Bolotomías 2002


CONTEMPORÁNEO

El telón se alza. El escenario está vacío y oscuro. El silencio es absoluto. Alguien debería toser para que el espectáculo pudiera comenzar con normalidad.
"¡Tojó, tojó!", se agrieta un espectador un segundo antes de que comience a sonar una música caótica y distante, como de serrar acordeones a veinte metros de un micrófono roto. Siguiendo el crescendo de tanta cacofonía, un foco dibuja lentamente un círculo de luz cuyo clímax de intensidad coincide con el final del estruendo de sierras y el súbito retorno del silencio...
"¡Tojó, tojó!"
... y las toses. Por un lateral aparece una estrambótica figura. Avanza hacia la luz adelantando la pierna derecha y arrastrando después, muy despacio, la izquierda. Tal vez se trate de un simple tirón. Gradualmente, una sirena industrial se va haciendo oír. En su camino hacia el círculo luminoso, las formas del personaje se van perfilando. Lleva un gran abrigo abrochado por encima de su cabeza. Intuyo que trata de representar a alguien que efectivamente carece de cabeza, pero sólo logro ver a un personaje que se ha puesto el gabán de otro personaje mucho más alto y se lo ha abotonado mal. Ya vuelve a pasarme, como cada vez que asisto a un evento de este tipo: pierdo la concentración y me sumo en un desconcierto que conduce al aburrimiento y, para peor, hace que me sienta profundamente palurdo. Con un esfuerzo que me causa una tendinitis cerebral, me centro de nuevo en los movimientos de los actuantes. El sonido de la sirena parece alejarse.
"¡Tojó, tojó!", confirma el bronquítico.
El del abrigo grande se ha instalado bajo el foco, inmóvil, con las manos como tapando los ojos que no tiene porque están bajo el abrigo mal abrochado. Del fondo surge una figura vestida con harapos que repta hacia el centro sobre un paisaje sonoro de violines triturados que culmina con el estrépito de siete mil doscientas trece latas de sardinillas en aceite vegetal saltando de una estantería al grito de "¡kataclang!". O eso me parece a mí. Estoy volviendo a perder el hilo.
"¡TOJÓ, TOJÓ!", cruje aparatosamente Expectoman aprovechando el nuevo silencio.
"¿Hay un médico en la sala?", suplica alguien a su lado.
Abandono rápidamente mi butaca y me dirijo veloz hacia el enfermo. No soy médico. De hecho, la única vez que me vi obligado a hacer la respiración boca a boca me equivoqué de labios y el novio de la chica me rompió tres dientes. Pero no puedo dejar pasar una ocasión así para largarme sin necesidad de esperar al entreacto.

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 MONTE

"¿El último, por favor?", pregunta educada la señora.
- Pues, ahora mismo, es el señor que se ha colocado detrás de usted mientras preguntaba - respondo con sarcasmo mal disimulado.
En mitad del monte, dos filas de unas cincuenta personas a cada lado de un estrecho puentecito, esperando su turno para cruzarlo. Un poco más lejos, en una parte más frondosa del bosque, una tremenda tangana entre varias decenas de pirómanos, cada uno de los cuales asegura haber llegado el primero. No obstante, y gracias al afán de algunas personas por superar sus minusvalías, el asunto se solventa cuando un grupo de cazadores ciegos, guiados por perros rencorosos, confunde a los incendiarios con una manada de jabalíes. Es demasiado absurdo. Huir de la ciudad para venir a hacer cola en un campo superpoblado ofende el sentido común que aún me queda. Doy la espalda al puentecito y a la masacre y me incorporo a la larga caravana de los que regresan, saludando a cada paso a los miembros de la larga caravana de los que aún vienen, armados todos ellos con niños, perros y cassettes.
"Perdone ¿Este perro es suyo?", me pregunta uno de los críos de una cuadrilla particularmente ruidosa.
- Imposible. Yo siempre uso preservativo - contesto aleccionador.
Escupe un desdeñoso "bah" y vuelve con su jauría, y con el perro, para proseguir con su minucioso trabajo de demolición del silencio. Decido continuar mi camino antes de que alguien me pregunte si los niños son míos. En un pequeño claro, una excursión de jubilados, al no disponer de críos, perros ni cassettes, se ha venido con la Tuna para poder molestar en igualdad de condiciones.
"Clavelit...", se interrumpe súbitamente el machacón estribillo, debido a que el fulano de la pandereta ha aprovechado uno de sus vigorosos y absurdos saltos para despeñarse limpiamente por un barranco sin fondo. Pero la paz no dura: con unos reflejos portentosos se arrancan sevillanos con No te vayas todavía y siguen pasando el parche con un tetra brik rajado de Don Simón que estaba tirado en el suelo. El público, emocionado, responde con generosos donativos que tal vez les permitan comprarse ropa normal de una vez. Yo, por mi parte, opto por bajar corriendo el trecho que me queda y partir para no volver. Y el próximo domingo me iré a disfrutar del silencio y la calma de un polígono industrial.

