CONSULTIVITIS
“¿A qué
hora tiene usted la cita?”, me pregunta el abuelete con un atisbo de esperanza
en la voz.
- A las
cinco y media – respondo disipando cualquier pequeña ilusión que pudiera
quedarle de ser recibido por el médico a una hora razonable. Son ya las siete
menos cuarto y en esta sala de desesperos hay aún seis personas que tienen cita
a una hora más temprana que yo. Y nadie se larga. Ahora entiendo por qué nos
llaman pacientes.
“Esto es
una vergüenza”, se queja amarga y justificadamente un hombre en recepción.
“Tiene
razón, pero la culpa no es mía”, replica a córner la funcionaria. “Lo mejor es que presente una queja. Tenga, el
impreso”, le anima alargándole un papel oficial. Intuyo que a la cagatintas le
han recortado el presupuesto de papel higiénico y por eso anima a los
ciudadanos a suministrarle un sustitutivo, aunque sea más áspero.
“Bueno, ya
no aguanto más. Me voy”, murmura con desesperación la feliz poseedora del turno
anterior al mío, tras media hora sin que nadie haya vuelto a entrar en la
consulta. La miro con una extrañeza que parece obligarla a darme explicaciones.
“Tengo
fiebre, me duelen las piernas y el estómago. Me voy a la cama”
No es una
invitación. Es la constatación de una derrota basada en una lógica perversa:
está demasiado enferma como para poder esperar a que la vea el médico. Yo, por
mi parte, experimento el caso contrario. Los dolores que me han traído a esta
consulta prácticamente han desaparecido. Dudo, pues, si esperar a ser recibido
por el galeno para decirle que no me pasa nada, o tragarme las llaves para
tener algo que contarle.
“Yo tuve
eso mismo”, oigo decir al abuelete desesperanzado de antes mientras pondero si
será bastante con la llave del buzón o deberé tragarme también la del trastero
para que mi patología valga la pena. “Se me fue con corticoides. Diez
inyecciones y como nuevo”, completa el consejo. El aconsejado no es otro que el
tipo de la reclamación, que sale corriendo en busca de una farmacia dejando
tras él volando un impreso vacío. Al abuelo le sobra talento. A mi me sobran
ambición y mala idea. En cinco minutos cerramos el trato y estamos pasando
visita a la variopinta población de la sala de espera. Es un crack. Ha sufrido
todos los achaques de las enciclopedias médicas, menos el Alzheimer, porque
recuerda todos los tratamientos y proporciona a cada cual la receta adecuada.
Yo, por mi parte, cumplo con mi papel en este top manta de diagnósticos
cobrando veinte euros a cada paciente. Tal vez los diagnósticos no sean como
los originales, pero son más rápidos y, por tanto, más baratos. Es posible, sí,
que acabemos los dos en la cárcel. Pero, por lo que sé, allí el médico te
recibe antes.
*****************************************
CANTAUTISMO
Sobre la
pequeña tarima, en un rincón del bar, el tipo de la guitarra dice adiós a otra
novia. En lo que va de concierto - tres canciones - el melancólico cantautor ha
perdido ya tres novias, una por canción. Dos de ellas por otros hombres y una
por méritos propios. El sector femenino del público asiste a este rosario de
abandonos musicalizados en un silencio respetuoso, casi arrobado, mientras el
masculino finge, cada uno ante su pareja, estar profundamente interesado en el
asunto. Una apariencia que se viene abajo cuando, entre canción y canción,
pedimos con ansiedad copas cada vez más fuertes.
“Me gusta.
Me recuerda a aquél que vimos hace un año... ¿Cómo se llamaba?”, musita mi
pareja.
Yo sí lo
recuerdo, pero me niego a pronunciar su nombre. Y recuerdo más: recuerdo el
precio de las entradas y el precio de la camiseta que tanta ilusión le hacía. Pero
detesto malgastar mi rencor en banalidades y me he esforzado demasiado en
olvidar aquello como para echarlo ahora por tierra.
- Yo
tampoco me acuerdo – miento – Pero es cierto que se parecen.
