Bolotomías 2005


FONTANULO

“¿Así que se ha vuelto a atascar el desagüe?”, pregunta retórico el fontanero, chapoteando en la versión reducida de Venecia en la que se ha convertido mi cocina.
- Qué va – respondo apretando los dientes – Te he llamado porque me gusta tu after shave y lo bien que te queda el buzo.
Duda entre tomarse mi respuesta a broma, lo que no le gusta nada, o tomársela en serio, lo que le gusta aún menos. Eligiendo la muy frecuentada calle de en medio, calla y se dispone a utilizar todo su talento para remediar la misma situación que, supuestamente, había quedado ya remediada en las múltiples ocasiones anteriores en las que ha acudido a lo largo de las últimas semanas. Para peor, tras cada visita he tenido la seguridad de que me hubiera salido más barato irme al casino de Montecarlo. Y perder. Tal como ya me he cansado de verle hacer, saca de la caja de herramientas una larga sirga de acero que introduce en la cañería mientras da vigorosas vueltas a la manivela situada al otro extremo del artilugio.
“¿Has lavado alguna cosa especial en el fregadero o en la lavadora estos días?”, inquiere sorprendentemente, tratando tanto de aliviar la incómoda tensión del silencio como de hallar una respuesta sobrenatural a la aparente invulnerabilidad de mis atascos. Tantos días de desastres acuáticos me permitirían obtener el carné de gondolero sin pasar examen, así que su pregunta da en blando. Prefiero, no obstante, controlar mi ira y utilizar un tono educado en mi respuesta.
- No... Bueno... Mi cuñado estuvo el otro día preparando hormigón en la lavadora... y el gato, que además de estreñido es disléxico, confunde el fregadero con su cajón de serrín... pero nada más – invento tratando de aparentar serenidad. La sincera perplejidad de su mirada, sin embargo, no sólo no me inspira compasión, sino que me indigna aún más, por lo que me dejo caer en brazos del descontrol.
- ¡Joder! – estallo - ¡En diez años jamás había tenido un atasco! Y desde que vienes tú por aquí, hay que ir del frigorífico a la mesa en canoa.
Esta vez le ha dolido. Hasta el extremo de que sus lágrimas se añaden a la insistente fuga formando un torrente en el que flotan los muebles. Tiraría la toalla, pero necesito algo para secarme, así que la guardo cuidadosamente y abandono lo que era mi hogar, no sin antes colocar un cartel en la puerta: “Se traspasa club náutico”.

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DEBATING

“Eso es mentira”, mastica con furor contenido un tipo de ojos claros y aspecto gatuno.
“Puesh lo tuyo esh másh mentira un millón de vecesh”, responde enfurruñado un papasopas barbudo.
“Y lo tuyo infinito y un millón más”, contraataca el otro, “Y otra cosa te voy a decir: Mariano, agárramela con la mano”
El fulano de las barbas acusa el castigo y apenas puede disimular unos pucheritos que hacen temblar su labio inferior. Mientras todo parece indicar que el primer asalto de este debate se lo va a llevar el candidato de la oposición, el tipo que ha decidido jugarse su prestigio periodístico moderando esta contienda televisiva trata de poner un poco de orden con un “porfavorseñoresvamosareconducirladiscusión”. Sin embargo, su sonrisa congelada y la forma en que estrangula sus folios desmienten su pretendida serenidad. Una cisterna de ansiolíticos por vía intravenosa no le haría más efecto que una picadura de mosquito a un elefante disecado.
“¡Ha empezado él!”, se desentiende acusica el gato novato.
“¡Nosheñor, nosheñor y nosheñor!”, se defiende el otro, “hash hecho trampash con losh votosh de losh pensionishtash, ashí que ahora me toca tirar dosh vecesh seguidash”, gimotea el interino dirigiéndose al moderador. Pero el equilibrio psíquico de este último resulta ser demasiado frágil para superar la prueba que soporta, por lo que la siguiente imagen en ocupar la pantalla es la de un periodista desquiciado bailando desnudo sobre la silla, con la corbata colgando del peor sitio imaginable, incluso para un público adulto.
“¡Qué vergüenza!”, muge Matías indignado rompiendo el silencio del cuarto de estar. Esperanzado ante la posibilidad de haber recuperado a mi vegetal favorito para el colectivo de los ciudadanos sensatos, aguardo mudo el resto de su discurso.
“El rato que llevan y aún no han dado el teléfono para expulsar a uno de ellos del Gran Triunfo del Hermano del Famoso de la Operación Isla de la Academia”, concluye tan confundido como indignado. Decepción. Aunque tampoco le culpo. Visto lo visto, a veces tengo la sensación de que tanto daría que se lo jugaran a los chinos. Con sus monedas, eso sí.

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CANDIDIOTA

“El problema de los escépticos como tú es que habéis perdido la confianza en el sistema demasiado pronto, y no os dais cuenta de que vuestra postura favorece a los de siempre”, expone iluminado por sus propias consignas.
Renuncio a explicarle que mi escepticismo se remonta a la primera comunión, cuando en el momento de la verdad, y contra todo lo prometido, ni me dieron carne ni me dejaron catar la sangre. Y aun reconociendo que ese fraude me produjo un cierto alivio,  ya que la excitación del momento no estaba exenta de cierto comprensible asquito infantil, desde entonces desconfío de toda promesa realizada por un adulto que no esté dispuesto a cortarse la lengua si no la cumple. Sobre todo en lo referente al pan y al vino.
“Y debo decirte”, prosigue infatigable, “que aunque comprendo en parte vuestra actitud, creo que las personas como tú, cuya inteligencia y personalidad os convierten en referencia de comportamiento para los demás, deberíais depositar en nosotros vuestra confianza y la de quienes os tienen como modelos”, corona pelotero.
No tiene perdón. Sale del baúl de los recuerdos en el año 25 D.C. (Después de COU), me invita a tomar una copa en memoria de los viejos y buenos y gamberros tiempos, y acaba pidiéndome, con tan poca delicadeza como talento, que organice reuniones para conseguirle tupperwares llenos de votos favorables a su candidatura. Debo reconocer, es cierto, que en una cosa no ha cambiado: aún los tiene que se los pisa. Pero eso no calma mis ansias de revancha por haberme tendido una emboscada electoral, so pretexto de realizar unas libaciones en honor de los tiempos pasados. Y al contrario que los mecheros o los taxis, la venganza es algo que siempre encuentras si buscas despacio.
- Mira Chema... ¿Puedo llamarte Chema? – me alargo mientras barrunto mi plan.
“Por supuesto”, responde campechano y previsible
- Pues mira José María – prosigo indiferente – Yo no puedo hacer gran cosa, pero tengo al hombre que necesitas. Alguien concienciado y dispuesto – miento alargándole el teléfono y la dirección de Matías. Sólo espero que mi buen Matías conserve aún aquella rara fobia de los tiempos del instituto, cuando no podía evitar empujar a Chema por las escaleras o meterle la cabeza en el inodoro cada vez que lo veía.

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CANONIMATO

“Mujeeer... si puedesh tú con Diosh hablaaar”, desafina el tipo acodado junto a mí en la barra del pub, tratando de caramelizar a su partenaire, tan aparentemente alcoholizada como él y con la misma inclinación sádica a degollar boleros, a juzgar por su babeo.
- Perdone. Soy inspector de la SGAE y le informo de que para cantar esa canción en un local público, debe abonar un canon de sesenta euros – le espeto suave pero con firmeza mientras hago volar mi carnet del bingo ante sus vidriosos ojos. El viejo truco achanta-beodos de la SGAE vuelve a funcionar, sólo que esta vez lo hace a medias. El tipo me suelta ciento veinte euros para poder terminar de masacrar el bolero que estaba graznando y empalmarlo con Siboney ya que, afirma, es la primera vez en su vida que una mujer le aguanta ocho compases sin caer a la lona al tiempo que el árbitro cuenta hasta diez. Le extiendo un recibo utilizando un posavasos, me guardo el dinero y trato de calmarme calculando si los tapones que esa mujer debe almacenar en sus oídos darían para encerar todo el parquet de este garito. Y concluyo que otra explicación no cabe y que aún sobraría material para mi cuarto de estar. Culminada de manera frustrante mi tentativa de lograr un silencio razonable que me permita una conversación fluida con mi propia acompañante, observo que ésta parece haber encontrado divertida mi iniciativa, ya que sonríe por primera vez en la últimas dos horas. Algo que me hace albergar ciertas esperanzas tras un comienzo de velada resueltamente aciago, del tipo “¿Solomillo?”, “No me entra nada más”, “¿Café?”, “Ahora no”, “¿Sexo?”, “En ocasiones”. Respuestas intercambiables para preguntas desafortunadas, en suma.
“Buena jugada”, susurra con una sonrisa que, de forma sutil pero implacable, va adquiriendo matices amenazadores. “Es una pena que yo sí sea inspectora de la SGAE, porque entre las canciones de Serrat y Sabina que me has tarareado y las frases de Bogart en Casablanca que me has soltado, la noche te va salir por un pico, pichón”
Acorralado, solicito fumar el cigarrillo del condenado sólo para apagarlo de inmediato en la copa de mi vecino bolerista, quien reacciona arrojándome el contenido a la cara. Pero mi cara ha preferido acompañarme en mi desesperada carrera hacia la salida, por lo que ha dejado el camino libre para que el líquido acabe en el rostro de mi traicionero ex ligue, quien responde disparando denuncias con su escopeta de cánones recortados. El tumulto se expande con tal pasión y velocidad que consigo ganar la calle antes de que nadie repare en mi huida. En el fondo me alegro de haber acabado solo. Tal como se están poniendo las cosas corría incluso el riesgo de haber acabado pagando derechos de autor a mi padre por darle un nieto.

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DOMINGUING

“...precipitaciones que podrían ser de nieve por encima de los seiscientos metros. Son las diez de la mañana, una hora menos en Canarias...”, radiofoniza una voz femenina.
Miro el reloj. Lentamente, las legañas abren paso al desconcierto. Según los dígitos rojos que flotan sobre la mesilla, estoy en Canarias. Una perspectiva atrayente si no fuera porque, de ser cierta, la panadería está hoy mucho más lejos. Salgo de la cama. Trato de organizar mis primeros y confusos pensamientos mientras subo con calma la persiana. Afuera nieva. Me parece extraordinariamente raro que nieve en Canarias. Casi tan raro como que los edificios de esta isla, sea cual sea, parezcan completamente idénticos a los de mi barrio, ladrillo por ladrillo y pintada por pintada. Incluso el repulsivo caniche que ladra chillón a una bicicleta es clavado al de la panadera. Recapacito: esto no puede ser Canarias. Sin embargo, esta hipótesis no resuelve el misterio de la hora de menos. Súbitamente, recuerdo que anoche tocaba adelantar los relojes una hora, como todas las primaveras, lo que explica mi desfase horario... pero no el enigma de la nieve. Porque estamos en primavera, eso es un hecho. Y no obstante, afuera nieva. Además, la locutora ha dicho que nevaría por encima de los seiscientos metros y anoche esta ciudad seguía estando a cuatrocientos metros sobre el nivel del mar... Recapacito de nuevo: esto no es Canarias y en una sola noche hemos adelantado una hora, hemos retrocedido una estación y nos hemos alzado otros doscientos metros sobre la playa más cercana. Y aún hay quien sostiene que ésta es una urbe aburrida.
Orgulloso de las incontestables conclusiones lógicas a las que mi riguroso razonamiento me ha conducido, decido prepararme para enfrentarme al mundo. Renuncio con audacia a la ducha, sacudo las migas de la cena de mi mejor chándal y parto con ánimo sereno, aspecto cochambroso y una canción en el corazón hacia mi aventura dominical en la panadería. Dedico el trayecto en ascensor a pulir mi estrategia de cara el enfrentamiento con mi diabólica adversaria. “Si pido dos croissants, un garrote y una baguette”, pienso en voz alta, “ella me pone un croissant, el periódico y media barra... y cuando pido dos suizos, un croissant y un romano, me da una coronilla, un suizo y un integral... así que para conseguir tres garrotes y una baguette tendré que pedir...”. El brusco frenazo del elevador pone fin a mis elucubraciones. Es la hora de la verdad. Respiro profundamente mientras me mentalizo para el combate. Casi puedo escuchar cómo mi cuerpo bombea adrenalina al tensar todos mis músculos y salir del portal camino de mi contienda dominical por el pan y el desayuno. Que Dios me ayude.

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COMEDORGEIST

“¡Camarero!”, requiere un imprudente comensal. Como una exhalación, veo volar hacia la voz la pajarita que adorna el cuello que todos los clientes del comedor desearían retorcer y que, por alguna misteriosa razón, nadie ha retorcido todavía. Supongo que sólo el invencible estupor que genera en su entorno, así como la obediencia a las más elementales normas de urbanidad - que reprueban el homicidio antes de los postres - lo mantienen con vida. Y considerando su manera de atender a la clientela, incluso esa explicación parece insuficiente.
“Una cuchara, por favor”, ha sido el educado requerimiento de su primera víctima ante la imposibilidad de saborear su sopa de ajo con un tenedor. “No faltaba más”, ha respondido el camarero. A continuación se ha dirigido a una mesa donde una señora atacaba a los indefensos restos de un potaje armada con dos trozos de pan. “Veo que ya no la necesita. No le importa que me la lleve, ¿verdad?”, ha dicho mientras cogía la cuchara. Y acto seguido, sin esperar respuesta, ha entregado el cubierto chupado al estupefacto sopero, no sin antes tranquilizarlo asegurando que “no se preocupe por que le contagie nada, esa vieja está como un roble”. A partir de ese momento, el hombre de la pajarita se ha convertido en el delirio hecho carne y el caos en su evangelio.
“¿Podría traernos algo más de pan?”, han solicitado unos. E inmediatamente el pan ha desaparecido de la mesa de al lado para materializarse en la suya.
“Esta lubina está ardiendo”, ha protestado otro. Casi sin tiempo de acabar la frase, la etérea y fétida nube blanca de un extintor ha bañado al pescado y a su destinatario.
“Había pedido media botella”, han reclamado a coro otros dos mostrando sendas botellas grandes de agua y vino. Y como a lo del pan y el pez sólo podía seguir algún prodigio a base de agua y vino, el tipo ha solventado el conflicto bebiendo a morro de ambos envases hasta dejar su contenido a medias, hecho lo cual los ha depositado delicadamente en sus correspondientes mesas con un cortés “¿así está bien?”
Personalmente, debo reconocer que me estoy divirtiendo mucho aunque, ciertamente, eso no me honra. En primer lugar porque esa diversión obedece a mi mezquina inclinación por reírme de la perplejidad ajena. Y en segundo lugar porque si aún no he sido víctima de este anticamarero, no se lo debo a mi astucia sino a mi cobardía. De hecho, estoy convencido de que lo que hay en mi plato no es rabo de toro. Pero no quiero ni imaginar los argumentos que el sembrador de pasmo sería capaz de poner sobre la mesa para demostrarme lo contrario. Prefiero no comer.

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ERRORMIENTAS

“¿Podrías prestarme un martillo?”, susurra la voz al otro lado del teléfono, con un deje de confianza notablemente atemperado por un comprensible pánico a morir estrangulado. Es Matías. Son las ocho de la mañana. Es domingo. Pese al encomiable empeño de mis primeros maestros en aritmética por inculcarme la norma básica de “no – colleja – sumar – bofetada – peras – pellizco – con – tirón de orejas – manzanas”, ese enunciado, tan duramente asimilado, se va al garete cuando constato que: (Matías + Teléfono) X (Martillo + 8:00 + Domingo) = (20 Años + 1 día) X Homicidio. Este resultado - matemáticamente irrebatible - de una suma absurdamente heterogénea, no logra tranquilizarme. Me froto los ojos y trato de leer el porvenir en mis legañas, en tanto que la única incógnita de esta ecuación que jamás podrá ser despejada continúa musitando súplicas telefónicas.
“Es que estoy haciéndole unos apaños a la madre de mi novia”, susurra pusilánime mi pequeño y madrugador pajarito rompehuevos. Y lo peor es que utiliza el tono paradójicamente exculpatorio de un tipo duro que estuviera salvando niños de una inundación y se avergonzara de ello. A pesar de que acaban de arrancarme, de muy mala manera, del profundo sueño al que dedico sistemáticamente las primeras dieciocho horas de cada uno de mis días festivos, trato de no asociar mi martillo con la imagen de la futura y posible suegra de Matías. Tentativa frustrada por las imágenes que se proyectan en mi aún aturdido cerebro, que hacen que las peores escenas de La matanza de Texas parezcan un vídeo de Barrio Sésamo.
- Vamos a ver, Matías – suspiro conteniéndome – quiero que me escuches atentamente para que podamos solucionar esto de forma civilizada: ¿la “eme” con la “o”?
“Mo”, responde el angelito
- Muy bien – le animo - ¿Y la “ete” con la “o”?
“¡To!”, pardillea la criatura sin objetar nada
- ¿Y la “ata” con la “porculo”? – preparo el cepo que será su tumba
“¡Ata-porculo!”, contesta triunfante mi chiquitín
- Tú lo has dicho – le espeto mientras dejo que asimile el mensaje – Y si no quieres tragarte el martillo con guarnición de alcayatas y tirafondos, más te vale no acercarte a mí hasta mañana – remato. Detesto llegar a estos extremos. Pero tengo sueño. Y desde que mis alicates se fugaron con el electricista no he vuelto a ser el mismo.

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DESCONFIALGIA

“El grabado reproduce una escena de antropofagia, suceso que se ha podido corroborar gracias a los huesos hallados en el yacimiento, en los que se aprecia que la carne fue separada del hueso con algún utensilio cortante”, explica el arqueóloguía. Debo dar por bueno entonces que una tibia rebañada hace unos cuantos millones de años, almacena aún información suficiente como para aseverar que mis simiescos ancestros del cuadro inventaron el churrasco de congénere. Pero hay una cosa como de CSI Las Vegas en todo esto que mantiene mi nivel de escepticismo en estado de alerta. Me hace recordar la opinión que mi antiguo y sabio profesor de historia resumía sobre estos grandes hallazgos arqueológicos en cuatro palabras: “Se dicen muchas tonterías”.
“¿Y a qué hora comieron?”, vocifera Matías apoyando mis dudas y alborotando, de paso, el gallinero cuyo silencio venía controlando el guía. Éste, no obstante, finge no haber escuchado nada (aunque una muestra de cerumen evidenciaría el surco dejado por el bramido de mi amigo) y conduce al grupo a la siguiente parada del recorrido. A mi lado, Matías murmura colérico una letanía de blasfemias científico-religiosas. Y es que él siempre ha apostado por una tercera vía: sostiene que las tesis de la Iglesia son cuentos chinos, pero Darwin – afirma - también era un farsante porque – argumenta - se puede llegar un par de horas tarde a una boda, pero acudir con unos millones de años de retraso a la cita con la evolución, como los chimpancés o los orangutanes, no es de recibo; entre otras razones  porque no hay atasco ni huelga de autobuses que puedan servir de excusa. El agotador esfuerzo intelectual invertido en llegar a estas conclusiones ha llevado a mi ilustre colega a dejar en manos de otros más sabios la respuesta a “¿de dónde venimos?” – aunque se indigne ante la mínima sospecha de charlatanería – y a conformarse con cualquier respuesta al interrogante “¿a dónde vamos?”, siempre que esa respuesta incluya la palabra “bar”.
“En esta vitrina podemos observar distintos tipos de arpones tallados en hueso utilizados para la caza y la pesca”, recita indiferente el monitor. Tras el cristal, unos cuantos objetos vagamente punzantes y difícilmente encajables en un palo pero, eso sí, primorosamente decorados, suscitan mis dudas sobre el sentido práctico de mis antepasados: si yo hubiera fabricado un artilugio destinado a atravesar el corazón de un bicho comestible, no me habría tomado tantas molestias.
“¿Y los desnudos rupestres de Marujita Díaz, cuándo llegan?”, brama faltón Matías. Por una vez, le doy la razón. Aunque eso conlleve el discutible privilegio de ser, junto con él, uno de los pocos visitantes expulsados con deshonor de esta muestra.

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ENCIEURRO

“¿Nacionalidad?”, inquiere en un tono vagamente hostil el munipa acodado en la valla.
- Borrachoeslovaco – improviso torpemente una respuesta que, creo, me hará merecer la expulsión inmediata del recorrido del encierro antes de que den las ocho de la mañana.
“Pues lo siento”, responde su majestad por la gracia de San Fermín. “Los corredores no comunitarios no pueden correr en este tramo”, recita adiestrado, “únicamente tienen derecho a tropezar en silencio en la curva de Telefónica, todo lo que suden podrá ser utilizado en su contra y tienen derecho a un cabestro de oficio”, culmina sin respirar y mirándome, parece, a través de sus Rayban modelo Harrylsucio. Ignoraba que las directivas europeas sobre carreras urbanas con toros bravos fueran tan rígidas. O tal vez ya lo sabía, pero las dimensiones bíblicas de la tajada que llevo han reducido las funciones de mi cerebro a unos servicios mínimos que no incluyen las prestaciones de memoria. Me gustaría explicar al rudo patrullero que mi más ferviente deseo es quitarme de en medio para no estorbar a los temerarios corredores (comunitarios o bárbaros) que van a poner a prueba su temple y velocidad ante seis fieros toros. El alcohol, no obstante, hace que pensarlo sea fácil pero verbalizarlo resulte imposible. Además, el reflejo de mi rostro en sus gafas de sol lo desaconseja: en su lugar, yo tampoco prestaría atención a un fulano con ese careto.
- Nomidigamás. Yamivoydakí municipalov – logro articular con un esfuerzo titánico mientras trato de dirigir mis vacilantes pasos hacia el tramo reservado a los parias ajenos a nuestra flamante Comunidad Europea, al tiempo que pienso – es un decir – en la kafkiana circunstancia de verme encerrado en un encierro, redundancia que consigue marearme aún más. Y no es que no quiera correr, al contrario: desearía ser Carl Lewis y cubrir la distancia entre mi posición actual y mi cama en menos de diez segundos, pero en mi estado va a ser difícil hacérselo entender a alguien. Súbitamente, cuando la fatiga  y la desesperación están a punto de vencer, el llamativo chaleco de un socorrista me revela la única maniobra que puede salvarme. Reuniendo las escasas energías que aún me quedan, finjo – sin esfuerzo - un desmayo.
“¿Nacionalidad?”, pregunta el sanitario tras colocarme en la camilla,
- Francoalemañol – reacciono quemando mis últimas meninges.
“Pues lo siento mucho”, se lamenta volcando la camilla y devolviéndome al suelo, “pero los corredores comunitarios no están autorizados a desmayarse aquí. Tendrá que desmayarse en Estafeta”. Si pudiera recordar cómo se hacía, me echaría a llorar. Palabrita del Niño Jesús: en las próximas elecciones europeas iré a votar.

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CIRCOLOQUIO

“¡Y ahora, con todos ustedes... Miss Verónica, la mejor amazona del mundo!”
Fanfarria, caballos emplumados y lentejuelas. Y aburrimiento. Sin embargo, mis dos chiquillos parecen divertirse. A mi izquierda, absorto en la elegancia de los caballos, mi sobrino de 8 años, aquí presente por culpa de un pelotari negado que me hizo perder la apuesta con mi cuñado. A mi derecha, absorto en los rotundos muslos de Miss Verónica, mi amigo Matías de 45 años, aquí presente porque su madre se negaba a traerlo al circo. Y en el centro yo, aburrido pero también sorprendido por el talento de la amazona. No tanto por su habilidad para mantenerse en pie sobre un caballo al trote como por su capacidad para convencerlo de que dar vueltas todos los días ante una panda de ociosos aplaudidores es la mejor forma de sentirse realizado profesionalmente. Más difícil todavía.
“Y a continuación...”, vocifera el jefe de pista anunciando una nueva atracción. Y el espectáculo continúa con unos acróbatas de destreza tan magistral como ya vista, seguidos de unos malabaristas a los que gustosamente cambiaría sus bolos y sus aros por la cristalería de la madre de Matías o por las macetas con bonsáis de mi cuñado. Rencoroso que es uno. Y la cosa sigue con Clar & Nete, “los payasos de las mil caras”, momento que aprovecha Matías para salir de su primera fase de ensimismamiento
“¿Te gustan?” – pregunta refiriéndose a los dos tipos maquillados que me resultan tan divertidos como un documental sobre operaciones de próstata.
- Sí. Sobre todo lo de las mil caras, porque así se las podremos partir mil veces – respondo con una sonrisa que devuelve a mi chiquitín a su proceso de embobamiento en fase ya más avanzada. Pero el espectáculo debe continuar.
“Desde China, procedentes de un misterioso templo shaolín, nuestra atracción más especial...”, susurra - paradójicamente a voces - el maestro de ceremonias mientras los payasos se largan a desmaquillarse sus dos mil ojos. Aprovecho la larga introducción del número (“maestros del kung–fu”, “secretos de las artes marciales”) para echar un vistazo a mis niños. Mi sobrino permanece hipnotizado. Mi amigo también. Si no fuera porque Matías babea, podría llegar a confundirlos. Y en la pista se suceden los brincos, los gritos y las roturas de ladrillos y maderas de las formas más agotadoras posibles. Finalmente, sin embargo, encuentro una cierta satisfacción: es la primera vez que veo a unos monjes (o eso dicen ellos) demostrar públicamente la relación entre religión y circo. Porque el célebre truco de la transubstanciación está muy bien y es difícil de pillar, pero resulta poco espectacular. A qué engañarnos.

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DESAHOGOLOJOS

“¡Deponga de inmediato su actitud inmediatamente y abandone este lugar de inmediato!”, brama reiterativo el uniformado.
- Le repito, agente – respondo cortés – que no me he tumbado ante la puerta de este recinto, casualmente lleno de okupas, para obstruir su labor. Me he caído hace tres horas y aún estoy esperando a la ambulancia que he solicitado por el móvil. Si no me muevo es porque creo haberme roto algo. Y ya sabe usted lo peligroso que resulta mover a un accidentado sin las medidas adecuadas. Asumiría usted una responsabilidad terrible.
La palabra “responsabilidad” hace diana en el centro de su hoja de servicios. Una vez sembrada la duda, la veo crecer y brotar vigorosa en su mirada, por lo que decido cosechar los frutos antes de que se agosten.
- Mira, ciruelito – patino marrullero en pleno arrebato hortofrutícola
“¿¡Cómo!?”, truena herido en su prurito viril
- He dicho: mire, seamos listos – rectifico chapucero tratando de recuperar tanto el autocontrol como la dignidad – Usted quiere desalojar este local ¿verdad?
“Mmmm... eeeh... sí” – balbucea tratando de flotar en la marejada de su confusión.
- Pues es muy sencillo: yo me quedo vigilando la puerta para que no salga nadie mientras usted se va a conseguirme una ambulancia. Sólo alguien capaz de hacer valer su autoridad, como usted, puede salvarme – concluyo zalamero.
“Pero...”, se  tambalea indeciso, obligándome a retorcerle el brazo a la lógica.
- Entiéndame: ni siquiera esos melenudos revoltosos se atreverían a pisotear a un pobre herido – desmenuzo paciente – Conmigo aquí, ellos no saldrán y usted podrá desalojarlos cuando vuelva. Porque si salen mientras usted no está, luego no habrá a quién desalojar. Y eso es tanto como decir que usted habría fracasado en su misión.
Ahora la palabra “fracasado” se ha clavado en su hoja de servicios junto a “responsabilidad”, seccionando de paso varias expectativas de quinquenios. Es mío.
“Vale. Pero no se mueva de aquí”, murmura entre una orden y una súplica. Ahora sólo falta esperar a que se largue y yo también podré dejar de hacerme el lesionado tras aportar mi granito de tiempo. Mis planes, no obstante, se tuercen gracias a la inestimable ayuda de mi amigo Matías quien, harto de ser rechazado incluso en los cursos de manualidades con flores secas, se presenta impecablemente vestido con un albornoz lila y exigiendo ser el primer usuario del balneario municipal previsto en el local ocupado. O eso, o degüella al patito de goma que ha traído de rehén. No sé si esto se hunde, pero juraría que el derrumbe del uniformado sólo podría evitarse con un pelotazo de Valium.

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ZOOFOBIA

“¿Qué deseaba?”, pregunta en pretérito incorrecto el vendemascotas.
- Deseaba,  y  aún deseo – puntualizo – una vida sin más animales de compañía que los que aparecen en los documentales de National Geographic. Pero no ha podido ser – concluyo. Acaso un iridiólogo podría detectar un cáncer de ombligo en su mirada. Yo sólo detecto confusión, de modo que decido explicarme antes de que se me muera de un ataque de estupor.
- Hace unas semanas adquirimos un par de hamsters para mis hijas en este establecimiento – comienzo pausado.
“¿Para sus hijas?” me interrumpe imprudente.
- Sí – respondo con sequedad – Su madre y yo preferimos que coman los trozos de animales muertos que venden en la carnicería, pero los niños de ahora... ya se sabe – bromeo asesino. Tras un breve instante de duda, el tipo llega a la conclusión de que lo mejor es dejarme seguir sin más interrupciones.
- El caso es que, finalmente y siguiendo tus doctos consejos para evitar la explosión demográfica de mascotas, compramos dos ejemplares del mismo sexo, hembras en este caso. Y para mayor seguridad, nos las llevamos en jaulas separadas, condiciones bajo las cuales se supone que ninguna de ellas debería haberse puesto de parto. ¿Correcto?
“Mmmm... psssí... claro”, vacila abrumado por un desenlace que prevé desagradable.
- Pues siento decirte que como Predíctor eres un desastre – exclamo dejando una caja de zapatos agujereada sobre el mostrador – Aquí tienes los tres proyectos de hamster que, según tú, no deberían existir. Tuyos son, míos no – remato en plan Jesusito de mi vida.
“Pero... oiga...”, trata de zafarse sin rumbo fijo.
- Mira, muchacho – susurro con la voz de Vito Corleone - Cuando vi que había tenido hijos fuera de las normas establecidas la llamé “puta”  y le puse una maleta con sus cosas en el descansillo, como Dios manda. Entonces ella se vino abajo y me contó lo vuestro. No hay más que ver las orejas de los animalitos y las tuyas para que todo resulte transparente. Ahora, compórtate como un hombre y hazte cargo de tus crías – remato pellizcándole la mejilla y dándole un par de cachetes. El tono siciliano surte el efecto deseado: el dependiente abre la caja de zapatos y asume su paternidad con la mirada de quien tiene una escopeta en la espalda.
- ¿A que son preciosos? – continúo – Ah, y otra cosa... Si vuelves a acercarte a ella, te mataré – culmino mi personal Padrino antes de abandonar la tienda. Es la primera vez en mi vida que me veo obligado a reclamar en un comercio por haberme llevado más artículos de los que he pagado, aunque estuvieran en fase embrionaria. Pero hay en mi cerebro una frase grabada a fuego desde la infancia y que no se deja borrar: “odio a muerte a los roedores”.

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CAOSERVATORIO

“¿Qué deseaba?”, pregunta con un deje de cansancio el hombre del mostrador.
- Pues verá – arranco en el mismo tono de aburrimiento sostenido – hace unos meses matriculamos a mi hijo en este conservatorio, concretamente en piano. Y ayer recibí una carta informándonos de que las clases no van a comenzar aún porque no hay profesor.
“¿La carta iba firmada?”, pregunta sorpresivamente.
- Pues... creo recordar que no - vacilo
“Me lo temía. Lo que usted ha recibido es una circular falsa. Los alumnos de piano tienen un profesor altamente cualificado y contratado desde hace dos meses”, explica.
- Bueno... eso me tranquiliza – suspiro aliviado
“Lo que no tienen es piano”, observa con la aplicación propia de quien controla su territorio. “Ayer lo intentamos solucionar atornillando cuatro acordeones en serie sobre una mesa, pero el profesor no se dejó engañar”
 - ¿Y entonces?... – replico más irritado que asombrado.
“Cálmese. Nos hemos suscrito a los fascículos de Tu amigo el piano y ya tenemos las tres primeras teclas y un pedal. En diez meses tendremos el piano completo”, repone con un brillo inquietante en los ojos.
- ¿Y el profesor? – boqueo intentando no ahogarme en el caos.
“Está muy bien. Le hemos buscado una ocupación alternativa y está trabajando de paragüero en la segunda planta. No es como tocar el piano, pero está entretenido el muchacho”, concluye solidario. No soy un tipo especialmente vulnerable, pero esat conversación está resquebrajando todas mis defensas, hasta el extremo de que, sin percatarme, he comenzado a arrancar el chapeado del mostrador con las uñas.
- ¿Con quién podría hablar para presentar una queja, por favor? – resumo mi furor en una sola pregunta.
“Tiene tres opciones: el jefe de estudios, el gerente y el director”, expone haciendo rechinar sus dientes, “el jefe de estudios está ahora reunido con los ratones y la carcoma, que piden que se les convaliden los cursos de solfeo por una cuestión de quinquenios, y el gerente ha salido a seguir con su tratamiento a base de cianuro”
- ¿Y el director? – inquiero desesperado
“Está afinando los cubos. Es que tenemos goteras y cuando viene el representante del gobierno el pling-pling de los cubos tiene que producir un acorde mayor, porque si no se deprime y nos recorta el presupuesto”, me confiesa mientras recupera de la papelera una grapa a medio doblar. Y yo que pensaba que la situación educativa era sólo desesperada.

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HOLGAZANACIÓN

“Entonces ¿es cierto que maltratabas a tu taxista porque creías que su mujer era tu amante? – acosa confusa y rosácea una presunta periodista a una presunta celebridad televisiva. Incluso hundido en la butaca, aún me queda dignidad como para huir valientemente de esta cardiobazofia. Muevo las manos tratando de hallar el mando a distancia, sólo para recordar de forma dolorosa que el infernal aparato jamás mancilla su buen nombre: siempre está lejos.
- Matías – entono aristocrático – pásame el mando. Desde las profundidades del sofá, una voz cavernosa clama: “no sé dónde está”. Sin ser aún crítica, la situación comienza a ser desesperante. Con un esfuerzo homérico, echo un vistazo a mi alrededor sin mover la cabeza. Sólo el cenicero que reposa en el brazo del sillón parece ofrecer alguna oportunidad. Pondero las diferentes alternativas. Arrojárselo a Matías: barato y satisfactorio, pero difícil; desaparecido como está entre los cojines del sofá, sería lanzar una carga de profundidad a ciegas. Otra opción: estrellar el cenicero contra el televisor. Fácil y satisfactorio, pero muy caro. Finalmente, enciendo un cigarrillo y opto por dedicarlo a su función primigenia. Pero esta decisión no acaba de tranquilizarme.
“¿Y cómo es que el amante de tu cuñada tuvo un aborto cuando supo lo de tu padre con el chófer embarazado?”, continúa enredándose la víbora. Hay que hacer algo. Ha sonado la hora de adoptar medidas drásticas que arrojen un poco de luz entre tanta oscuridad.
- Matías, es preciso organizar una comisión de investigación – proclamo solemne – tenemos la obligación de descubrir la verdad sobre la desaparición del mando a distancia y sus posibles conexiones con el terrorismo islámico.
“¿Y para eso hay que levantarse?”, radiotelegrafía apenas medio minuto después.
- No necesariamente – explico – podemos votar para que comparezca tu madre y, después de escuchar su testimonio, volver a votar para que lo busque ella.
Un gruñido submarino de mi querido limaco confirma su voto favorable a mi iniciativa. Ahora sólo falta que acuda la madre de Matías. Súbitamente comprendo que para ello debería afrontar penalidades como alzar la voz o incluso levantarme, iniciativas ambas que superan mi espíritu de sacrificio. Desolado, descubro que mi sola voluntad de hacer que resplandezca la verdad no basta para vencer ante tan poderosa conspiración. Como horizonte, mis ojos ya sólo contemplan la rendición.
“¿Y cómo reaccionó tu perro al saber lo de tu madre con la plantilla de IZAR?”
Además, también hay un cierto calado social en este tipo de espacios. Sólo hay que tener la mente abierta y no dejarse arrastrar por la ansiedad.

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