CONTEMPORÁNEO
El telón se
alza. El escenario está vacío y oscuro. El silencio es absoluto. Alguien
debería toser para que el espectáculo pudiera comenzar con normalidad.
"¡Tojó,
tojó!", se agrieta un espectador un segundo antes de que comience a sonar
una música caótica y distante, como de serrar acordeones a veinte metros de un
micrófono roto. Siguiendo el crescendo de tanta cacofonía, un foco dibuja
lentamente un círculo de luz cuyo clímax de intensidad coincide con el final
del estruendo de sierras y el súbito retorno del silencio...
"¡Tojó,
tojó!"
... y las
toses. Por un lateral aparece una estrambótica figura. Avanza hacia la luz
adelantando la pierna derecha y arrastrando después, muy despacio, la
izquierda. Tal vez se trate de un simple tirón. Gradualmente, una sirena
industrial se va haciendo oír. En su camino hacia el círculo luminoso, las
formas del personaje se van perfilando. Lleva un gran abrigo abrochado por
encima de su cabeza. Intuyo que trata de representar a alguien que
efectivamente carece de cabeza, pero sólo logro ver a un personaje que se ha
puesto el gabán de otro personaje mucho más alto y se lo ha abotonado mal. Ya
vuelve a pasarme, como cada vez que asisto a un evento de este tipo: pierdo la
concentración y me sumo en un desconcierto que conduce al aburrimiento y, para
peor, hace que me sienta profundamente palurdo. Con un esfuerzo que me causa
una tendinitis cerebral, me centro de nuevo en los movimientos de los
actuantes. El sonido de la sirena parece alejarse.
"¡Tojó,
tojó!", confirma el bronquítico.
El del
abrigo grande se ha instalado bajo el foco, inmóvil, con las manos como tapando
los ojos que no tiene porque están bajo el abrigo mal abrochado. Del fondo
surge una figura vestida con harapos que repta hacia el centro sobre un paisaje
sonoro de violines triturados que culmina con el estrépito de siete mil
doscientas trece latas de sardinillas en aceite vegetal saltando de una
estantería al grito de "¡kataclang!". O eso me parece a mí. Estoy
volviendo a perder el hilo.
"¡TOJÓ,
TOJÓ!", cruje aparatosamente Expectoman aprovechando el nuevo silencio.
"¿Hay
un médico en la sala?", suplica alguien a su lado.
Abandono
rápidamente mi butaca y me dirijo veloz hacia el enfermo. No soy médico. De
hecho, la única vez que me vi obligado a hacer la respiración boca a boca me
equivoqué de labios y el novio de la chica me rompió tres dientes. Pero no
puedo dejar pasar una ocasión así para largarme sin necesidad de esperar al
entreacto.
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MONTE
"¿El
último, por favor?", pregunta educada la señora.
- Pues,
ahora mismo, es el señor que se ha colocado detrás de usted mientras preguntaba
- respondo con sarcasmo mal disimulado.
En mitad
del monte, dos filas de unas cincuenta personas a cada lado de un estrecho
puentecito, esperando su turno para cruzarlo. Un poco más lejos, en una parte
más frondosa del bosque, una tremenda tangana entre varias decenas de
pirómanos, cada uno de los cuales asegura haber llegado el primero. No
obstante, y gracias al afán de algunas personas por superar sus minusvalías, el
asunto se solventa cuando un grupo de cazadores ciegos, guiados por perros
rencorosos, confunde a los incendiarios con una manada de jabalíes. Es
demasiado absurdo. Huir de la ciudad para venir a hacer cola en un campo
superpoblado ofende el sentido común que aún me queda. Doy la espalda al
puentecito y a la masacre y me incorporo a la larga caravana de los que
regresan, saludando a cada paso a los miembros de la larga caravana de los que
aún vienen, armados todos ellos con niños, perros y cassettes.
"Perdone
¿Este perro es suyo?", me pregunta uno de los críos de una cuadrilla
particularmente ruidosa.
-
Imposible. Yo siempre uso preservativo - contesto aleccionador.
Escupe un
desdeñoso "bah" y vuelve con su jauría, y con el perro, para
proseguir con su minucioso trabajo de demolición del silencio. Decido continuar
mi camino antes de que alguien me pregunte si los niños son míos. En un pequeño
claro, una excursión de jubilados, al no disponer de críos, perros ni
cassettes, se ha venido con la Tuna para poder molestar en igualdad de
condiciones.
"Clavelit...",
se interrumpe súbitamente el machacón estribillo, debido a que el fulano de la
pandereta ha aprovechado uno de sus vigorosos y absurdos saltos para despeñarse
limpiamente por un barranco sin fondo. Pero la paz no dura: con unos reflejos
portentosos se arrancan sevillanos con No te vayas todavía y siguen pasando el
parche con un tetra brik rajado de Don Simón que estaba tirado en el suelo. El
público, emocionado, responde con generosos donativos que tal vez les permitan
comprarse ropa normal de una vez. Yo, por mi parte, opto por bajar corriendo el
trecho que me queda y partir para no volver. Y el próximo domingo me iré a
disfrutar del silencio y la calma de un polígono industrial.
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ENCUESTAS
"¿Qué
opinión le merece la novia del príncipe?"
Cuando me
ha pedido "dos minutos para una encuesta" y se los he concedido
porque me ha caído simpática y porque tengo un rato tonto, no esperaba esta
emboscada. Debería largarme, pero un chasco así no puede quedar impune.
- ¿Qué
príncipe? - tonteo sorprendido
"Felipe"
- Ah, el
príncipe... ¿y dices que tiene novia? - persisto en mi pretendida ignorancia.
"Sí,
una modelo de ropa interior noruega que se llama Eva Sannum", relata
incrédula.
- ¿Y
anuncia ropa interior noruega? - cargo de nuevo. La cosa va bien: de momento
soy yo quien hace las preguntas y ella quien responde. Con un suspiro, decide
descender a mi nivel y contarme despacito todas las tonterías que ya estoy
harto de escuchar. Incluso me explica que mi respuesta estará en uno de los
trozos de los quesitos que salen luego en la prensa. Marca un
"nosabenocontesta" en su cuestionario y pasa a la siguiente pregunta,
aunque la simpatía y la seguridad que mostraba al principio se tambalean.
"¿Cree
que el príncipe debe casarse con quien quiera?", dispara
- ¿Con
quien quiera quién? - respondo
"El
príncipe"
- ¿Felipe?
"Sipe",
patina instalándose ya en el desconcierto. No sé cuánto le pagarán por cada
encuesta, pero el dinero de la mía se lo va a ganar a pulso, la criatura.
Simulo unos segundos de duda, más que nada por ofrecer falsas expectativas, y
lanzo la respuesta.
- Pues... A
mí me gustaría que hiciera como su hermana
"¿Que
se casara con quien quisiera?", inquiere esperanzada
- No. Que
se casara con un jugador de balonmano. Puestos a tener príncipes parece más
original tener un príncipe rosa que uno azul - remato sin contemplaciones. La
chica mira sus hojas, mira su bolígrafo y finalmente me mira a mí como
sopesando la posibilidad de hacerme tragar ambas cosas, pero desiste. Da media
vuelta y se marcha sin decir adiós. Me entristece saber que los resultados no
reflejarán el trozo del quesito correspondiente a indeseables rencorosos, como
yo, que odian que les pregunten bobadas. Como para fiarse de las encuestas.
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CLAVADAS
"Son
tresmilochocientas", espeta sonriente el camarero, con una sangre fría
impropia de la puñalada asesina que pretende asestarme.
- Perdona -
vacilo tratando de superar el susto - ¿Has dicho tresmilochocientas? ¿Por tomar
dos blancos tibios y chupar media docena de raquíticas almejas? ¡Como si
fuerais el único establecimiento! - inquiero escandalizado pero sin gritar...
todavía.
"Hombre...
Hay otros establecimientos, pero cobran bastante más y chupan varios clientes
de la misma almeja", responde impertérrito.
Minuto dos
de la conversación. Gol del camarero con una grosería perfecta que entra por la
escuadra del puticlub sin que yo pueda hacer nada por evitarlo. Sólo mi pareja
reacciona con un resuelto aunque frágil "¡ordinario!" incapaz de
hacer mella en el sólido cinismo del camata,
pero que me concede unos segundos para valorar mis opciones. Pagar: me
jode que me atraquen sin cumplir los requisitos mínimos de utilizar antifaz y
navaja. Reclamar: una diminuta pizarra avisa con claridad escasa pero
suficiente de los precios, así que mi reclamación sería tan inútil como un
descapotable en Siberia. Armarla: eso sí mola. Saco un billete de cinco mil
pelas cuyo aterrizaje en la mano del camarero aborto súbitamente.
