FONTANULO
“¿Así que
se ha vuelto a atascar el desagüe?”, pregunta retórico el fontanero,
chapoteando en la versión reducida de Venecia en la que se ha convertido mi
cocina.
- Qué va –
respondo apretando los dientes – Te he llamado porque me gusta tu after shave y
lo bien que te queda el buzo.
Duda entre
tomarse mi respuesta a broma, lo que no le gusta nada, o tomársela en serio, lo
que le gusta aún menos. Eligiendo la muy frecuentada calle de en medio, calla y
se dispone a utilizar todo su talento para remediar la misma situación que,
supuestamente, había quedado ya remediada en las múltiples ocasiones anteriores
en las que ha acudido a lo largo de las últimas semanas. Para peor, tras cada
visita he tenido la seguridad de que me hubiera salido más barato irme al
casino de Montecarlo. Y perder. Tal como ya me he cansado de verle hacer, saca
de la caja de herramientas una larga sirga de acero que introduce en la cañería
mientras da vigorosas vueltas a la manivela situada al otro extremo del
artilugio.
“¿Has lavado
alguna cosa especial en el fregadero o en la lavadora estos días?”, inquiere
sorprendentemente, tratando tanto de aliviar la incómoda tensión del silencio
como de hallar una respuesta sobrenatural a la aparente invulnerabilidad de mis
atascos. Tantos días de desastres acuáticos me permitirían obtener el carné de
gondolero sin pasar examen, así que su pregunta da en blando. Prefiero, no
obstante, controlar mi ira y utilizar un tono educado en mi respuesta.
- No...
Bueno... Mi cuñado estuvo el otro día preparando hormigón en la lavadora... y
el gato, que además de estreñido es disléxico, confunde el fregadero con su
cajón de serrín... pero nada más – invento tratando de aparentar serenidad. La
sincera perplejidad de su mirada, sin embargo, no sólo no me inspira compasión,
sino que me indigna aún más, por lo que me dejo caer en brazos del descontrol.
- ¡Joder! –
estallo - ¡En diez años jamás había tenido un atasco! Y desde que vienes tú por
aquí, hay que ir del frigorífico a la mesa en canoa.
Esta vez le
ha dolido. Hasta el extremo de que sus lágrimas se añaden a la insistente fuga
formando un torrente en el que flotan los muebles. Tiraría la toalla, pero
necesito algo para secarme, así que la guardo cuidadosamente y abandono lo que
era mi hogar, no sin antes colocar un cartel en la puerta: “Se traspasa club
náutico”.
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DEBATING
“Eso es
mentira”, mastica con furor contenido un tipo de ojos claros y aspecto gatuno.
“Puesh lo
tuyo esh másh mentira un millón de vecesh”, responde enfurruñado un papasopas
barbudo.
“Y lo tuyo
infinito y un millón más”, contraataca el otro, “Y otra cosa te voy a decir:
Mariano, agárramela con la mano”
El fulano
de las barbas acusa el castigo y apenas puede disimular unos pucheritos que
hacen temblar su labio inferior. Mientras todo parece indicar que el primer
asalto de este debate se lo va a llevar el candidato de la oposición, el tipo
que ha decidido jugarse su prestigio periodístico moderando esta contienda
televisiva trata de poner un poco de orden con un “porfavorseñoresvamosareconducirladiscusión”.
Sin embargo, su sonrisa congelada y la forma en que estrangula sus folios
desmienten su pretendida serenidad. Una cisterna de ansiolíticos por vía
intravenosa no le haría más efecto que una picadura de mosquito a un elefante
disecado.
“¡Ha
empezado él!”, se desentiende acusica el gato novato.
“¡Nosheñor,
nosheñor y nosheñor!”, se defiende el otro, “hash hecho trampash con losh
votosh de losh pensionishtash, ashí que ahora me toca tirar dosh vecesh
seguidash”, gimotea el interino dirigiéndose al moderador. Pero el equilibrio
psíquico de este último resulta ser demasiado frágil para superar la prueba que
soporta, por lo que la siguiente imagen en ocupar la pantalla es la de un
periodista desquiciado bailando desnudo sobre la silla, con la corbata colgando
del peor sitio imaginable, incluso para un público adulto.
“¡Qué
vergüenza!”, muge Matías indignado rompiendo el silencio del cuarto de estar.
Esperanzado ante la posibilidad de haber recuperado a mi vegetal favorito para
el colectivo de los ciudadanos sensatos, aguardo mudo el resto de su discurso.
“El rato
que llevan y aún no han dado el teléfono para expulsar a uno de ellos del Gran
Triunfo del Hermano del Famoso de la Operación Isla de la Academia”, concluye
tan confundido como indignado. Decepción. Aunque tampoco le culpo. Visto lo
visto, a veces tengo la sensación de que tanto daría que se lo jugaran a los
chinos. Con sus monedas, eso sí.
