia que no me ha quitado el ojo desde que he llegado. Me temo lo peor.
“Hola”,
susurra a mi lado mientras trato de observar con interés uno de los lienzos,
“¿Lo captas?”
- ¿Te
refieres al cuadro o a tu tono de voz? - respondo con sequedad.
“Me refiero
al canapé que he estampado en el centro para protestar contra esta concepción
caduca del arte”, replica iluminado.
Es
necesaria la intervención de media docena de los presentes para impedirme
estrangular al fulano en cuestión. Mientras nos separan, la mayor parte del
público justifica mi indignación y alaba mi sensibilidad. Yo, modestamente,
considero que mi reacción no tiene ningún mérito: es intolerable desperdiciar
de esa manera el salmón ahumado, el pellizquito de caviar, la fina salsita rosa
y ese pan moreno con sus semillitas en la corteza... Tendrían que haberme
dejado que lo matara.
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