-
Aaaeheegcs... - finjo una profunda arcada, abrazándome el vientre y volcándome
sobre la barra.
"¿Qué
te pasa?", pregunta asustada la que, espero, se convierta en mi
partenaire.
- ¡Las
almejas! ¡Ya te he dicho que sabían raro! - bramo guiñándole un ojo y, de paso,
creando una estupenda alarma entre el resto de los clientes. Ella entra en el
juego a la primera y comienza a simular unas entusiastas arcadas que superan a
las mías, ante lo cual el mangante de la barra se ve obligado a intervenir.
"¿Puedo
hacer algo por ustedes?", interroga falsamente solícito.
- Pues
mira, sí - susurro en su oído - puedes invitarnos a la ronda o seguimos con el
numerito. Y, ya puestos, te mando unos amigos que te lo monten todos los días,
así que vais a estar comiendo almejas hasta que Bush aprenda a sumar sin dedos.
He estado
convincente. Por ver su cara podría pagarse lo que me he ahorrado en las
almejas, o tal vez más. Creo que a partir de ahora sólo voy a entrar en sitios
caros.
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TEJADOS
"¡Apártensen!",
grita el madero. El último cristal aún intacto de las puertas de mi balcón
salta en pedazos atravesado por una teja. La teja, por su parte, se deja
arrastrar por leyes físicas que no comprende - pero obedece ciegamente – y dice
adiós marcando el parquet y dividiéndose en una cifra no cuantificable de
fragmentos, uno de los cuales hace estallar un florero, regalo de una antigua
novia, de cuyo valor sentimental (el del florero) sólo soy consciente al verlo
reventar.
- ¿Por qué
no te tiras de una vez? ¡Cabrón! - grito furioso corriendo hacia el balcón.
Un policía
nacional, otro municipal, dos bomberos, un concejal sustituto, un psicólogo
voluntario de la DYA y la portera - que no se hubiera perdido esto por nada del
mundo - me derriban sobre una alfombra que debería llevar dos semanas en la
tintorería. Este pronto de aseo doméstico, ciertamente peregrino, me hace girar
en mi caída al tiempo que levanto la cabeza. Así, finalmente, me encuentro
sentado en el suelo frente a una línea defensiva efectiva, pero confusa.
- ¿Por
dónde íbamos? - pregunto con una sonrisa nerviosa, tratando de reconducir la
situación a unos niveles razonables de cordialidad.
Es la hora
de las buenas palabras. El psicólogo habla de autocontrol, los polis sugieren
esposarme, el edil afirma que con los suyos esto cosas no pasarían, la portera
reclama la última mensualidad y los bomberos me piden prestada una escalera.
Con dos cojones.
- Sí... -
concedo - ...pero tengo en el tejado un suicida. Y en cinco minutos llegará un
tipo que quería comprarme el piso – lamento
“Pues
véndalo como un extra... como si fuera el enano del jardín”, sugiere la
Gesportera arrebatada por una revelación mercantil. Es una idea atractiva. Pero
agarrarla por el cuello lo es aún más. Salto sobre ella, pero tropiezo con la
alfombra y caigo por segunda vez. Mi caída, no obstante, me libera, ya que todo el equipo lanzado al bloqueo
termina cayendo sobre la portera (excepto el psicólogo, que está aliviando mis
estanterías del peso de las revistas porno). Pese al golpe, o acaso gracias a
él, reacciono antes que ellos. Salgo al balcón, trepo al tejado, trinco una
teja...
“Si no
viene Paulina Rubio, me tiraré”, lloriquea el pavo, mirándome.
La teja le
da en la frente. Compruebo sus constantes: pulso normal, respiración normal,
brecha normal. Tiro de móvil: quiero que me compren el piso por un precio que
triplique su valor, o me tiro; quiero un helicóptero que me lleve a Marbella o
lo tiro a él; y, ya puestos, yo también quiero pasar una noche con Paulina
Rubio, así que o viene pronto, o nos tiramos los dos. Habrá que sacar algo de
un día tan raro.
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IDIOMA
"...encuesta
realizada con niños que oscilan entre los seis y los ocho años",
radiofoniza una locutora.