Al menos en
su necesidad de gimotear en público, concluyo para mí. Siempre me ha
escandalizado que se cobre entrada para escuchar a estos tipos. Si quieren
hablar de sus desgraciadas experiencias vitales que lo hagan en una consulta
empapelada de diplomas y con un tipo que les cobre por ello, en lugar de
utilizarnos de terapia a costa, encima, de nuestro propio bolsillo. Por
fortuna, esta vez la boloterapia del muchacho nos ha salido gratis. Esa es la
buena noticia. La mala noticia es que el garito es demasiado pequeño. Un
polideportivo con cuatro mil personas te permite roncar o musitar consoladoras
blasfemias o perderte media hora en el bar con la excusa de que estaba lleno de
gente sin que ni siquiera tu acompañante (por alguna oscura razón a estas cosas
se acude siempre en pareja) se percate. Pero en un bar y con tan poco público
es imposible pasar inadvertido. Trato de olvidar mis lúgubres pensamientos y
concentrarme en la cuarta canción. Esta vez la chica no comprende las
inquietudes ecologistas del muchacho, por lo cual el desencuentro es absoluto y
la separación, inevitable.
- Pues si
tan mal le va con las tías, que pruebe con los animales. Igual encuentra una
mofeta fiel que le haga feliz – escupo inconscientemente en muy alta voz.
La guitarra
calla. Todos me miran. Ellos con sincera envidia, ellas – sobre todo una - con
sincero desprecio, y el cantante con dolorida perplejidad. Ahora soy yo el que
puede escribir una canción sobre lo amargo de la ruptura. Aunque, a decir
verdad, me siento tan aliviado que prefiero inventar un chiste.
*****************************************
NOVIALITY
Mientras
aguardo en el rellano a que Matías termine de tropezar con los muebles del
pasillo y abra finalmente la puerta de su casa, calculo mentalmente la duración
de su último noviazgo: dos semanas. Una por debajo de su récord, en ocasiones
igualado pero nunca superado, de tres semanas y un día. Sé que suena a pena de
cárcel, pero estoy convencido de que todas las que han pasado por la
experiencia de salir con Matías respaldarían esa sensación.
“Pasa,
pasa”, me franquea excitado la entrada mi más apreciado vegetal. Le sigo en
dirección al salón, esquivando el mobiliario derribado y tratando de vencer la
irritación que me produce tener que, por enésima vez, examinar a su nueva
novia. Un ritual que se repite desde tiempo inmemorial - en el que también
participa su abnegada madre - y que consiste en tomar un cafecito con la nueva
novia para evaluar sus aptitudes y su idoneidad para el puesto de consorte
temporal del muchacho. Obviamente, yo no soy quién para evaluar a nadie como
pareja ideal, pero cuando intenté explicárselo a Matías, me quedé dormido a las
dos horas de lanzar contundentes argumentos, sin obtener resultados, contra
aquella memez.
“Entonces
aceptas ¿no?”, es todo lo que me dijo cuando desperté. Desde aquel día me
presto cobardemente a la farsa y transmito siempre mi aprobación en los mismos
términos: matrícula de honor. Eso me permite, además, distanciarme un tiempo de
él. Así, mientras su nueva pareja alcanza unos peligrosos niveles de odio, mis
constantes de resentimiento descienden lo suficiente como para volver a
enfrentarme a su amistad durante el periodo que media entre la ruptura y la
vuelta al salón de exámenes en el que acabamos de entrar nuevamente.
“Venga,
siéntate ahí con mi madre”, me ordena antes de salir veloz en busca de la
candidata. Observo que hoy hay novedades. No hay café, y Matías ha colocado un
mesa grande con dos sillas detrás: la ocupada por su santa progenitora y otra
destinada obviamente para mí. Me siento y esperamos en silencio. Por suerte, la
espera es breve. La puerta se abre y la candidata aparece. No podría decir si
es guapa o es fea, porque no puedo apartar la vista de la gran pegatina que
lleva en el pecho: “OM 2006 – 0001”
“Bueno, me
llamo Sara, soy de Mojácar y siempre he querido ser novia de Matías. Voy a
cantar ‘Ave María’, de Bisbal”
‘Operación
Matías, concursante 1’, deduzco mientras la tal Sara se entrega, con más
voluntad que acierto, a un despliegue de alaridos descontrolados. Es absurdo,
intolerable... perfecto. Si esta chica es capaz de prestarse cantando a esta
estupidez, entonces es que Matías ha encontrado por fin una alma gemela.
*****************************************
HUMORRAGIAS
“Oiga...
¿Podría apagar ese puto cigarrillo?... Nos molesta el humo”
Siempre he
sido sensible a las peticiones formuladas con educación. Además, hace una magnífica
tarde de otoño, estamos en una soleada terraza al aire libre y no voy a
desaprovechar el momento por la exigencia absurda de un fundamentalista
antitabaco.
- Por
supuesto – respondo amable mientras aplasto el pitillo en el pesado cenicero de
mármol y enciendo otro con una profunda y placentera calada.
“¿No me ha
entendido?”, pregunta retórico en un tono veladamente amenazador.