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  ENCUESTAS

"¿Qué opinión le merece la novia del príncipe?"
Cuando me ha pedido "dos minutos para una encuesta" y se los he concedido porque me ha caído simpática y porque tengo un rato tonto, no esperaba esta emboscada. Debería largarme, pero un chasco así no puede quedar impune.
- ¿Qué príncipe? - tonteo sorprendido
"Felipe"
- Ah, el príncipe... ¿y dices que tiene novia? - persisto en mi pretendida ignorancia.
"Sí, una modelo de ropa interior noruega que se llama Eva Sannum", relata incrédula.
- ¿Y anuncia ropa interior noruega? - cargo de nuevo. La cosa va bien: de momento soy yo quien hace las preguntas y ella quien responde. Con un suspiro, decide descender a mi nivel y contarme despacito todas las tonterías que ya estoy harto de escuchar. Incluso me explica que mi respuesta estará en uno de los trozos de los quesitos que salen luego en la prensa. Marca un "nosabenocontesta" en su cuestionario y pasa a la siguiente pregunta, aunque la simpatía y la seguridad que mostraba al principio se tambalean.
"¿Cree que el príncipe debe casarse con quien quiera?", dispara
- ¿Con quien quiera quién? - respondo
"El príncipe"
- ¿Felipe?
"Sipe", patina instalándose ya en el desconcierto. No sé cuánto le pagarán por cada encuesta, pero el dinero de la mía se lo va a ganar a pulso, la criatura. Simulo unos segundos de duda, más que nada por ofrecer falsas expectativas, y lanzo la respuesta.
- Pues... A mí me gustaría que hiciera como su hermana
"¿Que se casara con quien quisiera?", inquiere esperanzada
- No. Que se casara con un jugador de balonmano. Puestos a tener príncipes parece más original tener un príncipe rosa que uno azul - remato sin contemplaciones. La chica mira sus hojas, mira su bolígrafo y finalmente me mira a mí como sopesando la posibilidad de hacerme tragar ambas cosas, pero desiste. Da media vuelta y se marcha sin decir adiós. Me entristece saber que los resultados no reflejarán el trozo del quesito correspondiente a indeseables rencorosos, como yo, que odian que les pregunten bobadas. Como para fiarse de las encuestas.

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 CLAVADAS

"Son tresmilochocientas", espeta sonriente el camarero, con una sangre fría impropia de la puñalada asesina que pretende asestarme.
- Perdona - vacilo tratando de superar el susto - ¿Has dicho tresmilochocientas? ¿Por tomar dos blancos tibios y chupar media docena de raquíticas almejas? ¡Como si fuerais el único establecimiento! - inquiero escandalizado pero sin gritar... todavía.
"Hombre... Hay otros establecimientos, pero cobran bastante más y chupan varios clientes de la misma almeja", responde impertérrito.
Minuto dos de la conversación. Gol del camarero con una grosería perfecta que entra por la escuadra del puticlub sin que yo pueda hacer nada por evitarlo. Sólo mi pareja reacciona con un resuelto aunque frágil "¡ordinario!" incapaz de hacer mella en el sólido cinismo del camata,  pero que me concede unos segundos para valorar mis opciones. Pagar: me jode que me atraquen sin cumplir los requisitos mínimos de utilizar antifaz y navaja. Reclamar: una diminuta pizarra avisa con claridad escasa pero suficiente de los precios, así que mi reclamación sería tan inútil como un descapotable en Siberia. Armarla: eso sí mola. Saco un billete de cinco mil pelas cuyo aterrizaje en la mano del camarero aborto súbitamente.
- Aaaeheegcs... - finjo una profunda arcada, abrazándome el vientre y volcándome sobre la barra.
"¿Qué te pasa?", pregunta asustada la que, espero, se convierta en mi partenaire.
- ¡Las almejas! ¡Ya te he dicho que sabían raro! - bramo guiñándole un ojo y, de paso, creando una estupenda alarma entre el resto de los clientes. Ella entra en el juego a la primera y comienza a simular unas entusiastas arcadas que superan a las mías, ante lo cual el mangante de la barra se ve obligado a intervenir.
"¿Puedo hacer algo por ustedes?", interroga falsamente solícito.
- Pues mira, sí - susurro en su oído - puedes invitarnos a la ronda o seguimos con el numerito. Y, ya puestos, te mando unos amigos que te lo monten todos los días, así que vais a estar comiendo almejas hasta que Bush aprenda a sumar sin dedos.
He estado convincente. Por ver su cara podría pagarse lo que me he ahorrado en las almejas, o tal vez más. Creo que a partir de ahora sólo voy a entrar en sitios caros.

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TEJADOS

"¡Apártensen!", grita el madero. El último cristal aún intacto de las puertas de mi balcón salta en pedazos atravesado por una teja. La teja, por su parte, se deja arrastrar por leyes físicas que no comprende - pero obedece ciegamente – y dice adiós marcando el parquet y dividiéndose en una cifra no cuantificable de fragmentos, uno de los cuales hace estallar un florero, regalo de una antigua novia, de cuyo valor sentimental (el del florero) sólo soy consciente al verlo reventar.
- ¿Por qué no te tiras de una vez? ¡Cabrón! - grito furioso corriendo hacia el balcón.
Un policía nacional, otro municipal, dos bomberos, un concejal sustituto, un psicólogo voluntario de la DYA y la portera - que no se hubiera perdido esto por nada del mundo - me derriban sobre una alfombra que debería llevar dos semanas en la tintorería. Este pronto de aseo doméstico, ciertamente peregrino, me hace girar en mi caída al tiempo que levanto la cabeza. Así, finalmente, me encuentro sentado en el suelo frente a una línea defensiva efectiva, pero confusa.
- ¿Por dónde íbamos? - pregunto con una sonrisa nerviosa, tratando de reconducir la situación a unos niveles razonables de cordialidad.
Es la hora de las buenas palabras. El psicólogo habla de autocontrol, los polis sugieren esposarme, el edil afirma que con los suyos esto cosas no pasarían, la portera reclama la última mensualidad y los bomberos me piden prestada una escalera. Con dos cojones.
- Sí... - concedo - ...pero tengo en el tejado un suicida. Y en cinco minutos llegará un tipo que quería comprarme el piso – lamento
“Pues véndalo como un extra... como si fuera el enano del jardín”, sugiere la Gesportera arrebatada por una revelación mercantil. Es una idea atractiva. Pero agarrarla por el cuello lo es aún más. Salto sobre ella, pero tropiezo con la alfombra y caigo por segunda vez. Mi caída, no obstante, me libera,  ya que todo el equipo lanzado al bloqueo termina cayendo sobre la portera (excepto el psicólogo, que está aliviando mis estanterías del peso de las revistas porno). Pese al golpe, o acaso gracias a él, reacciono antes que ellos. Salgo al balcón, trepo al tejado, trinco una teja...
“Si no viene Paulina Rubio, me tiraré”, lloriquea el pavo, mirándome.
La teja le da en la frente. Compruebo sus constantes: pulso normal, respiración normal, brecha normal. Tiro de móvil: quiero que me compren el piso por un precio que triplique su valor, o me tiro; quiero un helicóptero que me lleve a Marbella o lo tiro a él; y, ya puestos, yo también quiero pasar una noche con Paulina Rubio, así que o viene pronto, o nos tiramos los dos. Habrá que sacar algo de un día tan raro.