Me
tranquiliza saber que esos críos dejarán de oscilar al cumplir los ocho años,
así podrán sentirse normales e integrados y dejar de moverse como agujas de
sismógrafo. Lo que me inquieta es el ofensivo mal uso del lenguaje por parte de
la profesional de las ondas. Si tuviera el número de teléfono de sus padres,
haría una llamada para decirles que, visto el resultado de mandar a la chica a
la universidad, lo mismo les hubiera dado meter el dinero en Gescartera. Como
si leyera mi pensamiento, el taxista cambia de emisora, aunque probablemente
sea una simple casualidad. De los altavoces sale la voz de El Fary
"apatrullando la ciudá". Desdoblo mi periódico, doy órdenes a mis
orejas para que no me cuenten nada durante unos minutos y echo un vistazo a los
titulares. "Muerto por recibir una puñalada en El Ejido". Me asaltan
las dudas: ¿en qué parte del cuerpo está el ejido?... ¿o se trata de una ciudad
y la puñalada ha sido mortal por el hecho de estar allí?... ¿firmó un recibo
por la puñalada o ésta iba sin certificar? No es que sea un insobornable
purista del idioma, pero me recuerda al órgano sexual: es para toda la vida,
las relaciones más interesantes te llegan a través de él y si no lo cuidas un
poquito acaba convertido en un trasto inútil.
Pliego el
periódico y despliego las orejas. El taxista mantiene un inquietante silencio.
Insólito diría, ya que - como todo el mundo sabe - un taxista puede aguantar
semanas sin detener el taxímetro, pero cinco minutos sin conversación pueden
resultarle mortales. En cualquier caso, El Fary ha desaparecido y su lugar lo
ocupa un locutor armado con un concurso tipo crucigrama
“...díganos,
por cincuenta mil pesetas, una provincia española que empiece por hache y acabe
por a”, pregunta misterioso.
“eeeh...
¿Halmería?”, responde esperanzado el oyente
“No señor,
lo sentimos mucho”, le chafa el microfondista, “la respuesta es...
¡Huadalajara!”
“¡Hala qué
burros! Uadalajara no lleva hache”, exclama súbitamente el taxista, rematándome
en pleno ataque de estupor. No hay remedio: en cuanto llegue a casa me preparo
una lasaña con el diccionario ortográfico.
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SUBASTAS
"El
primer objeto es un cuaderno de notas del pintor Pablo Ruiz Picasso",
informa el subastador. "Este cuaderno tiene la particularidad de estar
completamente en blanco, ya que Picasso acababa de comprarlo cuando lo olvidó
en la mesa de un bar, donde el dueño lo guardó durante cuarenta años a la
espera de que el pintor regresara a recogerlo y, de paso, a pagar el café. Su
precio de salida es de veinte millones de pesetas"
- ¡Es de
locos! - exclamo sin poder reprimirme.
"No
crea joven", me dice un anciano de ojos brillantes y desorbitados,
"tratándose de un genio hay tanta o más información valiosa en lo que no
dijo que en lo que dejó dicho", concluye retorciendo sus gafas hasta
hacerlas añicos.
Le
agradezco la información mientras busco inútilmente una silla vacía con vecinos
menos inquietantes, al tiempo que la disparatada puja llega a su fin cuando un
lunático ofrece por teléfono sesenta millones de pesetas.
"Adjudicado",
remata el martillero para proseguir con el siguiente objeto. Esta vez se trata
del cráneo de Lulú, una oveja con cuya lana se tejió un jersey de Vincent Van
Gogh. Precio de salida: quince millones de pesetas. El anciano de la paranoia
me mira, esperando un comentario desdeñoso por mi parte. Esta vez me callo,
aunque sé que va a haber confusión y alguien hará el chiste por mí, lo que
ocurre al finalizar la puja. Una mujer con evidentes síntomas de sordera se
acaba de gastar cincuenta millones en la "oveja" de Van Gogh, en
lugar de en la "oreja" como había creído entender, y ahora exige
airada que se anule su compra ya que - afirma - para cráneos pelados le basta
el de su marido. Finalmente, las amables explicaciones del director y las no
menos educadas amenazas de los de seguridad logran restablecer el orden.
Superado el tumulto, se presenta el siguiente artículo: un abrigo de piel
perteneciente a una amante de Matisse con cuyos pelos (los del abrigo) el
pintor se hacía los pinceles. Precio: treinta millones. Y comienza otra puja
histérica. A estas alturas, sin haber logrado una sola pieza, el vejete
inestable mordisquea ansioso uno de sus zapatos. Debería decirle que todas
estas porquerías las he traído yo directamente de mi trastero porque me daba
pena tirarlas, pero he invertido tantas horas en inventar la sarta de mentiras
que recita el subastador y, además, le veo tan ilusionado, que me da no sé qué.