Desgraciadamente para él, su
predisposición a armar camorra se ve lastrada, paradójicamente, por la
presencia de sus propios aliados dominicales: abuela, esposa, niños, perro...
No, lo tiene muy mal para montar el número, así que me aprovecho.
- Por su
puesto que le he entendido – respondo inocente – Me ha pedido, y debo decir que
muy educadamente, que apagara el anterior cigarrillo y yo lo he hecho. Y
añadiré que me ha hecho un favor, porque el otro pitillo estaba realmente
asqueroso, mientras que éste da gusto fumarlo. Fíjese qué cosas ¿eh? Los dos
del mismo paquete y tan distintos... Como sus hijos. Porque son sus hijos ¿verdad?
– inquiero señalando con la cabeza a los dos primates de corta edad que gritan
y corretean entre las mesas molestando a los clientes con la ayuda de un chucho
tan ruidoso como ellos. El tipo responde con una mirada que debería estar
prohibida por la convención de Ginebra.
“En este
bar está prohibido fumar... y la terraza pertenece al bar”, gruñe contenido.
Después busca con los ojos al camarero, pero es inútil. El responsable del
local, barruntando la tempestad, ha decidido que es un magnífico momento para
ponerse a ordenar las botellas del interior por su graduación alcohólica,
mientras nosotros, como adultos responsables que somos, limamos nuestras
diferencias y desaparecemos de su vida. No se lo reprocho, yo haría lo mismo.
Pero estoy metido en esto y no puedo parar.
- El suelo,
tal vez... lo del aire es más discutible... Pero volvamos a sus hijos. Aquellas
dos adorables criaturas que no han dejado de gritar durante la media hora que
su perro lleva ladrando... ¿Si apago mi cigarrillo, me dejaría utilizar también
el cenicero con ellos para que dejen de molestar?
La mano de
su esposa se posa sobre su brazo justo a tiempo de evitarme un puñetazo.
Pondría yo también cariñosamente mi mano sobre su otro brazo, pero ya he
tentado demasiado mi suerte. Apuro desafiante mi copa y abandono la terraza
cruzándome en mi camino con la mirada inquisitiva del reaparecido camarero.
-
Tranquilo. No ha sido nada – le informo sonriente –Incluso ha dicho que paga lo
mío – remato en un derroche de resentimiento. Una pena, porque igual
lobotomizado el tipo es una bellísima persona.
*****************************************
DESFIBRILUSIÓN
“Quítese
los pantalones y la camisa y túmbese ahí”, dice con el tono impersonal de quien
ha pasado ya muchas veces por esto.
- ¿No va un
poco deprisa? Acabamos de conocernos – observo sin decidirme a seguir sus
indicaciones. Mi respuesta le desconcierta. Como médico, está obligado a sanar
mis posibles enfermedades. Pero como hombre parece desear que esas
enfermedades, si existen, sean fulminantes.
“Túmbese,
por favor”, reitera gélido, optando por ignorar mis reticencias. Percibo,
además, cierta tensión, así que esta vez cedo a sus pretensiones y abandono mi
cuerpo semidesnudo en sus expertas manos. Una enfermera aparece de pronto,
acercando un carrito plagado de cables, potenciómetros y un pequeño monitor.
- Vaya,
doctor – exclamo algo molesto – Es usted una caja de sorpresas. No me había
dicho que íbamos a ser tres...
No sé cómo
serán en otras facetas de su vida, pero fingiendo sordera ambos son unos
auténticos virtuosos. En silencio, él y su partenaire comienzan a sembrar mis
extremidades de pequeños electrodos.
“¿Cómo se
encuentra?”, pregunta falsamente solícita la enfermera
-
Desilusionado – respondo sinceramente dolido – Esperaba una máquina grande con
muchas luces y sonidos inquietantes y advertencias de peligro... Y ese carrito
parece un saldo de una peli de terror barata. Por no decir – añado con no poco
retintín mirando al facultativo - que también esperaba algo de romanticismo y
no este lanzarse al cuerpo a cuerpo así, sin preliminares.
Esta vez sí
acusa el golpe. No sé si he herido sus sentimientos o sus nervios, pero es mi
única oportunidad para volver a despertar su interés por mí.
“Mire”,
arranca notablemente agitado, “ignoro qué esperaba usted de esta visita, pero
se trata de una simple prueba médica. Ahora notará unos pequeños calambres”
- ¿Y para
esa vulgaridad me tiene una hora en la sala de espera y luego me trata como a
una cualquiera? Eso me lo podía haber hecho yo solo con una batería de coche y
unas pinzas – protesto muy dignamente.