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IDIOMA

"...encuesta realizada con niños que oscilan entre los seis y los ocho años", radiofoniza una locutora.
Me tranquiliza saber que esos críos dejarán de oscilar al cumplir los ocho años, así podrán sentirse normales e integrados y dejar de moverse como agujas de sismógrafo. Lo que me inquieta es el ofensivo mal uso del lenguaje por parte de la profesional de las ondas. Si tuviera el número de teléfono de sus padres, haría una llamada para decirles que, visto el resultado de mandar a la chica a la universidad, lo mismo les hubiera dado meter el dinero en Gescartera. Como si leyera mi pensamiento, el taxista cambia de emisora, aunque probablemente sea una simple casualidad. De los altavoces sale la voz de El Fary "apatrullando la ciudá". Desdoblo mi periódico, doy órdenes a mis orejas para que no me cuenten nada durante unos minutos y echo un vistazo a los titulares. "Muerto por recibir una puñalada en El Ejido". Me asaltan las dudas: ¿en qué parte del cuerpo está el ejido?... ¿o se trata de una ciudad y la puñalada ha sido mortal por el hecho de estar allí?... ¿firmó un recibo por la puñalada o ésta iba sin certificar? No es que sea un insobornable purista del idioma, pero me recuerda al órgano sexual: es para toda la vida, las relaciones más interesantes te llegan a través de él y si no lo cuidas un poquito acaba convertido en un trasto inútil.
Pliego el periódico y despliego las orejas. El taxista mantiene un inquietante silencio. Insólito diría, ya que - como todo el mundo sabe - un taxista puede aguantar semanas sin detener el taxímetro, pero cinco minutos sin conversación pueden resultarle mortales. En cualquier caso, El Fary ha desaparecido y su lugar lo ocupa un locutor armado con un concurso tipo crucigrama
“...díganos, por cincuenta mil pesetas, una provincia española que empiece por hache y acabe por a”, pregunta misterioso.
“eeeh... ¿Halmería?”, responde esperanzado el oyente
“No señor, lo sentimos mucho”, le chafa el microfondista, “la respuesta es... ¡Huadalajara!”
“¡Hala qué burros! Uadalajara no lleva hache”, exclama súbitamente el taxista, rematándome en pleno ataque de estupor. No hay remedio: en cuanto llegue a casa me preparo una lasaña con el diccionario ortográfico.

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 SUBASTAS

"El primer objeto es un cuaderno de notas del pintor Pablo Ruiz Picasso", informa el subastador. "Este cuaderno tiene la particularidad de estar completamente en blanco, ya que Picasso acababa de comprarlo cuando lo olvidó en la mesa de un bar, donde el dueño lo guardó durante cuarenta años a la espera de que el pintor regresara a recogerlo y, de paso, a pagar el café. Su precio de salida es de veinte millones de pesetas"
- ¡Es de locos! - exclamo sin poder reprimirme.
"No crea joven", me dice un anciano de ojos brillantes y desorbitados, "tratándose de un genio hay tanta o más información valiosa en lo que no dijo que en lo que dejó dicho", concluye retorciendo sus gafas hasta hacerlas añicos.
Le agradezco la información mientras busco inútilmente una silla vacía con vecinos menos inquietantes, al tiempo que la disparatada puja llega a su fin cuando un lunático ofrece por teléfono sesenta millones de pesetas.
"Adjudicado", remata el martillero para proseguir con el siguiente objeto. Esta vez se trata del cráneo de Lulú, una oveja con cuya lana se tejió un jersey de Vincent Van Gogh. Precio de salida: quince millones de pesetas. El anciano de la paranoia me mira, esperando un comentario desdeñoso por mi parte. Esta vez me callo, aunque sé que va a haber confusión y alguien hará el chiste por mí, lo que ocurre al finalizar la puja. Una mujer con evidentes síntomas de sordera se acaba de gastar cincuenta millones en la "oveja" de Van Gogh, en lugar de en la "oreja" como había creído entender, y ahora exige airada que se anule su compra ya que - afirma - para cráneos pelados le basta el de su marido. Finalmente, las amables explicaciones del director y las no menos educadas amenazas de los de seguridad logran restablecer el orden. Superado el tumulto, se presenta el siguiente artículo: un abrigo de piel perteneciente a una amante de Matisse con cuyos pelos (los del abrigo) el pintor se hacía los pinceles. Precio: treinta millones. Y comienza otra puja histérica. A estas alturas, sin haber logrado una sola pieza, el vejete inestable mordisquea ansioso uno de sus zapatos. Debería decirle que todas estas porquerías las he traído yo directamente de mi trastero porque me daba pena tirarlas, pero he invertido tantas horas en inventar la sarta de mentiras que recita el subastador y, además, le veo tan ilusionado, que me da no sé qué. Es que son como niños.

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FIRMAS

Recoge mis documentos. Saca otro grupo de papeles que rellena con rapidez y agrupa con los míos antes de ponerse a manipular un ordenador. Una máquina escupe una nueva tira de impresos que ella arranca, cumplimenta y junta con todos los anteriores. Finalmente, separa uno de ellos y lo coloca en el mostrador frente a mí.
- ¿Puede firmar aquí, por favor? - solicita con suavidad
Así que me ha reconocido. No creía que mi fama llegara tan lejos. Con una mirada cómplice recojo el papel y escribo "Para Hacienda con cariño", estampando mi firma debajo. Acaso sorprendida por mi sencillez, la mujer lee con perplejidad y emoción contenida mi dedicatoria. Con un gesto discreto hace venir a un vigilante, quien me acompaña hasta la salida con presteza profesional, probablemente para evitar que más gente me reconozca y se organice un tumulto.
Ya en la calle, una atildada señora me interpela desde una mesa, también solicitando mi firma. Recojo el bolígrafo que me ofrece, mientras la oigo distraídamente decir algo contra un tal Aborto al que, sin embargo, parece querer mucho. Por lo demás, debe tratarse de una coleccionista de autógrafos ya que en el papel hay otras pocas firmas, lo que menoscaba un poquito mi vanidad. Me resisto, no obstante, a ser antipático, por lo que finalmente redacto "Con todo mi afecto para Aborto", rematándolo con los elegantes trazos de mi rúbrica. Mientras me alejo, escucho a mis espaldas voces femeninas gritando insultos como "estúpido" o "imbécil", en lo que parece un conato de altercado. Rehúso volver a comprobarlo, mi popularidad sólo serviría para causar mayores disturbios. Unos pasos más y llego a mi destino sin que nadie más me reconozca. El notario y mis padres llevan un rato esperándome.
- Por fin - dice el notario con una sonrisa - Firme aquí, por favor.
Sorprendido por el hecho de que ni siquiera un gremio tan proverbialmente serio como el notarial pueda sustraerse a las pequeñas debilidades del público, accedo a su petición. Miro la carpeta y escribo "Para Don Javier Ignacio Fernández de Castro y Carvajal-Bethancourt con todo mi cariño". Tras ver la firma, mis padres deciden borrar mi nombre del testamento. El notario, por su parte, reconoce que acostumbra a cobrar por todo pero que, tratándose de mí, va a hacer una excepción: me va a mandar a la mierda gratis. Es la esclavitud de la fama: padecer la envidia de la gente corriente.

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 SEDUCCIÓN

"¡Uy, qué cosa más rica! ¿Y qué tiempo tiene?", pregunta cacareante la señora.
- Pues le quedarán como dos semanas. Es que tiene cáncer de clavícula ¿sabe? - improviso siniestro.
La mujer balbucea unas excusas y se pierde entre el resto de los paseantes vespertinos. Yo continúo empujando la silleta con un pellizco de mala conciencia. Reconozco que ha sido una trola feroz y excesiva, pero es que estoy harto de que me detenga toda la población femenina mayor de sesenta años para hacerle cucamonas a la criatura. Y el culpable de todo esto es Matías
"Si lo que quieres es ligar, consíguete un bebé", decía. "Un hombre solo, paseando a una criatura, despierta la ternura de las tías. Se te acercarán tantas que tendrás que quitártelas de encima". En eso tenía razón, claro, pero no contaba con la media de edad de las interesadas. Y ahora me veo en plena Operación Fracaso, con dos horas de paseo absurdo, una bolsa de galletas y un sobrinito prestado por unos padres perplejos ante mi ofrecimiento de facilitarles una tarde libre.
"¡Qué cosa más mona!", susurra alguien a mi espalda, mientras ato por enésima vez el zapatito que el mocoso se empeña en quitarse cada diez minutos. Esta vez se trata de alguien mucho más joven que las anteriores. Y podría llegar a impresionarme el profundo color negro de sus ojos, si no hiciera juego con el profundo color negro del frondoso bigote que sirve de boina a su sonrisa.
"¿Eres padre soltero?", pregunta con voz insinuante.
- No. Soy madre operada - respondo tratando de no herir sus sentimientos, salir del paso con elegancia y cortar una conversación que me aleja de mis objetivos. Pero sólo consigo esto último. Empiezo a estar harto de esta aburrida caminata hacia ninguna parte y, para peor, el crío se pone a llorar cada vez que intento entrar en un bar. Cansado, decido sentarme en un banco. Poco después, una chica se sienta con nosotros. Primero se acerca a mi sobrino, que se ríe como un loco con sus gracias. Luego ella y yo entablamos una conversación que la revela poco a poco como la poseedora del perfil ideal: es guapa, inteligente, joven y sobre todo barata. Por cinco mil pelas acepta quedarse con el enano durante un par de horas, mientras yo me voy de copas. Tengo la rara sensación de que no era esto exactamente lo que tenía planeado, pero al menos voy a salvar una parte de la tarde.

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 CULTURA

La visita empieza bien. En el exterior del museo, un guía trata de convencer a un grupo de jubilados de que la estatua de Velázquez no es un mimo callejero por lo que, aunque le sigan echando monedas, no se va a mover. Ya en el vestíbulo, un individuo vestido de arquitecto (lleva una chaqueta de hormigón) hace malabares con dos cubos al ritmo de la canción Don’t worry, be happy. Su actitud positiva, no obstante, se viene abajo cuando es atacado por un grupo de Jerónimos capitaneados por un apache, y no al revés, que trata de empalarlo públicamente, iniciativa que resulta finalmente frustrada por la aparición, en el último momento y con toque de carga incluido, de un escuadrón de ordenanzas.
- Perdone – interrogo al sargento de los casacas azules – Ya me habían dicho que había crisis en El Prado, pero ¿esto es todos los días así?
“¡Uy no. Qué va!” responde curtido “ayer, sin ir más lejos, trincaron al gerente mangando los extintores del Thyssen-Bornemisza para traerlos aquí, que los tenemos caducados. Debajo del abrigo se los quería traer, la criatura”, remata conmiserativo.
La información del veterano me llena de esperanzas. Creo que por una vez voy a conseguir instruirme y deleitarme simultáneamente y por el mismo precio. Intrigado y atento, comienzo a deambular por los pasillos de la pinacoteca. Al llegar a la sala dedicada a Goya descubro a dos grupos de hombres trajeados disparándose informes y documentos de todos los calibres. Uno de ellos recibe el impacto de un cese en el pecho, siendo asistido de inmediato por los restauradores, que lo devuelven a la batalla convertido en el tipo de la camisa blanca del cuadro de los fusilamientos. Gran error. El recién curado se convierte de inmediato en la diana favorita de sus adversarios y es alcanzado por un nuevo cese, esta vez en el abdomen, seguido de un traslado forzoso en el muslo derecho con rotura de la arteria femoral. Un “vais a ir a la ministra” farfullado entre pucheritos, un último suspiro y desaparece para siempre del BOE. Los restauradores, soliviantados, arrojan cócteles de trementina contra sus matadores. Ajeno a todo esto, en otra parte de la sala, un anciano contempla extasiado La maja desnuda, hasta que dos policías de paisano lo arrestan por exhibicionismo, escándalo público y onanismo sin licencia. Sí, va a ser una visita inolvidable.

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 CAMBIO

“¡Pero entonces me da dos céntimos de menos!”, brama el hombre que me precede en la fila. “¡Quiero hablar con el director!”
“Está ahorcándose, pero en cuanto termine le aviso”, aduce sonriente el cajero.
“¡Pues con el apoderado!”, persiste el otro.
“¿Con cuál? ¿Con el de El Juli o con el de Jesulín? Y si quiere cambiar divisas, le doy dos de Domecq por una de Mihura ¡Jijí, jajá!”, dicho lo cual se coloca un cenicero por montera y desaparece silbando Paquito el Chocolatero por la que parece ser la puerta de los servicios. Se oye un disparo. Luego nada. Se diría que la locura ha sacado al estrés a patadas. Otro empleado hace ejercicios de precalentamiento en la banda para cubrir el vacío dejado. Mientras, soborno con dos duros al quisquilloso de los dos céntimos para que despeje el terreno y me coloco el primero en mi larga hilera de cazaeuros.
En la ventanilla de al lado, una empleada rubia ha sacado la máquina de contar calderilla y la llena con una bolsa de monedas relucientes.
“¿Cómo quiere el euro? ¿Torrefacto o natural? ¿Molido para filtro de papel o para cafetera exprés?”, pregunta a su cliente.
Acto seguido y sin esperar respuesta, pone en marcha el aparato, se desnuda con la mirada extraviada y se tumba en la fotocopiadora para darse una sesión de rayos UVA, algo que cualquier otro día hubiera atraído la atención del resto de la plantilla pero que hoy pasa inadvertido, hasta el extremo de que un compañero suyo le coloca distraídamente un documento en el culo y entrega la fotocopia a una clienta. Pese a que dicha fotocopia demuestra claramente que, como ella venía diciendo a sus amigas, la rubia del banco es teñida, la mujer no puede evitar sufrir un desmayo, por lo que varias de las personas que la suceden en la cola se precipitan hacia ella para apartarla amablemente con los pies y avanzar un puesto. Distraído con estos acontecimientos, no me había percatado de la incorporación al juego de mi nuevo cajero. Parece fresco y dispuesto a todo.
“Qué... queremos euros ¿no?”, me desafía
Asiento con la cabeza y, sin dejar de mirarle a los ojos, deposito lentamente ante él un total de ciento sesenta y siete pesetas.
- Un eurillo para gobernarlos a todos y atarlos en las tinieblas – susurro tenebroso mientras su mandíbula baja y sus pulsaciones suben.
Tenía ganas de hacerlo desde que vi El Señor de los Anillos, mira. Y ha merecido la pena. Pese al  bote de lapiceros que me ha dado en la oreja cuando huía.

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FUNERALES

“Él ya no está, pero su obra permanece, uniendo los corazones de quienes lo conocimos y amamos”, topiquea el sacerdote oficiante.
Yo no diría tanto. Los ocupantes del primer banco no han parado de tirarse codazos, patadas y mordiscos durante la ceremonia y si tuvieran armas no quedaría ninguno con vida. Es  obvio que el legado del muerto desune más que une.
“Disculpe... ¿es usted pariente del difunto?”, me susurra un tipo con cara de periodista y orejas de portera de finca.
- No estoy seguro – respondo - Soy hijo de la amante del malogrado marido de la viuda.
El circunloquio se columpia unos instantes entre sus orejas antes de llegar a su destino, llegada que se manifiesta en un increíble aumento del tamaño de sus ojos.
“Pero entonces, usted es hijo del...”, boquea olfateando una exclusiva.
- Puede – interrumpo sus conclusiones – Mi madre tenía una cartera de clientes como la guía telefónica de Madrid. Como ya le he dicho, no estoy seguro.
“¿Y cómo no ha pedido una prueba de paternidad?”, exclama sorprendido.
- ¿Y cómo puede usted hacer tantas cosas a la vez sin confundirse?
“¿Qué cosas?”
- Tratar de sonsacarme, chupar el boli y tocarme los cojones – respondo con sequedad.
Cedo, empero, a su terca porfía e improviso una lista de autoridades civiles, militares y eclesiásticas de las últimas cinco décadas, todos ellos supuestos clientes de mamá.
- ¿Ya? – inquiero impaciente
“Una cosa más”, rebaña, “¿podría reunirme con su madre?”
- Si tiene ese capricho... La enterramos la semana pasada, pero si insiste... – le digo acercando lentamente mis manos a su cuello.
Ahora lo ha comprendido. Lo veo abandonar la iglesia, camino de la cárcel tras el juicio por difamación que le espera cuando publique las mentiras que le he contado. Lo peor, con todo, es que la charla me ha impedido ver la tangana de los herederos, durante la cual alguien ha abierto la caja y se ha llevado los zapatos del muerto. Demasiada confusión para cobrar la factura de las exequias, deber por cuyo incumplimiento el gerente de la funeraria me despedirá o me convertirá en un nuevo cliente, según le dé. Y todo por unos buitres sin consideración.

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OBRAS

“Dicen que es un mosaico romano”, comenta uno de los abuelos asomados a la valla que rodea la enorme excavación.
“No puede ser romano, porque los romanos eran muy limpios y eso está lleno de barro”, argumenta otro con autoridad.
Contra todo pronóstico, el extravagante razonamiento cuela. Aunque también influye el hecho de que la incertidumbre sobre el origen del hallazgo procura más conversación que la evidencia de que es romano y ya está. Las puertas quedan abiertas a todo tipo de conjeturas.
“Pues yo he leído que han encontrado una necrópolis carlista y unos baños árabes”, cuenta un tercer anciano.
“Se dice metrópolis, burro, y además los árabes no se bañaban”, corrige con la osadía que confiere la ignorancia otro de los contertulios.
Siglos y desinformación se amontonan desordenados en la insensata charla consiguiente. En tanto agudizo el oído para no perder comba, continúo contemplando la obra, preparándome para ser un jubilado ejemplar. En el socavón, junto a los restos objeto de polémica, una excavadora hiperactiva busca el camino más corto a Australia mientras un individuo limpia meticulosamente un objeto que acaba de recoger del suelo. Tras un metódico aseo constata satisfecho que, efectivamente, se trata de sus gafas. Se las pone, enciende un cigarrito, abre el periódico y se sienta a leer sobre algo parecido a un capitel esculpido hace siglos para un fin distinto al de soportar culos ociosos. Me deprimo por el capitel y por mí.
“Perdone... ¿puedo hacerle una foto y una pregunta? Es para el periódico local”, me pregunta un muchacho que muestra en sus orejas las huellas de los tirones del meritoriaje.
- Si la foto es sencilla y la pregunta en color, vale. Aunque si es para hablar de la obra, te recomiendo que hables con estos señores de al lado. Son arqueólogos de la UNESCO de incógnito.
El muchacho se lanza con cámara y grabadora al corro de abuelos, que lo acogen encantados y locuaces. Cuando acaben con él, se preguntará porque nadie en la facultad le dijo los romanos eran carlistas y no se bañaban. Es lo malo de la Historia: si la entierras, no aprendes y cuando la desentierras ya no le interesa a nadie.

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CARTAS

“Te e-cho mu-cho de meee-nos. Punto. So-bre to-do a las no-ches en la caaa-ma. Punto. ¿Qué te parece?”, pregunta orgulloso Matías dándole un respiro al boli con el que va arando el folio.
- No está mal - respondo tratando de no ser muy duro - pero no estás escribiendo a tu novia, sino a tu madre que, además, sólo se ha ido a pasar ocho días a Benidorm.
“Pero es que yo duermo con mamá”, confiesa con una naturalidad totalmente exenta de rubor que me hace enmudecer.
Cuarenta años y duerme con su madre. Veinticinco desde que lo conozco (o eso creía) y me entero ahora. Me siento confuso, nervioso y mi capacidad para visualizar escenas descritas verbalmente me juega una mala pasada. La imagen de Matías acurrucadito en la cama, en brazos de su mami, hace que mi estómago se ponga a hacer aerobic. Puedo ver, incluso, en la pared, sobre la cabecera, al Cristo del crucifijo colgando por los pies tras desclavarse las manos para taparse los ojos. Necesito un tranquilizante.
“¿Entonces sigo o corrijo algo?”, duda el niño sacándome de mi perplejo mutismo.
- No... va bien, sigue. Ahora vuelvo - balbuceo aún desconcertado.
En el baño descubro aterrorizado que no queda Valium. Tendré que recurrir a mi reserva de hachís. No resistiría otra tanda de oligofrenia epistolar sin ayuda química, a qué engañarnos.
“Te leo lo último”, proclama satisfecho a mi regreso, “Ten cuidado con los hombres desconocidos, coma, algunos son muy malos. Punto”
Y algunos muy listos, como el propio padre de Matías, que salió hace treinta años a cambiar el coche de sitio y lo dejó en Bombay. Ahora comprendo por qué aparcó tan lejos. Incapaz de hilar una frase inteligente, le paso el porro y le quito la carta para simular un repaso concienzudo. Tras dos profundas caladas bizqueando al mirar la brasa, según su enervante costumbre, resume:
“Mi madre los lía mejor”
Mamá, a sus setenta años - explica - le lía los canutos porque a él le da asquito chupar la goma del papel de fumar. Trato de no imaginar qué más cosas que yo aún desconozco hace su madre por él, mientras busco en las páginas amarillas una acería donde encargar una olla exprés gigante para darle un hervor de dos días. Será caro y tal vez no sobreviva, pero la amistad exige a veces estos sacrificios.

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