Es que son como niños.
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FIRMAS
Recoge mis
documentos. Saca otro grupo de papeles que rellena con rapidez y agrupa con los
míos antes de ponerse a manipular un ordenador. Una máquina escupe una nueva
tira de impresos que ella arranca, cumplimenta y junta con todos los
anteriores. Finalmente, separa uno de ellos y lo coloca en el mostrador frente
a mí.
- ¿Puede
firmar aquí, por favor? - solicita con suavidad
Así que me
ha reconocido. No creía que mi fama llegara tan lejos. Con una mirada cómplice
recojo el papel y escribo "Para Hacienda con cariño", estampando mi
firma debajo. Acaso sorprendida por mi sencillez, la mujer lee con perplejidad
y emoción contenida mi dedicatoria. Con un gesto discreto hace venir a un
vigilante, quien me acompaña hasta la salida con presteza profesional,
probablemente para evitar que más gente me reconozca y se organice un tumulto.
Ya en la
calle, una atildada señora me interpela desde una mesa, también solicitando mi
firma. Recojo el bolígrafo que me ofrece, mientras la oigo distraídamente decir
algo contra un tal Aborto al que, sin embargo, parece querer mucho. Por lo
demás, debe tratarse de una coleccionista de autógrafos ya que en el papel hay
otras pocas firmas, lo que menoscaba un poquito mi vanidad. Me resisto, no
obstante, a ser antipático, por lo que finalmente redacto "Con todo mi
afecto para Aborto", rematándolo con los elegantes trazos de mi rúbrica.
Mientras me alejo, escucho a mis espaldas voces femeninas gritando insultos
como "estúpido" o "imbécil", en lo que parece un conato de
altercado. Rehúso volver a comprobarlo, mi popularidad sólo serviría para
causar mayores disturbios. Unos pasos más y llego a mi destino sin que nadie
más me reconozca. El notario y mis padres llevan un rato esperándome.
- Por fin -
dice el notario con una sonrisa - Firme aquí, por favor.
Sorprendido
por el hecho de que ni siquiera un gremio tan proverbialmente serio como el
notarial pueda sustraerse a las pequeñas debilidades del público, accedo a su
petición. Miro la carpeta y escribo "Para Don Javier Ignacio Fernández de
Castro y Carvajal-Bethancourt con todo mi cariño". Tras ver la firma, mis
padres deciden borrar mi nombre del testamento. El notario, por su parte,
reconoce que acostumbra a cobrar por todo pero que, tratándose de mí, va a
hacer una excepción: me va a mandar a la mierda gratis. Es la esclavitud de la
fama: padecer la envidia de la gente corriente.
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SEDUCCIÓN
"¡Uy,
qué cosa más rica! ¿Y qué tiempo tiene?", pregunta cacareante la señora.
- Pues le
quedarán como dos semanas. Es que tiene cáncer de clavícula ¿sabe? - improviso
siniestro.
La mujer
balbucea unas excusas y se pierde entre el resto de los paseantes vespertinos.
Yo continúo empujando la silleta con un pellizco de mala conciencia. Reconozco
que ha sido una trola feroz y excesiva, pero es que estoy harto de que me
detenga toda la población femenina mayor de sesenta años para hacerle cucamonas
a la criatura. Y el culpable de todo esto es Matías
"Si lo
que quieres es ligar, consíguete un bebé", decía. "Un hombre solo,
paseando a una criatura, despierta la ternura de las tías. Se te acercarán
tantas que tendrás que quitártelas de encima". En eso tenía razón, claro,
pero no contaba con la media de edad de las interesadas. Y ahora me veo en
plena Operación Fracaso, con dos horas de paseo absurdo, una bolsa de galletas
y un sobrinito prestado por unos padres perplejos ante mi ofrecimiento de
facilitarles una tarde libre.
"¡Qué
cosa más mona!", susurra alguien a mi espalda, mientras ato por enésima
vez el zapatito que el mocoso se empeña en quitarse cada diez minutos. Esta vez
se trata de alguien mucho más joven que las anteriores. Y podría llegar a
impresionarme el profundo color negro de sus ojos, si no hiciera juego con el
profundo color negro del frondoso bigote que sirve de boina a su sonrisa.
"¿Eres
padre soltero?", pregunta con voz insinuante.