Creo que me
he pasado porque, aún al borde del colapso, el galeno consigue reunir en
segundos una legión de enfermeras armadas hasta los dientes con todo tipo de
aparatos, entre los que escoge los célebres cacharritos de dar un masaje
cardiaco de alto voltaje capaz de hacer botar a un tipo de ciento veinte kilos.
Igual duele, pero esto es lo que quería. Después de tantos años cotizando, qué
menos que ser tratado como un paciente de serial televisivo.
*****************************************
REGALBYTES
“¿Desea algo?”,
se interesa una voz a mi espalda mientras me peleo con los indescifrables
códigos que describen los aparatos colgados del expositor. Me giro y constato
que la voz proviene de una sonrisa perfecta enmarcada por un perfecto nudo de
corbata y un perfecto corte de pelo perfectamente engominado. Alrededor de la
sonrisa parece haber algo vagamente parecido a un perfecto rostro humano, pero
eso es un detalle sin importancia que trataré de enfocar más tarde.
- En
realidad, sí. Quería uno de esos cibertrastos que sirven para escuchar
música...
“¿I-Pod?”
- Podque me
lo ha pedido mi sobrino – respondo una décima de segundo antes de ser
plenamente consciente tanto de haber hecho un chiste pésimo de forma
involuntaria, como de encarnar el auténtico significado del concepto
“mentecato”, tan querido por mis mayores. Una ceja levemente enarcada me
permite enfocar finalmente su cara. Enfoque vano, ya que resulta ser idéntica
al resto de las caras que venden cosas en este centro comercial, tan parecido
al infierno como yo lo imaginaba de niño. El descenso de la ceja viene
acompañado por un discurso plagado de términos informáticos, siglas
incomprensibles y recomendaciones tan extemporáneas como prohibirle el tabaco a
un cadáver. Un misterio, eso sí, queda resuelto: el tipo es ventrílocuo. Es la
única explicación para que, durante su perorata, su sonrisa haya permanecido
siempre visible gracias a que sus labios no han llegado a moverse.
“Yo le
recomiendo un MP4 de dos gigas”, entona concluyente como si hubiera descubierto
el secreto para hacerme feliz. Y tal vez tenga razón. Salir de esta pesadilla
con mi última compra navideña en las manos podría ser algo parecido a la
felicidad, así que me dejo arrastrar por su elocuencia hasta la máquina
registradora saboreando la dicha de vivir en un mundo lleno de emepecuatros,
gigas y zarandajas virtuales.
“Son ciento
sesenta euros”, expone mostrando su impecable hilera de dientes. Mi felicidad
se desmorona. Adoro a mi sobrino, pero un mafioso ruso que lo tuviera
secuestrado se las vería putas para sacarme esa suma. No puedo permitir que
cosas que cada vez tienen nombres más cortos tengan cada vez precios más
largos. Es una cuestión de principios. Así que mi sobrino tendrá que
conformarse con un balón de fútbol o repudiarme. Aunque lo del balón de fútbol
también me asusta. Igual ahora los balones incorporan un chip rencoroso y te
llevan a juicio por darles patadas.
*****************************************
VIDANUEVITIS
“Así que
está usted interesado en volver a estar en forma después de las Navidades,
¿no?”, sonríe tras su mesa una mujer terriblemente atractiva.
Le
explicaría que no, que en realidad no puedo “volver” a estar en forma porque
antes no lo estaba, pero la acumulación de resacas de Nochevieja y Reyes me ha
incapacitado por completo para discusiones complejas.
- La verdad
es que me conformaría con tener aspecto de estar en forma, si eso resulta más
barato y menos agotador – respondo con cansancio. Una respuesta que no la
desanima, ya que se lanza decidida y positiva a enumerar el catálogo de
sofisticadas torturas que ofrece su espléndido gimnasio. Y mientras ella se
dedica a eso, yo no puedo evitar evocar los últimos acontecimientos que me han
empujado a tratar de llevar una vida menos desordenada. Especialmente el
último, cuando me dejé engañar para ir de paje, casa por casa, durante la Noche
de Reyes. Muchas casas, muchas copas... mucho peligro. La última visión que
acude a mi memoria soy yo mismo dando vivas a la república mientras trataba de
quitarle la corona a Melchor para espanto de niños, padres y abuelos en
general. Lo siguiente fue despertarme dolorido, aún vestido de mamarracho
supuestamente oriental, con los pómulos y los labios hinchados y dos dientes
columpiándose en mi boca. Una gran noche, sin duda, que ayuda a explicar tanto
mi lamentable imagen como mi propósito de formalizarme un poco introduciendo
algo de disciplina en mi vida. O introduciéndome la lengua en el culo, para
variar.