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CANDIDIOTA
“El
problema de los escépticos como tú es que habéis perdido la confianza en el
sistema demasiado pronto, y no os dais cuenta de que vuestra postura favorece a
los de siempre”, expone iluminado por sus propias consignas.
Renuncio a
explicarle que mi escepticismo se remonta a la primera comunión, cuando en el
momento de la verdad, y contra todo lo prometido, ni me dieron carne ni me
dejaron catar la sangre. Y aun reconociendo que ese fraude me produjo un cierto
alivio, ya que la excitación del momento
no estaba exenta de cierto comprensible asquito infantil, desde entonces
desconfío de toda promesa realizada por un adulto que no esté dispuesto a
cortarse la lengua si no la cumple. Sobre todo en lo referente al pan y al
vino.
“Y debo
decirte”, prosigue infatigable, “que aunque comprendo en parte vuestra actitud,
creo que las personas como tú, cuya inteligencia y personalidad os convierten
en referencia de comportamiento para los demás, deberíais depositar en nosotros
vuestra confianza y la de quienes os tienen como modelos”, corona pelotero.
No tiene
perdón. Sale del baúl de los recuerdos en el año 25 D.C. (Después de COU), me
invita a tomar una copa en memoria de los viejos y buenos y gamberros tiempos,
y acaba pidiéndome, con tan poca delicadeza como talento, que organice
reuniones para conseguirle tupperwares llenos de votos favorables a su
candidatura. Debo reconocer, es cierto, que en una cosa no ha cambiado: aún los
tiene que se los pisa. Pero eso no calma mis ansias de revancha por haberme
tendido una emboscada electoral, so pretexto de realizar unas libaciones en
honor de los tiempos pasados. Y al contrario que los mecheros o los taxis, la
venganza es algo que siempre encuentras si buscas despacio.
- Mira
Chema... ¿Puedo llamarte Chema? – me alargo mientras barrunto mi plan.
“Por
supuesto”, responde campechano y previsible
- Pues mira
José María – prosigo indiferente – Yo no puedo hacer gran cosa, pero tengo al
hombre que necesitas. Alguien concienciado y dispuesto – miento alargándole el
teléfono y la dirección de Matías. Sólo espero que mi buen Matías conserve aún
aquella rara fobia de los tiempos del instituto, cuando no podía evitar empujar
a Chema por las escaleras o meterle la cabeza en el inodoro cada vez que lo
veía.
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CANONIMATO
“Mujeeer...
si puedesh tú con Diosh hablaaar”, desafina el tipo acodado junto a mí en la
barra del pub, tratando de caramelizar a su partenaire, tan aparentemente
alcoholizada como él y con la misma inclinación sádica a degollar boleros, a
juzgar por su babeo.
- Perdone.
Soy inspector de la SGAE y le informo de que para cantar esa canción en un
local público, debe abonar un canon de sesenta euros – le espeto suave pero con
firmeza mientras hago volar mi carnet del bingo ante sus vidriosos ojos. El
viejo truco achanta-beodos de la SGAE vuelve a funcionar, sólo que esta vez lo
hace a medias. El tipo me suelta ciento veinte euros para poder terminar de
masacrar el bolero que estaba graznando y empalmarlo con Siboney ya que,
afirma, es la primera vez en su vida que una mujer le aguanta ocho compases sin
caer a la lona al tiempo que el árbitro cuenta hasta diez. Le extiendo un
recibo utilizando un posavasos, me guardo el dinero y trato de calmarme
calculando si los tapones que esa mujer debe almacenar en sus oídos darían para
encerar todo el parquet de este garito. Y concluyo que otra explicación no cabe
y que aún sobraría material para mi cuarto de estar. Culminada de manera
frustrante mi tentativa de lograr un silencio razonable que me permita una
conversación fluida con mi propia acompañante, observo que ésta parece haber encontrado
divertida mi iniciativa, ya que sonríe por primera vez en la últimas dos horas.
Algo que me hace albergar ciertas esperanzas tras un comienzo de velada
resueltamente aciago, del tipo “¿Solomillo?”, “No me entra nada más”, “¿Café?”,
“Ahora no”, “¿Sexo?”, “En ocasiones”. Respuestas intercambiables para preguntas
desafortunadas, en suma.
“Buena
jugada”, susurra con una sonrisa que, de forma sutil pero implacable, va
adquiriendo matices amenazadores. “Es una pena que yo sí sea inspectora de la
SGAE, porque entre las canciones de Serrat y Sabina que me has tarareado y las
frases de Bogart en Casablanca que me has soltado, la noche te va salir por un
pico, pichón”
Acorralado,
solicito fumar el cigarrillo del condenado sólo para apagarlo de inmediato en
la copa de mi vecino bolerista, quien reacciona arrojándome el contenido a la
cara. Pero mi cara ha preferido acompañarme en mi desesperada carrera hacia la
salida, por lo que ha dejado el camino libre para que el líquido acabe en el
rostro de mi traicionero ex ligue, quien responde disparando denuncias con su
escopeta de cánones recortados. El tumulto se expande con tal pasión y
velocidad que consigo ganar la calle antes de que nadie repare en mi huida. En
el fondo me alegro de haber acabado solo. Tal como se están poniendo las cosas
corría incluso el riesgo de haber acabado pagando derechos de autor a mi padre
por darle un nieto.
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DOMINGUING
“...precipitaciones
que podrían ser de nieve por encima de los seiscientos metros. Son las diez de
la mañana, una hora menos en Canarias...”, radiofoniza una voz femenina.
Miro el
reloj. Lentamente, las legañas abren paso al desconcierto. Según los dígitos
rojos que flotan sobre la mesilla, estoy en Canarias. Una perspectiva atrayente
si no fuera porque, de ser cierta, la panadería está hoy mucho más lejos. Salgo
de la cama. Trato de organizar mis primeros y confusos pensamientos mientras
subo con calma la persiana. Afuera nieva. Me parece extraordinariamente raro
que nieve en Canarias. Casi tan raro como que los edificios de esta isla, sea
cual sea, parezcan completamente idénticos a los de mi barrio, ladrillo por
ladrillo y pintada por pintada. Incluso el repulsivo caniche que ladra chillón
a una bicicleta es clavado al de la panadera. Recapacito: esto no puede ser
Canarias. Sin embargo, esta hipótesis no resuelve el misterio de la hora de
menos. Súbitamente, recuerdo que anoche tocaba adelantar los relojes una hora,
como todas las primaveras, lo que explica mi desfase horario... pero no el
enigma de la nieve. Porque estamos en primavera, eso es un hecho. Y no
obstante, afuera nieva. Además, la locutora ha dicho que nevaría por encima de
los seiscientos metros y anoche esta ciudad seguía estando a cuatrocientos
metros sobre el nivel del mar... Recapacito de nuevo: esto no es Canarias y en
una sola noche hemos adelantado una hora, hemos retrocedido una estación y nos
hemos alzado otros doscientos metros sobre la playa más cercana. Y aún hay
quien sostiene que ésta es una urbe aburrida.
Orgulloso
de las incontestables conclusiones lógicas a las que mi riguroso razonamiento
me ha conducido, decido prepararme para enfrentarme al mundo. Renuncio con
audacia a la ducha, sacudo las migas de la cena de mi mejor chándal y parto con
ánimo sereno, aspecto cochambroso y una canción en el corazón hacia mi aventura
dominical en la panadería. Dedico el trayecto en ascensor a pulir mi estrategia
de cara el enfrentamiento con mi diabólica adversaria. “Si pido dos croissants,
un garrote y una baguette”, pienso en voz alta, “ella me pone un croissant, el
periódico y media barra... y cuando pido dos suizos, un croissant y un romano,
me da una coronilla, un suizo y un integral... así que para conseguir tres
garrotes y una baguette tendré que pedir...”. El brusco frenazo del elevador
pone fin a mis elucubraciones. Es la hora de la verdad. Respiro profundamente
mientras me mentalizo para el combate. Casi puedo escuchar cómo mi cuerpo
bombea adrenalina al tensar todos mis músculos y salir del portal camino de mi
contienda dominical por el pan y el desayuno. Que Dios me ayude.
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COMEDORGEIST
“¡Camarero!”,
requiere un imprudente comensal. Como una exhalación, veo volar hacia la voz la
pajarita que adorna el cuello que todos los clientes del comedor desearían
retorcer y que, por alguna misteriosa razón, nadie ha retorcido todavía.
Supongo que sólo el invencible estupor que genera en su entorno, así como la
obediencia a las más elementales normas de urbanidad - que reprueban el
homicidio antes de los postres - lo mantienen con vida. Y considerando su
manera de atender a la clientela, incluso esa explicación parece insuficiente.
“Una
cuchara, por favor”, ha sido el educado requerimiento de su primera víctima
ante la imposibilidad de saborear su sopa de ajo con un tenedor. “No faltaba
más”, ha respondido el camarero. A continuación se ha dirigido a una mesa donde
una señora atacaba a los indefensos restos de un potaje armada con dos trozos
de pan. “Veo que ya no la necesita. No le importa que me la lleve, ¿verdad?”,
ha dicho mientras cogía la cuchara. Y acto seguido, sin esperar respuesta, ha
entregado el cubierto chupado al estupefacto sopero, no sin antes
tranquilizarlo asegurando que “no se preocupe por que le contagie nada, esa
vieja está como un roble”. A partir de ese momento, el hombre de la pajarita se
ha convertido en el delirio hecho carne y el caos en su evangelio.
“¿Podría
traernos algo más de pan?”, han solicitado unos. E inmediatamente el pan ha
desaparecido de la mesa de al lado para materializarse en la suya.
“Esta
lubina está ardiendo”, ha protestado otro. Casi sin tiempo de acabar la frase,
la etérea y fétida nube blanca de un extintor ha bañado al pescado y a su
destinatario.
“Había
pedido media botella”, han reclamado a coro otros dos mostrando sendas botellas
grandes de agua y vino. Y como a lo del pan y el pez sólo podía seguir algún
prodigio a base de agua y vino, el tipo ha solventado el conflicto bebiendo a
morro de ambos envases hasta dejar su contenido a medias, hecho lo cual los ha
depositado delicadamente en sus correspondientes mesas con un cortés “¿así está
bien?”
Personalmente,
debo reconocer que me estoy divirtiendo mucho aunque, ciertamente, eso no me
honra. En primer lugar porque esa diversión obedece a mi mezquina inclinación
por reírme de la perplejidad ajena. Y en segundo lugar porque si aún no he sido
víctima de este anticamarero, no se lo debo a mi astucia sino a mi cobardía. De
hecho, estoy convencido de que lo que hay en mi plato no es rabo de toro. Pero
no quiero ni imaginar los argumentos que el sembrador de pasmo sería capaz de
poner sobre la mesa para demostrarme lo contrario. Prefiero no comer.
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ERRORMIENTAS
“¿Podrías
prestarme un martillo?”, susurra la voz al otro lado del teléfono, con un deje
de confianza notablemente atemperado por un comprensible pánico a morir
estrangulado. Es Matías. Son las ocho de la mañana. Es domingo. Pese al
encomiable empeño de mis primeros maestros en aritmética por inculcarme la
norma básica de “no – colleja – sumar – bofetada – peras – pellizco – con –
tirón de orejas – manzanas”, ese enunciado, tan duramente asimilado, se va al
garete cuando constato que: (Matías + Teléfono) X (Martillo + 8:00 + Domingo) =
(20 Años + 1 día) X Homicidio. Este resultado - matemáticamente irrebatible -
de una suma absurdamente heterogénea, no logra tranquilizarme. Me froto los
ojos y trato de leer el porvenir en mis legañas, en tanto que la única
incógnita de esta ecuación que jamás podrá ser despejada continúa musitando
súplicas telefónicas.
“Es que
estoy haciéndole unos apaños a la madre de mi novia”, susurra pusilánime mi
pequeño y madrugador pajarito rompehuevos. Y lo peor es que utiliza el tono
paradójicamente exculpatorio de un tipo duro que estuviera salvando niños de
una inundación y se avergonzara de ello. A pesar de que acaban de arrancarme,
de muy mala manera, del profundo sueño al que dedico sistemáticamente las
primeras dieciocho horas de cada uno de mis días festivos, trato de no asociar
mi martillo con la imagen de la futura y posible suegra de Matías. Tentativa
frustrada por las imágenes que se proyectan en mi aún aturdido cerebro, que
hacen que las peores escenas de La matanza de Texas parezcan un vídeo de Barrio
Sésamo.
- Vamos a
ver, Matías – suspiro conteniéndome – quiero que me escuches atentamente para
que podamos solucionar esto de forma civilizada: ¿la “eme” con la “o”?
“Mo”,
responde el angelito
- Muy bien
– le animo - ¿Y la “ete” con la “o”?
“¡To!”,
pardillea la criatura sin objetar nada
- ¿Y la
“ata” con la “porculo”? – preparo el cepo que será su tumba
“¡Ata-porculo!”,
contesta triunfante mi chiquitín
- Tú lo has
dicho – le espeto mientras dejo que asimile el mensaje – Y si no quieres
tragarte el martillo con guarnición de alcayatas y tirafondos, más te vale no
acercarte a mí hasta mañana – remato. Detesto llegar a estos extremos. Pero
tengo sueño. Y desde que mis alicates se fugaron con el electricista no he
vuelto a ser el mismo.
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DESCONFIALGIA
“El grabado
reproduce una escena de antropofagia, suceso que se ha podido corroborar
gracias a los huesos hallados en el yacimiento, en los que se aprecia que la
carne fue separada del hueso con algún utensilio cortante”, explica el
arqueóloguía. Debo dar por bueno entonces que una tibia rebañada hace unos
cuantos millones de años, almacena aún información suficiente como para
aseverar que mis simiescos ancestros del cuadro inventaron el churrasco de
congénere. Pero hay una cosa como de CSI Las Vegas en todo esto que mantiene mi
nivel de escepticismo en estado de alerta. Me hace recordar la opinión que mi antiguo
y sabio profesor de historia resumía sobre estos grandes hallazgos
arqueológicos en cuatro palabras: “Se dicen muchas tonterías”.
“¿Y a qué
hora comieron?”, vocifera Matías apoyando mis dudas y alborotando, de paso, el
gallinero cuyo silencio venía controlando el guía. Éste, no obstante, finge no
haber escuchado nada (aunque una muestra de cerumen evidenciaría el surco
dejado por el bramido de mi amigo) y conduce al grupo a la siguiente parada del
recorrido. A mi lado, Matías murmura colérico una letanía de blasfemias
científico-religiosas. Y es que él siempre ha apostado por una tercera vía:
sostiene que las tesis de la Iglesia son cuentos chinos, pero Darwin – afirma -
también era un farsante porque – argumenta - se puede llegar un par de horas tarde
a una boda, pero acudir con unos millones de años de retraso a la cita con la
evolución, como los chimpancés o los orangutanes, no es de recibo; entre otras
razones porque no hay atasco ni huelga
de autobuses que puedan servir de excusa. El agotador esfuerzo intelectual
invertido en llegar a estas conclusiones ha llevado a mi ilustre colega a dejar
en manos de otros más sabios la respuesta a “¿de dónde venimos?” – aunque se
indigne ante la mínima sospecha de charlatanería – y a conformarse con cualquier
respuesta al interrogante “¿a dónde vamos?”, siempre que esa respuesta incluya
la palabra “bar”.
“En esta
vitrina podemos observar distintos tipos de arpones tallados en hueso
utilizados para la caza y la pesca”, recita indiferente el monitor. Tras el
cristal, unos cuantos objetos vagamente punzantes y difícilmente encajables en
un palo pero, eso sí, primorosamente decorados, suscitan mis dudas sobre el
sentido práctico de mis antepasados: si yo hubiera fabricado un artilugio
destinado a atravesar el corazón de un bicho comestible, no me habría tomado
tantas molestias.
“¿Y los
desnudos rupestres de Marujita Díaz, cuándo llegan?”, brama faltón Matías. Por
una vez, le doy la razón. Aunque eso conlleve el discutible privilegio de ser,
junto con él, uno de los pocos visitantes expulsados con deshonor de esta
muestra.
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ENCIEURRO
“¿Nacionalidad?”,
inquiere en un tono vagamente hostil el munipa acodado en la valla.
-
Borrachoeslovaco – improviso torpemente una respuesta que, creo, me hará
merecer la expulsión inmediata del recorrido del encierro antes de que den las
ocho de la mañana.
“Pues lo
siento”, responde su majestad por la gracia de San Fermín. “Los corredores no
comunitarios no pueden correr en este tramo”, recita adiestrado, “únicamente
tienen derecho a tropezar en silencio en la curva de Telefónica, todo lo que
suden podrá ser utilizado en su contra y tienen derecho a un cabestro de
oficio”, culmina sin respirar y mirándome, parece, a través de sus Rayban
modelo Harrylsucio. Ignoraba que las directivas europeas sobre carreras urbanas
con toros bravos fueran tan rígidas. O tal vez ya lo sabía, pero las
dimensiones bíblicas de la tajada que llevo han reducido las funciones de mi
cerebro a unos servicios mínimos que no incluyen las prestaciones de memoria.
Me gustaría explicar al rudo patrullero que mi más ferviente deseo es quitarme
de en medio para no estorbar a los temerarios corredores (comunitarios o
bárbaros) que van a poner a prueba su temple y velocidad ante seis fieros
toros. El alcohol, no obstante, hace que pensarlo sea fácil pero verbalizarlo
resulte imposible. Además, el reflejo de mi rostro en sus gafas de sol lo
desaconseja: en su lugar, yo tampoco prestaría atención a un fulano con ese
careto.
-
Nomidigamás. Yamivoydakí municipalov – logro articular con un esfuerzo titánico
mientras trato de dirigir mis vacilantes pasos hacia el tramo reservado a los
parias ajenos a nuestra flamante Comunidad Europea, al tiempo que pienso – es
un decir – en la kafkiana circunstancia de verme encerrado en un encierro,
redundancia que consigue marearme aún más. Y no es que no quiera correr, al
contrario: desearía ser Carl Lewis y cubrir la distancia entre mi posición
actual y mi cama en menos de diez segundos, pero en mi estado va a ser difícil
hacérselo entender a alguien. Súbitamente, cuando la fatiga y la desesperación están a punto de vencer,
el llamativo chaleco de un socorrista me revela la única maniobra que puede
salvarme. Reuniendo las escasas energías que aún me quedan, finjo – sin
esfuerzo - un desmayo.
“¿Nacionalidad?”,
pregunta el sanitario tras colocarme en la camilla,
-
Francoalemañol – reacciono quemando mis últimas meninges.
“Pues lo
siento mucho”, se lamenta volcando la camilla y devolviéndome al suelo, “pero
los corredores comunitarios no están autorizados a desmayarse aquí. Tendrá que
desmayarse en Estafeta”. Si pudiera recordar cómo se hacía, me echaría a
llorar. Palabrita del Niño Jesús: en las próximas elecciones europeas iré a
votar.
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CIRCOLOQUIO
“¡Y ahora,
con todos ustedes... Miss Verónica, la mejor amazona del mundo!”
Fanfarria,
caballos emplumados y lentejuelas. Y aburrimiento. Sin embargo, mis dos
chiquillos parecen divertirse. A mi izquierda, absorto en la elegancia de los
caballos, mi sobrino de 8 años, aquí presente por culpa de un pelotari negado
que me hizo perder la apuesta con mi cuñado. A mi derecha, absorto en los
rotundos muslos de Miss Verónica, mi amigo Matías de 45 años, aquí presente
porque su madre se negaba a traerlo al circo. Y en el centro yo, aburrido pero también
sorprendido por el talento de la amazona. No tanto por su habilidad para
mantenerse en pie sobre un caballo al trote como por su capacidad para
convencerlo de que dar vueltas todos los días ante una panda de ociosos
aplaudidores es la mejor forma de sentirse realizado profesionalmente. Más
difícil todavía.
“Y a
continuación...”, vocifera el jefe de pista anunciando una nueva atracción. Y
el espectáculo continúa con unos acróbatas de destreza tan magistral como ya
vista, seguidos de unos malabaristas a los que gustosamente cambiaría sus bolos
y sus aros por la cristalería de la madre de Matías o por las macetas con
bonsáis de mi cuñado. Rencoroso que es uno. Y la cosa sigue con Clar &
Nete, “los payasos de las mil caras”, momento que aprovecha Matías para salir
de su primera fase de ensimismamiento
“¿Te
gustan?” – pregunta refiriéndose a los dos tipos maquillados que me resultan
tan divertidos como un documental sobre operaciones de próstata.
- Sí. Sobre
todo lo de las mil caras, porque así se las podremos partir mil veces –
respondo con una sonrisa que devuelve a mi chiquitín a su proceso de
embobamiento en fase ya más avanzada. Pero el espectáculo debe continuar.
“Desde
China, procedentes de un misterioso templo shaolín, nuestra atracción más
especial...”, susurra - paradójicamente a voces - el maestro de ceremonias
mientras los payasos se largan a desmaquillarse sus dos mil ojos. Aprovecho la
larga introducción del número (“maestros del kung–fu”, “secretos de las artes
marciales”) para echar un vistazo a mis niños. Mi sobrino permanece
hipnotizado. Mi amigo también. Si no fuera porque Matías babea, podría llegar a
confundirlos. Y en la pista se suceden los brincos, los gritos y las roturas de
ladrillos y maderas de las formas más agotadoras posibles. Finalmente, sin
embargo, encuentro una cierta satisfacción: es la primera vez que veo a unos
monjes (o eso dicen ellos) demostrar públicamente la relación entre religión y
circo. Porque el célebre truco de la transubstanciación está muy bien y es
difícil de pillar, pero resulta poco espectacular. A qué engañarnos.
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DESAHOGOLOJOS
“¡Deponga
de inmediato su actitud inmediatamente y abandone este lugar de inmediato!”,
brama reiterativo el uniformado.
- Le
repito, agente – respondo cortés – que no me he tumbado ante la puerta de este
recinto, casualmente lleno de okupas, para obstruir su labor. Me he caído hace
tres horas y aún estoy esperando a la ambulancia que he solicitado por el
móvil. Si no me muevo es porque creo haberme roto algo. Y ya sabe usted lo
peligroso que resulta mover a un accidentado sin las medidas adecuadas.
Asumiría usted una responsabilidad terrible.
La palabra
“responsabilidad” hace diana en el centro de su hoja de servicios. Una vez
sembrada la duda, la veo crecer y brotar vigorosa en su mirada, por lo que
decido cosechar los frutos antes de que se agosten.
- Mira,
ciruelito – patino marrullero en pleno arrebato hortofrutícola
“¿¡Cómo!?”,
truena herido en su prurito viril
- He dicho:
mire, seamos listos – rectifico chapucero tratando de recuperar tanto el
autocontrol como la dignidad – Usted quiere desalojar este local ¿verdad?
“Mmmm...
eeeh... sí” – balbucea tratando de flotar en la marejada de su confusión.
- Pues es
muy sencillo: yo me quedo vigilando la puerta para que no salga nadie mientras
usted se va a conseguirme una ambulancia. Sólo alguien capaz de hacer valer su
autoridad, como usted, puede salvarme – concluyo zalamero.
“Pero...”,
se tambalea indeciso, obligándome a
retorcerle el brazo a la lógica.
-
Entiéndame: ni siquiera esos melenudos revoltosos se atreverían a pisotear a un
pobre herido – desmenuzo paciente – Conmigo aquí, ellos no saldrán y usted
podrá desalojarlos cuando vuelva. Porque si salen mientras usted no está, luego
no habrá a quién desalojar. Y eso es tanto como decir que usted habría
fracasado en su misión.
Ahora la
palabra “fracasado” se ha clavado en su hoja de servicios junto a
“responsabilidad”, seccionando de paso varias expectativas de quinquenios. Es
mío.
“Vale. Pero
no se mueva de aquí”, murmura entre una orden y una súplica. Ahora sólo falta
esperar a que se largue y yo también podré dejar de hacerme el lesionado tras
aportar mi granito de tiempo. Mis planes, no obstante, se tuercen gracias a la
inestimable ayuda de mi amigo Matías quien, harto de ser rechazado incluso en
los cursos de manualidades con flores secas, se presenta impecablemente vestido
con un albornoz lila y exigiendo ser el primer usuario del balneario municipal
previsto en el local ocupado. O eso, o degüella al patito de goma que ha traído
de rehén. No sé si esto se hunde, pero juraría que el derrumbe del uniformado
sólo podría evitarse con un pelotazo de Valium.
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ZOOFOBIA
“¿Qué
deseaba?”, pregunta en pretérito incorrecto el vendemascotas.
-
Deseaba, y aún deseo – puntualizo – una vida sin más
animales de compañía que los que aparecen en los documentales de National
Geographic. Pero no ha podido ser – concluyo. Acaso un iridiólogo podría
detectar un cáncer de ombligo en su mirada. Yo sólo detecto confusión, de modo
que decido explicarme antes de que se me muera de un ataque de estupor.
- Hace unas
semanas adquirimos un par de hamsters para mis hijas en este establecimiento –
comienzo pausado.
“¿Para sus
hijas?” me interrumpe imprudente.
- Sí –
respondo con sequedad – Su madre y yo preferimos que coman los trozos de
animales muertos que venden en la carnicería, pero los niños de ahora... ya se
sabe – bromeo asesino. Tras un breve instante de duda, el tipo llega a la
conclusión de que lo mejor es dejarme seguir sin más interrupciones.
- El caso
es que, finalmente y siguiendo tus doctos consejos para evitar la explosión
demográfica de mascotas, compramos dos ejemplares del mismo sexo, hembras en
este caso. Y para mayor seguridad, nos las llevamos en jaulas separadas,
condiciones bajo las cuales se supone que ninguna de ellas debería haberse
puesto de parto. ¿Correcto?
“Mmmm...
psssí... claro”, vacila abrumado por un desenlace que prevé desagradable.
- Pues
siento decirte que como Predíctor eres un desastre – exclamo dejando una caja
de zapatos agujereada sobre el mostrador – Aquí tienes los tres proyectos de
hamster que, según tú, no deberían existir. Tuyos son, míos no – remato en plan
Jesusito de mi vida.
“Pero...
oiga...”, trata de zafarse sin rumbo fijo.
- Mira,
muchacho – susurro con la voz de Vito Corleone - Cuando vi que había tenido
hijos fuera de las normas establecidas la llamé “puta” y le puse una maleta con sus cosas en el
descansillo, como Dios manda. Entonces ella se vino abajo y me contó lo
vuestro. No hay más que ver las orejas de los animalitos y las tuyas para que
todo resulte transparente. Ahora, compórtate como un hombre y hazte cargo de
tus crías – remato pellizcándole la mejilla y dándole un par de cachetes. El
tono siciliano surte el efecto deseado: el dependiente abre la caja de zapatos
y asume su paternidad con la mirada de quien tiene una escopeta en la espalda.
- ¿A que
son preciosos? – continúo – Ah, y otra cosa... Si vuelves a acercarte a ella,
te mataré – culmino mi personal Padrino antes de abandonar la tienda. Es la
primera vez en mi vida que me veo obligado a reclamar en un comercio por
haberme llevado más artículos de los que he pagado, aunque estuvieran en fase
embrionaria. Pero hay en mi cerebro una frase grabada a fuego desde la infancia
y que no se deja borrar: “odio a muerte a los roedores”.
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CAOSERVATORIO
“¿Qué
deseaba?”, pregunta con un deje de cansancio el hombre del mostrador.
- Pues verá
– arranco en el mismo tono de aburrimiento sostenido – hace unos meses
matriculamos a mi hijo en este conservatorio, concretamente en piano. Y ayer
recibí una carta informándonos de que las clases no van a comenzar aún porque
no hay profesor.
“¿La carta
iba firmada?”, pregunta sorpresivamente.
- Pues...
creo recordar que no - vacilo
“Me lo
temía. Lo que usted ha recibido es una circular falsa. Los alumnos de piano
tienen un profesor altamente cualificado y contratado desde hace dos meses”,
explica.
- Bueno...
eso me tranquiliza – suspiro aliviado
“Lo que no
tienen es piano”, observa con la aplicación propia de quien controla su
territorio. “Ayer lo intentamos solucionar atornillando cuatro acordeones en
serie sobre una mesa, pero el profesor no se dejó engañar”
- ¿Y entonces?... – replico más irritado que
asombrado.
“Cálmese.
Nos hemos suscrito a los fascículos de Tu amigo el piano y ya tenemos las tres
primeras teclas y un pedal. En diez meses tendremos el piano completo”, repone
con un brillo inquietante en los ojos.
- ¿Y el
profesor? – boqueo intentando no ahogarme en el caos.
“Está muy
bien. Le hemos buscado una ocupación alternativa y está trabajando de paragüero
en la segunda planta. No es como tocar el piano, pero está entretenido el
muchacho”, concluye solidario. No soy un tipo especialmente vulnerable, pero
esat conversación está resquebrajando todas mis defensas, hasta el extremo de
que, sin percatarme, he comenzado a arrancar el chapeado del mostrador con las
uñas.
- ¿Con
quién podría hablar para presentar una queja, por favor? – resumo mi furor en
una sola pregunta.
“Tiene tres
opciones: el jefe de estudios, el gerente y el director”, expone haciendo
rechinar sus dientes, “el jefe de estudios está ahora reunido con los ratones y
la carcoma, que piden que se les convaliden los cursos de solfeo por una
cuestión de quinquenios, y el gerente ha salido a seguir con su tratamiento a
base de cianuro”
- ¿Y el
director? – inquiero desesperado
“Está
afinando los cubos. Es que tenemos goteras y cuando viene el representante del
gobierno el pling-pling de los cubos tiene que producir un acorde mayor, porque
si no se deprime y nos recorta el presupuesto”, me confiesa mientras recupera
de la papelera una grapa a medio doblar. Y yo que pensaba que la situación
educativa era sólo desesperada.
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HOLGAZANACIÓN
“Entonces
¿es cierto que maltratabas a tu taxista porque creías que su mujer era tu
amante? – acosa confusa y rosácea una presunta periodista a una presunta
celebridad televisiva. Incluso hundido en la butaca, aún me queda dignidad como
para huir valientemente de esta cardiobazofia. Muevo las manos tratando de
hallar el mando a distancia, sólo para recordar de forma dolorosa que el
infernal aparato jamás mancilla su buen nombre: siempre está lejos.
- Matías –
entono aristocrático – pásame el mando. Desde las profundidades del sofá, una
voz cavernosa clama: “no sé dónde está”. Sin ser aún crítica, la situación
comienza a ser desesperante. Con un esfuerzo homérico, echo un vistazo a mi
alrededor sin mover la cabeza. Sólo el cenicero que reposa en el brazo del
sillón parece ofrecer alguna oportunidad. Pondero las diferentes alternativas.
Arrojárselo a Matías: barato y satisfactorio, pero difícil; desaparecido como
está entre los cojines del sofá, sería lanzar una carga de profundidad a
ciegas. Otra opción: estrellar el cenicero contra el televisor. Fácil y
satisfactorio, pero muy caro. Finalmente, enciendo un cigarrillo y opto por
dedicarlo a su función primigenia. Pero esta decisión no acaba de
tranquilizarme.
“¿Y cómo es
que el amante de tu cuñada tuvo un aborto cuando supo lo de tu padre con el
chófer embarazado?”, continúa enredándose la víbora. Hay que hacer algo. Ha
sonado la hora de adoptar medidas drásticas que arrojen un poco de luz entre
tanta oscuridad.
- Matías,
es preciso organizar una comisión de investigación – proclamo solemne – tenemos
la obligación de descubrir la verdad sobre la desaparición del mando a
distancia y sus posibles conexiones con el terrorismo islámico.
“¿Y para
eso hay que levantarse?”, radiotelegrafía apenas medio minuto después.
- No
necesariamente – explico – podemos votar para que comparezca tu madre y,
después de escuchar su testimonio, volver a votar para que lo busque ella.
Un gruñido
submarino de mi querido limaco confirma su voto favorable a mi iniciativa.
Ahora sólo falta que acuda la madre de Matías. Súbitamente comprendo que para
ello debería afrontar penalidades como alzar la voz o incluso levantarme,
iniciativas ambas que superan mi espíritu de sacrificio. Desolado, descubro que
mi sola voluntad de hacer que resplandezca la verdad no basta para vencer ante
tan poderosa conspiración. Como horizonte, mis ojos ya sólo contemplan la
rendición.
“¿Y cómo
reaccionó tu perro al saber lo de tu madre con la plantilla de IZAR?”
Además,
también hay un cierto calado social en este tipo de espacios. Sólo hay que
tener la mente abierta y no dejarse arrastrar por la ansiedad.
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