- No. Soy
madre operada - respondo tratando de no herir sus sentimientos, salir del paso
con elegancia y cortar una conversación que me aleja de mis objetivos. Pero
sólo consigo esto último. Empiezo a estar harto de esta aburrida caminata hacia
ninguna parte y, para peor, el crío se pone a llorar cada vez que intento
entrar en un bar. Cansado, decido sentarme en un banco. Poco después, una chica
se sienta con nosotros. Primero se acerca a mi sobrino, que se ríe como un loco
con sus gracias. Luego ella y yo entablamos una conversación que la revela poco
a poco como la poseedora del perfil ideal: es guapa, inteligente, joven y sobre
todo barata. Por cinco mil pelas acepta quedarse con el enano durante un par de
horas, mientras yo me voy de copas. Tengo la rara sensación de que no era esto
exactamente lo que tenía planeado, pero al menos voy a salvar una parte de la
tarde.
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CULTURA
La visita
empieza bien. En el exterior del museo, un guía trata de convencer a un grupo
de jubilados de que la estatua de Velázquez no es un mimo callejero por lo que,
aunque le sigan echando monedas, no se va a mover. Ya en el vestíbulo, un
individuo vestido de arquitecto (lleva una chaqueta de hormigón) hace malabares
con dos cubos al ritmo de la canción Don’t worry, be happy. Su actitud
positiva, no obstante, se viene abajo cuando es atacado por un grupo de
Jerónimos capitaneados por un apache, y no al revés, que trata de empalarlo
públicamente, iniciativa que resulta finalmente frustrada por la aparición, en
el último momento y con toque de carga incluido, de un escuadrón de ordenanzas.
- Perdone –
interrogo al sargento de los casacas azules – Ya me habían dicho que había
crisis en El Prado, pero ¿esto es todos los días así?
“¡Uy no.
Qué va!” responde curtido “ayer, sin ir más lejos, trincaron al gerente
mangando los extintores del Thyssen-Bornemisza para traerlos aquí, que los
tenemos caducados. Debajo del abrigo se los quería traer, la criatura”, remata
conmiserativo.
La
información del veterano me llena de esperanzas. Creo que por una vez voy a
conseguir instruirme y deleitarme simultáneamente y por el mismo precio.
Intrigado y atento, comienzo a deambular por los pasillos de la pinacoteca. Al
llegar a la sala dedicada a Goya descubro a dos grupos de hombres trajeados
disparándose informes y documentos de todos los calibres. Uno de ellos recibe
el impacto de un cese en el pecho, siendo asistido de inmediato por los
restauradores, que lo devuelven a la batalla convertido en el tipo de la camisa
blanca del cuadro de los fusilamientos. Gran error. El recién curado se
convierte de inmediato en la diana favorita de sus adversarios y es alcanzado
por un nuevo cese, esta vez en el abdomen, seguido de un traslado forzoso en el
muslo derecho con rotura de la arteria femoral. Un “vais a ir a la ministra”
farfullado entre pucheritos, un último suspiro y desaparece para siempre del
BOE. Los restauradores, soliviantados, arrojan cócteles de trementina contra
sus matadores. Ajeno a todo esto, en otra parte de la sala, un anciano
contempla extasiado La maja desnuda, hasta que dos policías de paisano lo
arrestan por exhibicionismo, escándalo público y onanismo sin licencia. Sí, va
a ser una visita inolvidable.
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CAMBIO
“¡Pero
entonces me da dos céntimos de menos!”, brama el hombre que me precede en la
fila. “¡Quiero hablar con el director!”
“Está
ahorcándose, pero en cuanto termine le aviso”, aduce sonriente el cajero.
“¡Pues con
el apoderado!”, persiste el otro.
“¿Con cuál?
¿Con el de El Juli o con el de Jesulín? Y si quiere cambiar divisas, le doy dos
de Domecq por una de Mihura ¡Jijí, jajá!”, dicho lo cual se coloca un cenicero
por montera y desaparece silbando Paquito el Chocolatero por la que parece ser
la puerta de los servicios. Se oye un disparo. Luego nada. Se diría que la
locura ha sacado al estrés a patadas. Otro empleado hace ejercicios de precalentamiento
en la banda para cubrir el vacío dejado. Mientras, soborno con dos duros al
quisquilloso de los dos céntimos para que despeje el terreno y me coloco el
primero en mi larga hilera de cazaeuros.
En la
ventanilla de al lado, una empleada rubia ha sacado la máquina de contar
calderilla y la llena con una bolsa de monedas relucientes.
“¿Cómo
quiere el euro? ¿Torrefacto o natural? ¿Molido para filtro de papel o para
cafetera exprés?”, pregunta a su cliente.
Acto
seguido y sin esperar respuesta, pone en marcha el aparato, se desnuda con la
mirada extraviada y se tumba en la fotocopiadora para darse una sesión de rayos
UVA, algo que cualquier otro día hubiera atraído la atención del resto de la
plantilla pero que hoy pasa inadvertido, hasta el extremo de que un compañero
suyo le coloca distraídamente un documento en el culo y entrega la fotocopia a
una clienta. Pese a que dicha fotocopia demuestra claramente que, como ella
venía diciendo a sus amigas, la rubia del banco es teñida, la mujer no puede
evitar sufrir un desmayo, por lo que varias de las personas que la suceden en
la cola se precipitan hacia ella para apartarla amablemente con los pies y
avanzar un puesto. Distraído con estos acontecimientos, no me había percatado
de la incorporación al juego de mi nuevo cajero. Parece fresco y dispuesto a
todo.
“Qué...
queremos euros ¿no?”, me desafía
Asiento con
la cabeza y, sin dejar de mirarle a los ojos, deposito lentamente ante él un
total de ciento sesenta y siete pesetas.
- Un
eurillo para gobernarlos a todos y atarlos en las tinieblas – susurro tenebroso
mientras su mandíbula baja y sus pulsaciones suben.
Tenía ganas
de hacerlo desde que vi El Señor de los Anillos, mira. Y ha merecido la pena.
Pese al bote de lapiceros que me ha dado
en la oreja cuando huía.
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FUNERALES
“Él ya no
está, pero su obra permanece, uniendo los corazones de quienes lo conocimos y
amamos”, topiquea el sacerdote oficiante.
Yo no diría
tanto. Los ocupantes del primer banco no han parado de tirarse codazos, patadas
y mordiscos durante la ceremonia y si tuvieran armas no quedaría ninguno con
vida. Es obvio que el legado del muerto
desune más que une.
“Disculpe...
¿es usted pariente del difunto?”, me susurra un tipo con cara de periodista y
orejas de portera de finca.
- No estoy
seguro – respondo - Soy hijo de la amante del malogrado marido de la viuda.
El
circunloquio se columpia unos instantes entre sus orejas antes de llegar a su
destino, llegada que se manifiesta en un increíble aumento del tamaño de sus
ojos.
“Pero entonces,
usted es hijo del...”, boquea olfateando una exclusiva.
- Puede –
interrumpo sus conclusiones – Mi madre tenía una cartera de clientes como la
guía telefónica de Madrid. Como ya le he dicho, no estoy seguro.
“¿Y cómo no
ha pedido una prueba de paternidad?”, exclama sorprendido.
- ¿Y cómo
puede usted hacer tantas cosas a la vez sin confundirse?
“¿Qué
cosas?”
- Tratar de
sonsacarme, chupar el boli y tocarme los cojones – respondo con sequedad.
Cedo,
empero, a su terca porfía e improviso una lista de autoridades civiles,
militares y eclesiásticas de las últimas cinco décadas, todos ellos supuestos
clientes de mamá.
- ¿Ya? –
inquiero impaciente
“Una cosa
más”, rebaña, “¿podría reunirme con su madre?”
- Si tiene
ese capricho... La enterramos la semana pasada, pero si insiste... – le digo
acercando lentamente mis manos a su cuello.
Ahora lo ha
comprendido. Lo veo abandonar la iglesia, camino de la cárcel tras el juicio
por difamación que le espera cuando publique las mentiras que le he contado. Lo
peor, con todo, es que la charla me ha impedido ver la tangana de los
herederos, durante la cual alguien ha abierto la caja y se ha llevado los
zapatos del muerto. Demasiada confusión para cobrar la factura de las exequias,
deber por cuyo incumplimiento el gerente de la funeraria me despedirá o me
convertirá en un nuevo cliente, según le dé. Y todo por unos buitres sin
consideración.
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OBRAS
“Dicen que
es un mosaico romano”, comenta uno de los abuelos asomados a la valla que rodea
la enorme excavación.
“No puede
ser romano, porque los romanos eran muy limpios y eso está lleno de barro”,
argumenta otro con autoridad.
Contra todo
pronóstico, el extravagante razonamiento cuela. Aunque también influye el hecho
de que la incertidumbre sobre el origen del hallazgo procura más conversación
que la evidencia de que es romano y ya está. Las puertas quedan abiertas a todo
tipo de conjeturas.
“Pues yo he
leído que han encontrado una necrópolis carlista y unos baños árabes”, cuenta
un tercer anciano.
“Se dice
metrópolis, burro, y además los árabes no se bañaban”, corrige con la osadía
que confiere la ignorancia otro de los contertulios.
Siglos y
desinformación se amontonan desordenados en la insensata charla consiguiente.
En tanto agudizo el oído para no perder comba, continúo contemplando la obra,
preparándome para ser un jubilado ejemplar. En el socavón, junto a los restos
objeto de polémica, una excavadora hiperactiva busca el camino más corto a
Australia mientras un individuo limpia meticulosamente un objeto que acaba de
recoger del suelo. Tras un metódico aseo constata satisfecho que,
efectivamente, se trata de sus gafas. Se las pone, enciende un cigarrito, abre
el periódico y se sienta a leer sobre algo parecido a un capitel esculpido hace
siglos para un fin distinto al de soportar culos ociosos. Me deprimo por el
capitel y por mí.
“Perdone...
¿puedo hacerle una foto y una pregunta? Es para el periódico local”, me
pregunta un muchacho que muestra en sus orejas las huellas de los tirones del
meritoriaje.
- Si la
foto es sencilla y la pregunta en color, vale. Aunque si es para hablar de la
obra, te recomiendo que hables con estos señores de al lado. Son arqueólogos de
la UNESCO de incógnito.
El muchacho
se lanza con cámara y grabadora al corro de abuelos, que lo acogen encantados y
locuaces. Cuando acaben con él, se preguntará porque nadie en la facultad le
dijo los romanos eran carlistas y no se bañaban. Es lo malo de la Historia: si
la entierras, no aprendes y cuando la desentierras ya no le interesa a nadie.
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CARTAS
“Te e-cho
mu-cho de meee-nos. Punto. So-bre to-do a las no-ches en la caaa-ma. Punto.
¿Qué te parece?”, pregunta orgulloso Matías dándole un respiro al boli con el
que va arando el folio.
- No está
mal - respondo tratando de no ser muy duro - pero no estás escribiendo a tu
novia, sino a tu madre que, además, sólo se ha ido a pasar ocho días a
Benidorm.
“Pero es
que yo duermo con mamá”, confiesa con una naturalidad totalmente exenta de
rubor que me hace enmudecer.
Cuarenta
años y duerme con su madre. Veinticinco desde que lo conozco (o eso creía) y me
entero ahora. Me siento confuso, nervioso y mi capacidad para visualizar
escenas descritas verbalmente me juega una mala pasada. La imagen de Matías
acurrucadito en la cama, en brazos de su mami, hace que mi estómago se ponga a
hacer aerobic. Puedo ver, incluso, en la pared, sobre la cabecera, al Cristo
del crucifijo colgando por los pies tras desclavarse las manos para taparse los
ojos. Necesito un tranquilizante.
“¿Entonces
sigo o corrijo algo?”, duda el niño sacándome de mi perplejo mutismo.
- No... va
bien, sigue. Ahora vuelvo - balbuceo aún desconcertado.
En el baño
descubro aterrorizado que no queda Valium. Tendré que recurrir a mi reserva de
hachís. No resistiría otra tanda de oligofrenia epistolar sin ayuda química, a
qué engañarnos.
“Te leo lo
último”, proclama satisfecho a mi regreso, “Ten cuidado con los hombres
desconocidos, coma, algunos son muy malos. Punto”
Y algunos
muy listos, como el propio padre de Matías, que salió hace treinta años a
cambiar el coche de sitio y lo dejó en Bombay. Ahora comprendo por qué aparcó
tan lejos. Incapaz de hilar una frase inteligente, le paso el porro y le quito
la carta para simular un repaso concienzudo. Tras dos profundas caladas
bizqueando al mirar la brasa, según su enervante costumbre, resume:
“Mi madre
los lía mejor”
Mamá, a sus
setenta años - explica - le lía los canutos porque a él le da asquito chupar la
goma del papel de fumar. Trato de no imaginar qué más cosas que yo aún
desconozco hace su madre por él, mientras busco en las páginas amarillas una
acería donde encargar una olla exprés gigante para darle un hervor de dos días.
Será caro y tal vez no sobreviva, pero la amistad exige a veces estos
sacrificios.
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