“... y, por
supuesto, esta cuota incluiría nuestro servicios de sauna y masaje, los más
solicitados por nuestros socios...”, propone seductora justo en el instante en
que yo regreso de mi tournée por mi resquebrajada memoria reciente sintiéndome
un guiñapo.
- Para esas
cosas llamo a los anuncios guarros del periódico, por Dios. Yo pensaba que esto
era un gimna... – me interrumpo en el mismo momento en que soy consciente de
haber vuelto a abrir mi bocaza mucho, mal y a destiempo. No tengo remedio. Sólo
me consuela el hecho de que su estupor, evidente por su incapacidad de
articular palabras, me proporciona cierto margen de maniobra.
-
Disculpe... No quería decir... Permítame una pregunta: ¿usted qué preferiría,
cenar conmigo o ser torturada hasta la muerte en una prisión camboyana? -
improviso
“Eeeh...
Ummm... Cenar con usted”, balbucea desde lo más profundo del desconcierto
- Perfecto
– exclamo satisfecho. Beso con sincero afecto sus dos mejillas y abandono el
despacho contento. Y convencido de dos cosas: aún tengo margen para empeorar y
los libros de autoayuda son un fraude. El futuro está en los libros de
autoengaño.
*****************************************
ASCENSINATO
“Joder,
vaya frío que se nos ha echado encima ¿eh?”, comenta mi escasamente querido
vecino tras alcanzar un ascensor que, ahora estoy seguro, deberíamos cambiar
por otro de puertas más rápidas. Más que nada para no volver a ser cazado en el
último segundo, como ahora. Sólo son diez pisos, pero el viaje ha comenzado mal
y promete empeorar, así que pulso rápidamente el botón, antes de que se sumen
más monstruos a la pesadilla.
- Bueno, es
lo normal, estamos en invierno – replico sin ninguna originalidad pero con toda
lógica, tratando de que el peso de lo incontestable zanje por sí mismo
cualquier posibilidad de discusión. Vano intento. Y aún no hemos llegado a la
segunda planta.
“Sí, pero
es que hace dos días íbamos de manga corta y hasta se podía tomar algo en una
terraza. Y ahora...”, repone irreductible señalando su bufanda. Y también se
quejaba. Lo recuerdo perfectamente porque, pese a que acababa de disfrutar de
un largo trago en una de sus citadas terrazas, se mostraba irritado por disfrutar
de un clima primaveral en pleno mes de enero. Un inconformista profesional, el
tipo. Me concedo un pausa mientras observo nervioso el dígito luminoso que aún
sigue siendo un tres.
- Ya... –
arranco sin convicción – En fin... Peor sería que le diera por nevar – concluyo
con una incomodidad que trata de no parecer tensa sin conseguirlo. Me temo, no
obstante, que él sería incapaz de percibir esa tensión aunque se la señalaran
con neones de color y bengalas.
“Ah, pues a
mí me gusta la nieve”, espeta abriendo un nuevo frente de combate y provocando
peligrosamente al sociópata con el que comparto cuerpo y que detesta verse
obligado a hablar, en general, y muy especialmente del tiempo. ¿Es que este
hombre es incapaz de apreciar el lado apacible, positivo e incluso cortés del
silencio? Comienzo a sentirme al límite. Miro el indicador y compruebo que aún
vamos por el quinto. Malo.
- Es
bonita, sí, la nieve... – murmuro apretando con fuerza los dientes.
“Sí”,
responde dándome esperanzas de haber llegado a una conclusión satisfactoria
para ambas partes. “La pena es que sea un coñazo para conducir y que no haya
más que accidentes”, añade robándome todas las esperanzas dadas. Mis defensas
se derrumban.
- ¡Sí, la
nieve de los cojones es un horror! – grito aún cuando la puerta del ascensor se
abre y la madre del vecino me sorprende estrangulándole con su propia bufanda.
“Así se
hace”, dice la buena mujer, “a ver si usted le convence de que se abrigue bien,
porque a mí no me hace caso. Y con este tiempo tan loco...”, redunda. La
condena me da igual, pero me pregunto es si los titulares serán igual de
grandes por uno que por dos.
*****************************************
DISFRAUDES
“¿Has visto
eso?”, brama discretamente Matías a mi oído, con un tono que podría situarse
entre el relincho y el mugido. De toro.
- Sí, lo he
visto – respondo paciente tratando de volver a concentrarme en la notable
habilidad del camarero rellenando servilleteros. Cualquier cosa antes que
volver a mirar a donde mira mi presunto y babeante amigo. Creo que si
pudiéramos envasar y comercializar la baba de Matías como hacen con la del
caracol, nos forraríamos. Cierto que su cutis ya no es el de un jovencito, pero
su cerebro no ha envejecido ni siquiera diez minutos desde los doce años, y
estoy convencido de que existe un estrecha relación entre ese prodigio y su
abundante babeo. Y con su falta de perspectiva, también.
“No me
digas que no es espectacular”, rebuzna entusiasmado.
En eso
lleva razón y el calificativo no podría ser más adecuado. Espectacular hasta
erradicar el hipo y producir espasmos en el estómago. Esos hombros bronceados,
esas formas redondas resaltadas por un mini vestido dorado y ceñido hasta lo
imposible, esas piernas torneadas en el gimnasio, fuertes y peludas bajo los
panties...
- Matías.
Es un hombre – expongo tratando de mantener toda mi atención en el pasmoso
virtuosismo que demuestra ahora el camarero ordenando tazas y platos sobre la
cafetera, mientras dejo que Matías asimile mi respuesta. Casi puedo escuchar
los chirridos que producen los herrumbrosos engranajes de su cerebro mientras
trata de dilucidar si tengo razón o ha llegado el momento de organizar un
tumulto y lincharme en la plaza pública. Pero tengo razón. Y mi pequeño
papamoscas, víctima tanto de su propia estulticia como del exceso de gintonics,
parece haber olvidado que es Carnaval y que por eso estamos en un bar rodeados
de piratas, payasos y otros variados espantos. Y que eso explica que un tipo
con barba de cuatro días y unos brazos como para hacer malabarismos con
bombonas de butano vaya vestido de fulana de teleserie. Una iniciativa que, en
su caso, supera la fina línea entre lo divertido y lo terrorífico, ya que
contemplarlo detenidamente provocaría pesadillas en cualquier persona
mínimamente sensible.
“No me lo
creo. La voy a entrar”, dice Matías dejando claro que él no pertenece a ese
grupo de personas. Por un momento, pienso en detenerle, pero lo dejo correr.
Desde que le pusieron el aparato, los dientes salen volando agrupados en la
prótesis y no hay que andar, como antes, recogiéndolos uno a uno cada vez que
le parten la cara. Pero sigo prefieriendo no mirar.
*****************************************
FOROFOBIA
“¡Hijoputaaa!”,
piropea al árbitro el hincha de mi izquierda dejándose media garganta en el
empeño y perforándome, de paso, el oído. Mataría a Matías por arrastrarme al
fútbol, pero mi pequeño puerco traidor ha desertado hace veinte minutos con la
excusa de una vejiga repleta. Podría largarme, pero no quiero abandonar mi
puesto. Si pierdo a Matías esta tarde y espero a mañana, mi deseo de venganza
se habrá atenuado demasiado, y una afrenta tan descomunal exige un
resentimiento de iguales proporciones y recién incubado.
“¿¡Penalty!?...”,
brama mi fanático adosado, “¡Si no lo ha tocado! ¡Ya te cogeremos a la salida,
cabrón!”
- Sé dónde
ha dejado el coche – le susurro siniestro – Si quieres, luego lo esperamos y le
rompemos las piernas.
Mi plomizo
estado de ánimo ayuda a que el tipo crea firme e inmediatamente que se
encuentra a menos de un metro de un psicópata de carne y hueso.
“Hombre,
tampoco... quiero decir que...”, recula con encomiable prudencia
- Tienes
razón – suspiro – romperle las piernas es poco. Si perdemos, lo capamos.
Ha sido muy
buena, aunque el mérito no es mío. Sólo he tenido que pensar en Matías.
“Bueno...
Tampoco toda la culpa es del árbitro”, encuentra por fin algo que decir
acuciado por el miedo, “La verdad es que los jugadores están cansados”
-
¿Cansados? – exclamo irritado – A mí en el trabajo no me obligan a descansar un
cuarto de hora cada cuarenta y cinco minutos... ¿A ti sí? – pregunto inquietante
“No...
nono... Pero es que esta semana han tenido tres partidos...”, responde
apabullado.
-
Pobrecitos... demasiado para lo que les pagan ¿verdad? - murmuro sarcástico -
Porque... ¿qué pueden obrar estos muchachos por defender nuestros colores?
Responde
con una cifra aún más indecente que la que esperaba. Estoy a punto de proferir
yo también gritos e insultos, pero me contengo. Lo que quiero es que se calle
él.
- Vaya... –
siseo viperino – Juntando tu sueldo y el mío tardaríamos como cinco años en
ganar lo mismo que uno de ellos en un año. Eso por no hablar de que si tú haces
mal tu trabajo, te despiden mientras que aquí, si ellos fallan, al que echan es
al encargado...
El
razonamiento surte efecto. De su boca no vuelve a salir un grito. La derrota ya
cantada y mi revelación le sumen en una perplejidad entre asesina y suicida,
pero en todo caso felizmente muda. Ahora sólo falta que vuelva Matías y
convencerle de que se dedique al fútbol. No ha jugado nunca, pero es capaz de
aburrir a cualquiera tanto como los veintidós que están en el terreno de juego.
Y al menos me saldrá rentable.
*****************************************
CRISPONITA
“Usted dirá
lo que quiera, pero esto se hunde”, sentencia fatalista el hombre abanderado
que me ha elegido, sin consultarme previamente, como contertulio. El fervor
patriótico que le consume hubiera podido suponer una amenaza para mí cualquier
otro día, en cualquier otro bar lleno de bullangueros adoradores de su tierra.
Pero hoy no. Hoy he elegido ser durante todo el día Clark Kent, el alter ego
bien vestido de Superman, un cretino con superpoderes pero sin la capita y los
gayumbos rojos por fuera. Así pues, rehuyo la confrontación utilizando mi
superoído para escuchar otras conversaciones mientras dejo que el recién
llegado del planeta Manifestación se explaye sobre el derrumbamiento del estado
de derecho.
“¡El
gobierno se ha rendido y no podemos permitirlo!”, brama anulando con su voz la
de un individuo sentado a mi espalda que susurraba a un amigo variados y muy
interesantes métodos para abrir un sujetador con una mano. He cometido un
error. He subestimado sus poderes, lo que me obliga replantear mi estrategia.
- Entonces
habrá que acabar con los malos que quieren acabar con los malos para acabar con
los malos, ¿cierto? – recurro a mi supersentido común con paradoja
hipercalórica para repeler su ataque. El manifestígena acusa el golpe y recula
hasta su copa, pero aún no está vencido. Es más duro de lo que pensaba, así que
busco alternativas por si la cosa se pone fea. Miro hacia una de las paredes
del bar con mi visión de rayos X. Ya es primavera. Muchachas en flor ríen por
la calle seguidas por muchachos en capullo... No. Esta no es la mejor manera de
enfocar la contienda. Ha sido una superdistracción y me estoy poniendo
superburro.
“¡Mire
esto!”, ruge poniendo por sorpresa su DNI ante mis ojos, “¿Cree que tengo que
avergonzarme de este documento?”
Estoy
perdido. No contaba con que mi contrincante utilizara un truco tan sucio.
Cierto que no tiene por qué avergonzarse de su nacionalidad. No la eligió,
aunque él crea lo contrario. Ni siquiera tiene por qué avergonzarse de su cara.
Pero la foto del carné... me desarma. Siento que mi mandíbula se afloja y no
puedo pensar con claridad. Sólo me queda una opción: utilizo mi supervelocidad
para largarme y mi supermorro para hacerlo sin pagar. Y mientras salgo volando
del bar, juro que si un día vuelvo a Krypton, podré asegurar que no hay vida
inteligente fuera de allí.
*****************************************
DEDICAFOBIAS
“Muchas
gracias, de verdad. No sabe cómo se lo agradezco... Gracias”, redunda
emocionada la mujer recogiendo su ejemplar dedicado de puño y letra por el
autor, que la despide con una sonrisa agarrotada ya tras toda una mañana de
firmas. Por fin es mi turno; la pesadilla de casi una hora de espera, avivada
por el hecho de ser el único hombre en una cola de lectoras rendidas a su
escritor de cabecera, toca a su fin. Pongo ante él el libro ya abierto para que
plasme su rúbrica y rezo para que el cansancio le haya vuelto distraído.
“¿Cómo se
llama?”, pregunta disponiéndose a firmar.
- No, no es
para mí – respondo un tanto nervioso – es para un amigo... Matías
“Perfecto...
Par...”, sus palabras y su gesto se congelan. Lo ha notado. Voltea la tapa y,
efectivamente, descubre que no se trata de su libro.
“Oiga...”,
comienza a decir confundido
- Sí, ya lo
sé – me adelanto agitado – no es su libro, pero es que a mi amigo le hacía
mucha ilusión su autógrafo.
“¿Me está
diciendo que sólo le interesa mi firma?”, inquiere derivando elegantemente
desde la perplejidad hacia el mosqueo. Trato de preparar con sumo cuidado una
respuesta sutil.
- Sí –
fracaso estrepitosamente en mi intento – De hecho, Matías se empeñó en que yo
le regalara su novela, pero me negué, a cambio de jurarle que conseguiría su
autógrafo.
“Debo
entender entonces”, musita digiriendo mi historia, “que a usted no le gustan
mis libros, que jamás compraría uno de ellos...”
- Jamás –
respondo tajante pero falaz. En una ocasión adquirí uno. Una amiga insistió
hasta la victoria en que me leyera una de las obras de este individuo y me la prestó.
Al llegar al tercer párrafo del primer capítulo, el libro salió volando por la
ventana en un rapto de furia, así que me vi obligado a comprar otro ejemplar
para su dueña. Se lo contaría, pero no me parece un buen momento.
“Así que mi
literatura no es lo bastante buena para usted”, concluye ya resueltamente
hostil.
-
¿¡Literatura!? ¡Por el amor de Dios! – reacciono desenfrenado – ¡Hay más
literatura en las instrucciones de un champú que en cualquiera de sus novelas!
El tipo se
incorpora, lo que me sirve para comprobar una vez más que la televisión es un
medio engañoso. En la entrevista que yo vi parecía bajito, pero es enorme.
Matías estará contento. No sólo voy a conseguir que me estampe su firma, sino
que incluso creo que me voy a llevar también su boli, aunque aún no sé en qué
parte del cuerpo.
*****************************************
CARRETOLICISMO
Un golpe de
freno, un volantazo que quiere ser suave y Matías arrima el coche al arcén,
siguiendo las indicaciones del enlutado tipo que controla el tráfico de la
calzada. Su uniforme me resulta vagamente familiar, pero extrañamente
inadecuado. Aunque entre los cuerpos tradicionales, los autonómicos, los
subcontratados y otras especies, la uniformidad pueda resultar confusa, siempre
infunde respeto, así que me resigno al engorro de mostrar mi documentación
esperando que el trámite sea breve.
“Ave María
purísima, padre... ¿algún problema?”, pregunta humildemente mi amigo al hombre
del alzacuellos, gafas de espejo y crucifijo plateado en el pecho.
“Sin pecado
concebida, hijo mío. Nada de particular, un control rutinario. ¿Habéis rezado
antes de salir?”, interroga untuoso pero autoritario.
“No, padre.
Estábamos esperando a encontrar un atasco para rezar el rosario”, responde
Matías sumisamente mientras le entrega un extraño carnet que le autoriza a
conducir vehículos de motor por los caminos del Señor. Algo en mi interior
trata de rebelarse, pero las palabras no llegan a mi boca.
“Pues muy
mal, hijos míos”, nos amonesta mirando la documentación con gesto muy serio,
“Hay que rezar antes de ponerse en carretera... Ah...”, exclama con cierta
enfermiza satisfacción, “ Veo que este carnet está caducado...”
“Sí...
Bueno...”, se aturulla mi compañero, “Es que no me ha dado tiempo de pasar por
la parroquia a renovarlo. Pero esta misma semana lo hago...”
“A ver,
sopla aquí, por favor”, ordena educadamente ignorando la respuesta de Matías y
alargándole un extraño aparato de forma triangular con un gran ojo dibujado en
el centro y una boquilla por la que mi amigo sopla finalmente con fuerza. El
agente de tráfico celestial retoma el aparato y chasquea la lengua.
“Lo que me
imaginaba, tus niveles de fe están muy por debajo de lo permitido. Bajaos”
Vuelvo a
sentir la necesidad de estallar en gritos de protesta, pero de nuevo algo me lo
impide. Descendemos obedientes del coche, a la espera de la penitencia.
“Os vais a
arrodillar en la cuneta y no os vais a levantar hasta que hayáis rezado diez
padrenuestros y doce avemarías”
- ¡Esto es
una mierda! – consigo exclamar al fin mientras le doy la espalda para arrodillarme.
La colleja no se hace esperar. El dolor en el cuello es intenso.
“Eh...
Despierta...”, insiste Matías tirando de mi brazo. Despierto. Me he dormido de
mala manera durante el viaje, lo que explica que mi cuello se queje como sólo
él sabe hacerlo. Por la ventanilla del coche parado un guardia civil real, de
carne y bigote, me mira con cara de ningún amigo. No me impresiona. No sabe
que, después de la pesadilla que he sufrido, sólo el hecho de que lleve puesto
el cinturón de seguridad le salva de que me lance sobre él y le dé un beso a
tornillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario