Bolotomías 2008


CONSULTIVITIS

“¿A qué hora tiene usted la cita?”, me pregunta el abuelete con un atisbo de esperanza en la voz.
- A las cinco y media – respondo disipando cualquier pequeña ilusión que pudiera quedarle de ser recibido por el médico a una hora razonable. Son ya las siete menos cuarto y en esta sala de desesperos hay aún seis personas que tienen cita a una hora más temprana que yo. Y nadie se larga. Ahora entiendo por qué nos llaman pacientes.
“Esto es una vergüenza”, se queja amarga y justificadamente un hombre en recepción.
“Tiene razón, pero la culpa no es mía”, replica a córner la funcionaria. “Lo  mejor es que presente una queja. Tenga, el impreso”, le anima alargándole un papel oficial. Intuyo que a la cagatintas le han recortado el presupuesto de papel higiénico y por eso anima a los ciudadanos a suministrarle un sustitutivo, aunque sea más áspero.
“Bueno, ya no aguanto más. Me voy”, murmura con desesperación la feliz poseedora del turno anterior al mío, tras media hora sin que nadie haya vuelto a entrar en la consulta. La miro con una extrañeza que parece obligarla a darme explicaciones.
“Tengo fiebre, me duelen las piernas y el estómago. Me voy a la cama”
No es una invitación. Es la constatación de una derrota basada en una lógica perversa: está demasiado enferma como para poder esperar a que la vea el médico. Yo, por mi parte, experimento el caso contrario. Los dolores que me han traído a esta consulta prácticamente han desaparecido. Dudo, pues, si esperar a ser recibido por el galeno para decirle que no me pasa nada, o tragarme las llaves para tener algo que contarle.
“Yo tuve eso mismo”, oigo decir al abuelete desesperanzado de antes mientras pondero si será bastante con la llave del buzón o deberé tragarme también la del trastero para que mi patología valga la pena. “Se me fue con corticoides. Diez inyecciones y como nuevo”, completa el consejo. El aconsejado no es otro que el tipo de la reclamación, que sale corriendo en busca de una farmacia dejando tras él volando un impreso vacío. Al abuelo le sobra talento. A mi me sobran ambición y mala idea. En cinco minutos cerramos el trato y estamos pasando visita a la variopinta población de la sala de espera. Es un crack. Ha sufrido todos los achaques de las enciclopedias médicas, menos el Alzheimer, porque recuerda todos los tratamientos y proporciona a cada cual la receta adecuada. Yo, por mi parte, cumplo con mi papel en este top manta de diagnósticos cobrando veinte euros a cada paciente. Tal vez los diagnósticos no sean como los originales, pero son más rápidos y, por tanto, más baratos. Es posible, sí, que acabemos los dos en la cárcel. Pero, por lo que sé, allí el médico te recibe antes.

*****************************************

CANTAUTISMO

Sobre la pequeña tarima, en un rincón del bar, el tipo de la guitarra dice adiós a otra novia. En lo que va de concierto - tres canciones - el melancólico cantautor ha perdido ya tres novias, una por canción. Dos de ellas por otros hombres y una por méritos propios. El sector femenino del público asiste a este rosario de abandonos musicalizados en un silencio respetuoso, casi arrobado, mientras el masculino finge, cada uno ante su pareja, estar profundamente interesado en el asunto. Una apariencia que se viene abajo cuando, entre canción y canción, pedimos con ansiedad copas cada vez más fuertes.
“Me gusta. Me recuerda a aquél que vimos hace un año... ¿Cómo se llamaba?”, musita mi pareja.
Yo sí lo recuerdo, pero me niego a pronunciar su nombre. Y recuerdo más: recuerdo el precio de las entradas y el precio de la camiseta que tanta ilusión le hacía. Pero detesto malgastar mi rencor en banalidades y me he esforzado demasiado en olvidar aquello como para echarlo ahora por tierra.
- Yo tampoco me acuerdo – miento – Pero es cierto que se parecen.
Al menos en su necesidad de gimotear en público, concluyo para mí. Siempre me ha escandalizado que se cobre entrada para escuchar a estos tipos. Si quieren hablar de sus desgraciadas experiencias vitales que lo hagan en una consulta empapelada de diplomas y con un tipo que les cobre por ello, en lugar de utilizarnos de terapia a costa, encima, de nuestro propio bolsillo. Por fortuna, esta vez la boloterapia del muchacho nos ha salido gratis. Esa es la buena noticia. La mala noticia es que el garito es demasiado pequeño. Un polideportivo con cuatro mil personas te permite roncar o musitar consoladoras blasfemias o perderte media hora en el bar con la excusa de que estaba lleno de gente sin que ni siquiera tu acompañante (por alguna oscura razón a estas cosas se acude siempre en pareja) se percate. Pero en un bar y con tan poco público es imposible pasar inadvertido. Trato de olvidar mis lúgubres pensamientos y concentrarme en la cuarta canción. Esta vez la chica no comprende las inquietudes ecologistas del muchacho, por lo cual el desencuentro es absoluto y la separación, inevitable.
- Pues si tan mal le va con las tías, que pruebe con los animales. Igual encuentra una mofeta fiel que le haga feliz – escupo inconscientemente en muy alta voz.
La guitarra calla. Todos me miran. Ellos con sincera envidia, ellas – sobre todo una - con sincero desprecio, y el cantante con dolorida perplejidad. Ahora soy yo el que puede escribir una canción sobre lo amargo de la ruptura. Aunque, a decir verdad, me siento tan aliviado que prefiero inventar un chiste.

*****************************************

NOVIALITY

Mientras aguardo en el rellano a que Matías termine de tropezar con los muebles del pasillo y abra finalmente la puerta de su casa, calculo mentalmente la duración de su último noviazgo: dos semanas. Una por debajo de su récord, en ocasiones igualado pero nunca superado, de tres semanas y un día. Sé que suena a pena de cárcel, pero estoy convencido de que todas las que han pasado por la experiencia de salir con Matías respaldarían esa sensación.
“Pasa, pasa”, me franquea excitado la entrada mi más apreciado vegetal. Le sigo en dirección al salón, esquivando el mobiliario derribado y tratando de vencer la irritación que me produce tener que, por enésima vez, examinar a su nueva novia. Un ritual que se repite desde tiempo inmemorial - en el que también participa su abnegada madre - y que consiste en tomar un cafecito con la nueva novia para evaluar sus aptitudes y su idoneidad para el puesto de consorte temporal del muchacho. Obviamente, yo no soy quién para evaluar a nadie como pareja ideal, pero cuando intenté explicárselo a Matías, me quedé dormido a las dos horas de lanzar contundentes argumentos, sin obtener resultados, contra aquella memez.
“Entonces aceptas ¿no?”, es todo lo que me dijo cuando desperté. Desde aquel día me presto cobardemente a la farsa y transmito siempre mi aprobación en los mismos términos: matrícula de honor. Eso me permite, además, distanciarme un tiempo de él. Así, mientras su nueva pareja alcanza unos peligrosos niveles de odio, mis constantes de resentimiento descienden lo suficiente como para volver a enfrentarme a su amistad durante el periodo que media entre la ruptura y la vuelta al salón de exámenes en el que acabamos de entrar nuevamente.
“Venga, siéntate ahí con mi madre”, me ordena antes de salir veloz en busca de la candidata. Observo que hoy hay novedades. No hay café, y Matías ha colocado un mesa grande con dos sillas detrás: la ocupada por su santa progenitora y otra destinada obviamente para mí. Me siento y esperamos en silencio. Por suerte, la espera es breve. La puerta se abre y la candidata aparece. No podría decir si es guapa o es fea, porque no puedo apartar la vista de la gran pegatina que lleva en el pecho: “OM 2006 – 0001”
“Bueno, me llamo Sara, soy de Mojácar y siempre he querido ser novia de Matías. Voy a cantar ‘Ave María’, de Bisbal”
‘Operación Matías, concursante 1’, deduzco mientras la tal Sara se entrega, con más voluntad que acierto, a un despliegue de alaridos descontrolados. Es absurdo, intolerable... perfecto. Si esta chica es capaz de prestarse cantando a esta estupidez, entonces es que Matías ha encontrado por fin una alma gemela.

 *****************************************

HUMORRAGIAS

“Oiga... ¿Podría apagar ese puto cigarrillo?... Nos molesta el humo”
Siempre he sido sensible a las peticiones formuladas con educación. Además, hace una magnífica tarde de otoño, estamos en una soleada terraza al aire libre y no voy a desaprovechar el momento por la exigencia absurda de un fundamentalista antitabaco.
- Por supuesto – respondo amable mientras aplasto el pitillo en el pesado cenicero de mármol y enciendo otro con una profunda y placentera calada.
“¿No me ha entendido?”, pregunta retórico en un tono veladamente amenazador. Desgraciadamente para él,  su predisposición a armar camorra se ve lastrada, paradójicamente, por la presencia de sus propios aliados dominicales: abuela, esposa, niños, perro... No, lo tiene muy mal para montar el número, así que me aprovecho.
- Por su puesto que le he entendido – respondo inocente – Me ha pedido, y debo decir que muy educadamente, que apagara el anterior cigarrillo y yo lo he hecho. Y añadiré que me ha hecho un favor, porque el otro pitillo estaba realmente asqueroso, mientras que éste da gusto fumarlo. Fíjese qué cosas ¿eh? Los dos del mismo paquete y tan distintos... Como sus hijos. Porque son sus hijos ¿verdad? – inquiero señalando con la cabeza a los dos primates de corta edad que gritan y corretean entre las mesas molestando a los clientes con la ayuda de un chucho tan ruidoso como ellos. El tipo responde con una mirada que debería estar prohibida por la convención de Ginebra.
“En este bar está prohibido fumar... y la terraza pertenece al bar”, gruñe contenido. Después busca con los ojos al camarero, pero es inútil. El responsable del local, barruntando la tempestad, ha decidido que es un magnífico momento para ponerse a ordenar las botellas del interior por su graduación alcohólica, mientras nosotros, como adultos responsables que somos, limamos nuestras diferencias y desaparecemos de su vida. No se lo reprocho, yo haría lo mismo. Pero estoy metido en esto y no puedo parar.
- El suelo, tal vez... lo del aire es más discutible... Pero volvamos a sus hijos. Aquellas dos adorables criaturas que no han dejado de gritar durante la media hora que su perro lleva ladrando... ¿Si apago mi cigarrillo, me dejaría utilizar también el cenicero con ellos para que dejen de molestar?
La mano de su esposa se posa sobre su brazo justo a tiempo de evitarme un puñetazo. Pondría yo también cariñosamente mi mano sobre su otro brazo, pero ya he tentado demasiado mi suerte. Apuro desafiante mi copa y abandono la terraza cruzándome en mi camino con la mirada inquisitiva del reaparecido camarero.
- Tranquilo. No ha sido nada – le informo sonriente –Incluso ha dicho que paga lo mío – remato en un derroche de resentimiento. Una pena, porque igual lobotomizado el tipo es una bellísima persona.

*****************************************

DESFIBRILUSIÓN

“Quítese los pantalones y la camisa y túmbese ahí”, dice con el tono impersonal de quien ha pasado ya muchas veces por esto.
- ¿No va un poco deprisa? Acabamos de conocernos – observo sin decidirme a seguir sus indicaciones. Mi respuesta le desconcierta. Como médico, está obligado a sanar mis posibles enfermedades. Pero como hombre parece desear que esas enfermedades, si existen, sean fulminantes.
“Túmbese, por favor”, reitera gélido, optando por ignorar mis reticencias. Percibo, además, cierta tensión, así que esta vez cedo a sus pretensiones y abandono mi cuerpo semidesnudo en sus expertas manos. Una enfermera aparece de pronto, acercando un carrito plagado de cables, potenciómetros y un pequeño monitor.
- Vaya, doctor – exclamo algo molesto – Es usted una caja de sorpresas. No me había dicho que íbamos a ser tres...
No sé cómo serán en otras facetas de su vida, pero fingiendo sordera ambos son unos auténticos virtuosos. En silencio, él y su partenaire comienzan a sembrar mis extremidades de pequeños electrodos.
“¿Cómo se encuentra?”, pregunta falsamente solícita la enfermera
- Desilusionado – respondo sinceramente dolido – Esperaba una máquina grande con muchas luces y sonidos inquietantes y advertencias de peligro... Y ese carrito parece un saldo de una peli de terror barata. Por no decir – añado con no poco retintín mirando al facultativo - que también esperaba algo de romanticismo y no este lanzarse al cuerpo a cuerpo así, sin preliminares.
Esta vez sí acusa el golpe. No sé si he herido sus sentimientos o sus nervios, pero es mi única oportunidad para volver a despertar su interés por mí.
“Mire”, arranca notablemente agitado, “ignoro qué esperaba usted de esta visita, pero se trata de una simple prueba médica. Ahora notará unos pequeños calambres”
- ¿Y para esa vulgaridad me tiene una hora en la sala de espera y luego me trata como a una cualquiera? Eso me lo podía haber hecho yo solo con una batería de coche y unas pinzas – protesto muy dignamente.
Creo que me he pasado porque, aún al borde del colapso, el galeno consigue reunir en segundos una legión de enfermeras armadas hasta los dientes con todo tipo de aparatos, entre los que escoge los célebres cacharritos de dar un masaje cardiaco de alto voltaje capaz de hacer botar a un tipo de ciento veinte kilos. Igual duele, pero esto es lo que quería. Después de tantos años cotizando, qué menos que ser tratado como un paciente de serial televisivo.

*****************************************

 REGALBYTES

“¿Desea algo?”, se interesa una voz a mi espalda mientras me peleo con los indescifrables códigos que describen los aparatos colgados del expositor. Me giro y constato que la voz proviene de una sonrisa perfecta enmarcada por un perfecto nudo de corbata y un perfecto corte de pelo perfectamente engominado. Alrededor de la sonrisa parece haber algo vagamente parecido a un perfecto rostro humano, pero eso es un detalle sin importancia que trataré de enfocar más tarde.
- En realidad, sí. Quería uno de esos cibertrastos que sirven para escuchar música...
“¿I-Pod?”
- Podque me lo ha pedido mi sobrino – respondo una décima de segundo antes de ser plenamente consciente tanto de haber hecho un chiste pésimo de forma involuntaria, como de encarnar el auténtico significado del concepto “mentecato”, tan querido por mis mayores. Una ceja levemente enarcada me permite enfocar finalmente su cara. Enfoque vano, ya que resulta ser idéntica al resto de las caras que venden cosas en este centro comercial, tan parecido al infierno como yo lo imaginaba de niño. El descenso de la ceja viene acompañado por un discurso plagado de términos informáticos, siglas incomprensibles y recomendaciones tan extemporáneas como prohibirle el tabaco a un cadáver. Un misterio, eso sí, queda resuelto: el tipo es ventrílocuo. Es la única explicación para que, durante su perorata, su sonrisa haya permanecido siempre visible gracias a que sus labios no han llegado a moverse.
“Yo le recomiendo un MP4 de dos gigas”, entona concluyente como si hubiera descubierto el secreto para hacerme feliz. Y tal vez tenga razón. Salir de esta pesadilla con mi última compra navideña en las manos podría ser algo parecido a la felicidad, así que me dejo arrastrar por su elocuencia hasta la máquina registradora saboreando la dicha de vivir en un mundo lleno de emepecuatros, gigas y zarandajas virtuales.
“Son ciento sesenta euros”, expone mostrando su impecable hilera de dientes. Mi felicidad se desmorona. Adoro a mi sobrino, pero un mafioso ruso que lo tuviera secuestrado se las vería putas para sacarme esa suma. No puedo permitir que cosas que cada vez tienen nombres más cortos tengan cada vez precios más largos. Es una cuestión de principios. Así que mi sobrino tendrá que conformarse con un balón de fútbol o repudiarme. Aunque lo del balón de fútbol también me asusta. Igual ahora los balones incorporan un chip rencoroso y te llevan a juicio por darles patadas.

*****************************************

VIDANUEVITIS

“Así que está usted interesado en volver a estar en forma después de las Navidades, ¿no?”, sonríe tras su mesa una mujer terriblemente atractiva.
Le explicaría que no, que en realidad no puedo “volver” a estar en forma porque antes no lo estaba, pero la acumulación de resacas de Nochevieja y Reyes me ha incapacitado por completo para discusiones complejas.
- La verdad es que me conformaría con tener aspecto de estar en forma, si eso resulta más barato y menos agotador – respondo con cansancio. Una respuesta que no la desanima, ya que se lanza decidida y positiva a enumerar el catálogo de sofisticadas torturas que ofrece su espléndido gimnasio. Y mientras ella se dedica a eso, yo no puedo evitar evocar los últimos acontecimientos que me han empujado a tratar de llevar una vida menos desordenada. Especialmente el último, cuando me dejé engañar para ir de paje, casa por casa, durante la Noche de Reyes. Muchas casas, muchas copas... mucho peligro. La última visión que acude a mi memoria soy yo mismo dando vivas a la república mientras trataba de quitarle la corona a Melchor para espanto de niños, padres y abuelos en general. Lo siguiente fue despertarme dolorido, aún vestido de mamarracho supuestamente oriental, con los pómulos y los labios hinchados y dos dientes columpiándose en mi boca. Una gran noche, sin duda, que ayuda a explicar tanto mi lamentable imagen como mi propósito de formalizarme un poco introduciendo algo de disciplina en mi vida. O introduciéndome la lengua en el culo, para variar.
“... y, por supuesto, esta cuota incluiría nuestro servicios de sauna y masaje, los más solicitados por nuestros socios...”, propone seductora justo en el instante en que yo regreso de mi tournée por mi resquebrajada memoria reciente sintiéndome un guiñapo.
- Para esas cosas llamo a los anuncios guarros del periódico, por Dios. Yo pensaba que esto era un gimna... – me interrumpo en el mismo momento en que soy consciente de haber vuelto a abrir mi bocaza mucho, mal y a destiempo. No tengo remedio. Sólo me consuela el hecho de que su estupor, evidente por su incapacidad de articular palabras, me proporciona cierto margen de maniobra.
- Disculpe... No quería decir... Permítame una pregunta: ¿usted qué preferiría, cenar conmigo o ser torturada hasta la muerte en una prisión camboyana? - improviso
“Eeeh... Ummm... Cenar con usted”, balbucea desde lo más profundo del desconcierto
- Perfecto – exclamo satisfecho. Beso con sincero afecto sus dos mejillas y abandono el despacho contento. Y convencido de dos cosas: aún tengo margen para empeorar y los libros de autoayuda son un fraude. El futuro está en los libros de autoengaño.

*****************************************

ASCENSINATO

“Joder, vaya frío que se nos ha echado encima ¿eh?”, comenta mi escasamente querido vecino tras alcanzar un ascensor que, ahora estoy seguro, deberíamos cambiar por otro de puertas más rápidas. Más que nada para no volver a ser cazado en el último segundo, como ahora. Sólo son diez pisos, pero el viaje ha comenzado mal y promete empeorar, así que pulso rápidamente el botón, antes de que se sumen más monstruos a la pesadilla.
- Bueno, es lo normal, estamos en invierno – replico sin ninguna originalidad pero con toda lógica, tratando de que el peso de lo incontestable zanje por sí mismo cualquier posibilidad de discusión. Vano intento. Y aún no hemos llegado a la segunda planta.
“Sí, pero es que hace dos días íbamos de manga corta y hasta se podía tomar algo en una terraza. Y ahora...”, repone irreductible señalando su bufanda. Y también se quejaba. Lo recuerdo perfectamente porque, pese a que acababa de disfrutar de un largo trago en una de sus citadas terrazas, se mostraba irritado por disfrutar de un clima primaveral en pleno mes de enero. Un inconformista profesional, el tipo. Me concedo un pausa mientras observo nervioso el dígito luminoso que aún sigue siendo un tres.
- Ya... – arranco sin convicción – En fin... Peor sería que le diera por nevar – concluyo con una incomodidad que trata de no parecer tensa sin conseguirlo. Me temo, no obstante, que él sería incapaz de percibir esa tensión aunque se la señalaran con neones de color y bengalas.
“Ah, pues a mí me gusta la nieve”, espeta abriendo un nuevo frente de combate y provocando peligrosamente al sociópata con el que comparto cuerpo y que detesta verse obligado a hablar, en general, y muy especialmente del tiempo. ¿Es que este hombre es incapaz de apreciar el lado apacible, positivo e incluso cortés del silencio? Comienzo a sentirme al límite. Miro el indicador y compruebo que aún vamos por el quinto. Malo.
- Es bonita, sí, la nieve... – murmuro apretando con fuerza los dientes.
“Sí”, responde dándome esperanzas de haber llegado a una conclusión satisfactoria para ambas partes. “La pena es que sea un coñazo para conducir y que no haya más que accidentes”, añade robándome todas las esperanzas dadas. Mis defensas se derrumban.
- ¡Sí, la nieve de los cojones es un horror! – grito aún cuando la puerta del ascensor se abre y la madre del vecino me sorprende estrangulándole con su propia bufanda.
“Así se hace”, dice la buena mujer, “a ver si usted le convence de que se abrigue bien, porque a mí no me hace caso. Y con este tiempo tan loco...”, redunda. La condena me da igual, pero me pregunto es si los titulares serán igual de grandes por uno que por dos.

*****************************************

DISFRAUDES

“¿Has visto eso?”, brama discretamente Matías a mi oído, con un tono que podría situarse entre el relincho y el mugido. De toro.
- Sí, lo he visto – respondo paciente tratando de volver a concentrarme en la notable habilidad del camarero rellenando servilleteros. Cualquier cosa antes que volver a mirar a donde mira mi presunto y babeante amigo. Creo que si pudiéramos envasar y comercializar la baba de Matías como hacen con la del caracol, nos forraríamos. Cierto que su cutis ya no es el de un jovencito, pero su cerebro no ha envejecido ni siquiera diez minutos desde los doce años, y estoy convencido de que existe un estrecha relación entre ese prodigio y su abundante babeo. Y con su falta de perspectiva, también.
“No me digas que no es espectacular”, rebuzna entusiasmado.
En eso lleva razón y el calificativo no podría ser más adecuado. Espectacular hasta erradicar el hipo y producir espasmos en el estómago. Esos hombros bronceados, esas formas redondas resaltadas por un mini vestido dorado y ceñido hasta lo imposible, esas piernas torneadas en el gimnasio, fuertes y peludas bajo los panties...
- Matías. Es un hombre – expongo tratando de mantener toda mi atención en el pasmoso virtuosismo que demuestra ahora el camarero ordenando tazas y platos sobre la cafetera, mientras dejo que Matías asimile mi respuesta. Casi puedo escuchar los chirridos que producen los herrumbrosos engranajes de su cerebro mientras trata de dilucidar si tengo razón o ha llegado el momento de organizar un tumulto y lincharme en la plaza pública. Pero tengo razón. Y mi pequeño papamoscas, víctima tanto de su propia estulticia como del exceso de gintonics, parece haber olvidado que es Carnaval y que por eso estamos en un bar rodeados de piratas, payasos y otros variados espantos. Y que eso explica que un tipo con barba de cuatro días y unos brazos como para hacer malabarismos con bombonas de butano vaya vestido de fulana de teleserie. Una iniciativa que, en su caso, supera la fina línea entre lo divertido y lo terrorífico, ya que contemplarlo detenidamente provocaría pesadillas en cualquier persona mínimamente sensible.
“No me lo creo. La voy a entrar”, dice Matías dejando claro que él no pertenece a ese grupo de personas. Por un momento, pienso en detenerle, pero lo dejo correr. Desde que le pusieron el aparato, los dientes salen volando agrupados en la prótesis y no hay que andar, como antes, recogiéndolos uno a uno cada vez que le parten la cara. Pero sigo prefieriendo no mirar.

*****************************************

FOROFOBIA

“¡Hijoputaaa!”, piropea al árbitro el hincha de mi izquierda dejándose media garganta en el empeño y perforándome, de paso, el oído. Mataría a Matías por arrastrarme al fútbol, pero mi pequeño puerco traidor ha desertado hace veinte minutos con la excusa de una vejiga repleta. Podría largarme, pero no quiero abandonar mi puesto. Si pierdo a Matías esta tarde y espero a mañana, mi deseo de venganza se habrá atenuado demasiado, y una afrenta tan descomunal exige un resentimiento de iguales proporciones y recién incubado.
“¿¡Penalty!?...”, brama mi fanático adosado, “¡Si no lo ha tocado! ¡Ya te cogeremos a la salida, cabrón!”
- Sé dónde ha dejado el coche – le susurro siniestro – Si quieres, luego lo esperamos y le rompemos las piernas.
Mi plomizo estado de ánimo ayuda a que el tipo crea firme e inmediatamente que se encuentra a menos de un metro de un psicópata de carne y hueso.
“Hombre, tampoco... quiero decir que...”, recula con encomiable prudencia
- Tienes razón – suspiro – romperle las piernas es poco. Si perdemos, lo capamos.
Ha sido muy buena, aunque el mérito no es mío. Sólo he tenido que pensar en Matías.
“Bueno... Tampoco toda la culpa es del árbitro”, encuentra por fin algo que decir acuciado por el miedo, “La verdad es que los jugadores están cansados”
- ¿Cansados? – exclamo irritado – A mí en el trabajo no me obligan a descansar un cuarto de hora cada cuarenta y cinco minutos... ¿A ti sí? – pregunto inquietante
“No... nono... Pero es que esta semana han tenido tres partidos...”, responde apabullado.
- Pobrecitos... demasiado para lo que les pagan ¿verdad? - murmuro sarcástico - Porque... ¿qué pueden obrar estos muchachos por defender nuestros colores?
Responde con una cifra aún más indecente que la que esperaba. Estoy a punto de proferir yo también gritos e insultos, pero me contengo. Lo que quiero es que se calle él.
- Vaya... – siseo viperino – Juntando tu sueldo y el mío tardaríamos como cinco años en ganar lo mismo que uno de ellos en un año. Eso por no hablar de que si tú haces mal tu trabajo, te despiden mientras que aquí, si ellos fallan, al que echan es al encargado...
El razonamiento surte efecto. De su boca no vuelve a salir un grito. La derrota ya cantada y mi revelación le sumen en una perplejidad entre asesina y suicida, pero en todo caso felizmente muda. Ahora sólo falta que vuelva Matías y convencerle de que se dedique al fútbol. No ha jugado nunca, pero es capaz de aburrir a cualquiera tanto como los veintidós que están en el terreno de juego. Y al menos me saldrá rentable.

*****************************************

CRISPONITA

“Usted dirá lo que quiera, pero esto se hunde”, sentencia fatalista el hombre abanderado que me ha elegido, sin consultarme previamente, como contertulio. El fervor patriótico que le consume hubiera podido suponer una amenaza para mí cualquier otro día, en cualquier otro bar lleno de bullangueros adoradores de su tierra. Pero hoy no. Hoy he elegido ser durante todo el día Clark Kent, el alter ego bien vestido de Superman, un cretino con superpoderes pero sin la capita y los gayumbos rojos por fuera. Así pues, rehuyo la confrontación utilizando mi superoído para escuchar otras conversaciones mientras dejo que el recién llegado del planeta Manifestación se explaye sobre el derrumbamiento del estado de derecho.
“¡El gobierno se ha rendido y no podemos permitirlo!”, brama anulando con su voz la de un individuo sentado a mi espalda que susurraba a un amigo variados y muy interesantes métodos para abrir un sujetador con una mano. He cometido un error. He subestimado sus poderes, lo que me obliga replantear mi estrategia.
- Entonces habrá que acabar con los malos que quieren acabar con los malos para acabar con los malos, ¿cierto? – recurro a mi supersentido común con paradoja hipercalórica para repeler su ataque. El manifestígena acusa el golpe y recula hasta su copa, pero aún no está vencido. Es más duro de lo que pensaba, así que busco alternativas por si la cosa se pone fea. Miro hacia una de las paredes del bar con mi visión de rayos X. Ya es primavera. Muchachas en flor ríen por la calle seguidas por muchachos en capullo... No. Esta no es la mejor manera de enfocar la contienda. Ha sido una superdistracción y me estoy poniendo superburro.
“¡Mire esto!”, ruge poniendo por sorpresa su DNI ante mis ojos, “¿Cree que tengo que avergonzarme de este documento?”
Estoy perdido. No contaba con que mi contrincante utilizara un truco tan sucio. Cierto que no tiene por qué avergonzarse de su nacionalidad. No la eligió, aunque él crea lo contrario. Ni siquiera tiene por qué avergonzarse de su cara. Pero la foto del carné... me desarma. Siento que mi mandíbula se afloja y no puedo pensar con claridad. Sólo me queda una opción: utilizo mi supervelocidad para largarme y mi supermorro para hacerlo sin pagar. Y mientras salgo volando del bar, juro que si un día vuelvo a Krypton, podré asegurar que no hay vida inteligente fuera de allí.

*****************************************

DEDICAFOBIAS

“Muchas gracias, de verdad. No sabe cómo se lo agradezco... Gracias”, redunda emocionada la mujer recogiendo su ejemplar dedicado de puño y letra por el autor, que la despide con una sonrisa agarrotada ya tras toda una mañana de firmas. Por fin es mi turno; la pesadilla de casi una hora de espera, avivada por el hecho de ser el único hombre en una cola de lectoras rendidas a su escritor de cabecera, toca a su fin. Pongo ante él el libro ya abierto para que plasme su rúbrica y rezo para que el cansancio le haya vuelto distraído.
“¿Cómo se llama?”, pregunta disponiéndose a firmar.
- No, no es para mí – respondo un tanto nervioso – es para un amigo... Matías
“Perfecto... Par...”, sus palabras y su gesto se congelan. Lo ha notado. Voltea la tapa y, efectivamente, descubre que no se trata de su libro.
“Oiga...”, comienza a decir confundido
- Sí, ya lo sé – me adelanto agitado – no es su libro, pero es que a mi amigo le hacía mucha ilusión su autógrafo.
“¿Me está diciendo que sólo le interesa mi firma?”, inquiere derivando elegantemente desde la perplejidad hacia el mosqueo. Trato de preparar con sumo cuidado una respuesta sutil.
- Sí – fracaso estrepitosamente en mi intento – De hecho, Matías se empeñó en que yo le regalara su novela, pero me negué, a cambio de jurarle que conseguiría su autógrafo.
“Debo entender entonces”, musita digiriendo mi historia, “que a usted no le gustan mis libros, que jamás compraría uno de ellos...”
- Jamás – respondo tajante pero falaz. En una ocasión adquirí uno. Una amiga insistió hasta la victoria en que me leyera una de las obras de este individuo y me la prestó. Al llegar al tercer párrafo del primer capítulo, el libro salió volando por la ventana en un rapto de furia, así que me vi obligado a comprar otro ejemplar para su dueña. Se lo contaría, pero no me parece un buen momento.
“Así que mi literatura no es lo bastante buena para usted”, concluye ya resueltamente hostil.
- ¿¡Literatura!? ¡Por el amor de Dios! – reacciono desenfrenado – ¡Hay más literatura en las instrucciones de un champú que en cualquiera de sus novelas!
El tipo se incorpora, lo que me sirve para comprobar una vez más que la televisión es un medio engañoso. En la entrevista que yo vi parecía bajito, pero es enorme. Matías estará contento. No sólo voy a conseguir que me estampe su firma, sino que incluso creo que me voy a llevar también su boli, aunque aún no sé en qué parte del cuerpo.

*****************************************

CARRETOLICISMO

Un golpe de freno, un volantazo que quiere ser suave y Matías arrima el coche al arcén, siguiendo las indicaciones del enlutado tipo que controla el tráfico de la calzada. Su uniforme me resulta vagamente familiar, pero extrañamente inadecuado. Aunque entre los cuerpos tradicionales, los autonómicos, los subcontratados y otras especies, la uniformidad pueda resultar confusa, siempre infunde respeto, así que me resigno al engorro de mostrar mi documentación esperando que el trámite sea breve.
“Ave María purísima, padre... ¿algún problema?”, pregunta humildemente mi amigo al hombre del alzacuellos, gafas de espejo y crucifijo plateado en el pecho.
“Sin pecado concebida, hijo mío. Nada de particular, un control rutinario. ¿Habéis rezado antes de salir?”, interroga untuoso pero autoritario.
“No, padre. Estábamos esperando a encontrar un atasco para rezar el rosario”, responde Matías sumisamente mientras le entrega un extraño carnet que le autoriza a conducir vehículos de motor por los caminos del Señor. Algo en mi interior trata de rebelarse, pero las palabras no llegan a mi boca.
“Pues muy mal, hijos míos”, nos amonesta mirando la documentación con gesto muy serio, “Hay que rezar antes de ponerse en carretera... Ah...”, exclama con cierta enfermiza satisfacción, “ Veo que este carnet está caducado...”
“Sí... Bueno...”, se aturulla mi compañero, “Es que no me ha dado tiempo de pasar por la parroquia a renovarlo. Pero esta misma semana lo hago...”
“A ver, sopla aquí, por favor”, ordena educadamente ignorando la respuesta de Matías y alargándole un extraño aparato de forma triangular con un gran ojo dibujado en el centro y una boquilla por la que mi amigo sopla finalmente con fuerza. El agente de tráfico celestial retoma el aparato y chasquea la lengua.
“Lo que me imaginaba, tus niveles de fe están muy por debajo de lo permitido. Bajaos”
Vuelvo a sentir la necesidad de estallar en gritos de protesta, pero de nuevo algo me lo impide. Descendemos obedientes del coche, a la espera de la penitencia.
“Os vais a arrodillar en la cuneta y no os vais a levantar hasta que hayáis rezado diez padrenuestros y doce avemarías”
- ¡Esto es una mierda! – consigo exclamar al fin mientras le doy la espalda para arrodillarme. La colleja no se hace esperar. El dolor en el cuello es intenso.
“Eh... Despierta...”, insiste Matías tirando de mi brazo. Despierto. Me he dormido de mala manera durante el viaje, lo que explica que mi cuello se queje como sólo él sabe hacerlo. Por la ventanilla del coche parado un guardia civil real, de carne y bigote, me mira con cara de ningún amigo. No me impresiona. No sabe que, después de la pesadilla que he sufrido, sólo el hecho de que lleve puesto el cinturón de seguridad le salva de que me lance sobre él y le dé un beso a tornillo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario