TOURS
“Tres cañas
para tres pobrecitos regresados de vacaciones, por favor” solicita Matías con
exquisita educación. La rutina postvacacional de todos los años. Matías, Genaro
y yo exhibiendo nuestros días de holganza ante el camarero que ha fichado todos
los festivos, aunque sea pecado.
“Empiezo
yo” continúa Matías ignorando la aviesa mirada del barman. “Os lo resumo en
tres palabras: playa, sol y sexo”
- Y las
tres cosas las has disfrutado tú solito ¿verdad? – redondeo faltón mientras
observo extrañado el gesto taciturno de Genaro, que siempre se ríe con estas
cosas.
En
realidad, explica, esta vez estuvo cerca de conseguir pareja para todo, pero la
cosa se frustró cuando la invitó a cenar y descubrió, tarde, que no tenía
dinero para pagar. Como es un caballero y no soporta que una mujer saque la
cartera en su presencia, huyó por el ventanuco de los servicios y se encerró en
el apartamento durante los dos días que le faltaban para volver. Reímos todos
excepto el camarero - que con el ruido de la cafetera no ha podido escuchar un
final desgraciado que le hubiera hecho feliz - y Genaro, que continúa con su
cara de via crucis inacabado.
- Pues yo
me he quedado en casita – expongo satisfecho. Tras explicar al rencoroso de la
barra que una cosa es no salir de vacaciones y otra muy distinta darle el gusto
de hacérselo saber, obvio mi falta de liquidez y justifico con mi aversión a
las aglomeraciones turísticas mi abstinencia viajera, no exenta de anécdotas,
por otra parte.
“¿Qué
hiciste?”, pregunta arrebatada la audiencia. La verdad es que no fue nada. La
culpa la tuvo el tipo del Mercedes de 50 metros de eslora que soltó aquel
impertinente “Oye chaval ¿la catedral?” y que, gracias a mis indicaciones, aún
debe preguntarse cómo ha llegado a Lisboa.
“¿Y tú,
Genaro?” interrogamos a coro tratando de sacar a nuestro colega de su
ensimismamiento.
“Pues... no
sé ¿París es una ciudad con canales y un circo en ruinas con un muñeco que hace
pis en una fuente junto a un sitio roto que se llama Partenón? - consulta
Nuestro
silencio es tan elocuente que nadie necesita añadir “no”.
“¡No sé
dónde he estado!” solloza la criatura. Y van ya tres años, desde que se
enganchó a los viajes organizados, que nos pasa lo mismo. Incluso el camata se
compadece y le da un huevo Kinder. Deberían prohibir meter prisa a la gente en
vacaciones.
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RUTINAS
El
repartidor de refrescos sigue trayendo y llevando mercancía entre la camioneta
y el almacén. Pese a que en el viaje anterior se han acabado las cajas con
botellines llenos en el vehículo, él continúa inalterable sus idas y venidas,
ahora dejando cascos vacíos en el almacén y llenos en el vehículo, atrapado en
un ciclo absurdo pero inevitable, como el resto de los presentes.
Hace quince
minutos que yo mismo he entrado en una de las rutinas que se han adueñado del
bar. La cocinera saca un frito, el camarero lo recoge, pasa ante mí y lo acerca
hasta el cliente de la esquina, quien lo abre comprobando que está demasiado
caliente, por lo que lo aparta un poco y abre el Marca. A su regreso, el
camarero recoge el billete de otro cliente, me pregunta qué quiero y se dirige
a la cafetera, prepara mi cortado, saca de la caja las vueltas del señor del
billete y regresa con mi café y un platillo con cambios. Coloca cada cosa en su
respectivo lugar y se dirige a la puerta de la cocina a recoger otro nuevo
frito para el individuo del Marca.
Quince
minutos. Tengo ocho cortados delante, el hombre del billete cuenta con gestos
que ya he visto las monedas de la última de las nueve raciones de cambios que
le han puesto y en el extremo de la barra, siempre junto a la misma foto de
Zidane, trece fritos esperan a estar lo suficientemente templados. Y ninguno de
nosotros reacciona, prendidos todos en las correas sin fin de unas secuencias
inquebrantables.
El hombre
de Matutano llena un expositor con bolsas de patatas fritas. Las bandejas están
ya llenas, de modo que las bolsas caen por los lados al mismo ritmo que él las
coloca por el centro. Por un segundo tengo la esperanza de que ésa sea la
salida: tiene que llegar el momento en que ya no haya más patatas. Sin embargo,
mis expectativas se derrumban cuando un compañero suyo aparece con otra caja
llena de bolsas, recoge las caídas en la caja ya vaciada por su colega y
regresa a la furgoneta para perpetuar el movimiento.
Empiezo a
asustarme. Que la historia sea cíclica es una cosa, pero esperar el fin del
mundo encerrado en un bucle temporal de tres minutos, estudiando las órbitas
del camarero y sus satélites de fritos, café y monedas no me parece soportable.
Creo que voy a tirarle las botellas al de los refrescos. Y si no funciona, al
menos me pasaré el resto de la eternidad desahogándome.
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COMPARECENCIAS
“¿Alguna
pregunta?”, se interesa rutinario el consejero antes de dar por concluida su
comparecencia.
“Sí. Yo
tengo una...” proclama sorprendentemente un fotógrafo. “¿Por qué coño siempre
se me jode el flash en las ruedas de prensa?”, se lamenta manipulando con rabia
su cámara sin mirar siquiera a los comparecientes.
A primera
vista no parece que la cuestión guarde mucha relación con las Jornadas sobre la
Lencería como terapia contra la Disfunción Eréctil que nos acaban de presentar.
Sin embargo, estupor al margen, parece una buena pregunta. Ante la muda
perplejidad del consejero, su director de departamento y segundo de a bordo
decide intervenir.
“Creemos
que estas jornadas supondrán un nuevo enfoque en el tratamiento de la
enfermedad y lo más fácil es que te hayas quedado sin batería”, afirma
variopinto.
Un silencio
breve pero absoluto se adueña de la sala de prensa. Incluso una mosca se retira
discretamente a un rincón, avergonzada por el estruendo de su zumbido.
“Aunque
también puede ser de la lámpara, y entonces te costará un huevo la broma”, apuntilla el consejero campechano, aunque
visiblemente asustado por sus propias palabras. A su lado, el patrocinador de
las jornadas continúa con el vaso de agua pegado a la boca desde la pregunta
del fotógrafo. Un ujier intenta destrabarlo, pero está tan agarrotado que le
resulta imposible, por lo que opta por subirlo encima de la mesa y colocarle
una flor en el vaso, para disimular.
Otro
silencio tenso. Los chicos de protocolo creen ver la oportunidad de terminar de
una vez y abren las puertas como quien tira de la cadena. Pero la cadena no
funciona.
“Yo tengo
otra pregunta”, afirma cantarina una jovencita con una “L” de prácticas en el
bolígrafo. “¿Dónde se ha comprado la chica de la primera fila esa blusa tan
mona?”
“Creo que
estamos en condiciones de afirmar que es de Zara”, recupera la iniciativa el
consejero, dispuesto a no dejarse robar planos. “Mi mujer se compró una igual
en las rebajas”, corona convincente.
Atrás, los
de protocolo han arriado definitivamente las corbatas y se rascan
ostentosamente la entrepierna mientras escupen por el colmillo. Ahora me toca a
mí.
- Cuatro
patos metidos en una caja; entre picos y patas ¿cuántos había? – pregunto
acusador.
No estaban
preparados para algo así. He puesto el dedo en la llaga. Deberíamos pedir unas
pizzas porque esto va para largo.
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FRACASOFILIA
“¿Tú crees
que las hemos causado buena impresión?”, pregunta ilusionado.
- Seguro –
respondo con sorna – Si no fuera así, no nos habrían confiado a sus hijos para
irse a tomar solas el vermú.
Son las
tácticas de Matías. Fino estratega él, su conclusión era que las atracciones
instaladas con motivo de las fiestas del barrio constituían el entorno ideal
para ligar con madres de buen ver, toda vez que la ausencia de maridos estaba
garantizada por imperativos del Mundial de Fútbol. Y algo de razón tenía,
aunque no contaba con que nuestra fingida buena disposición para con los niños
nos iba a costar hacer de canguros para dos vecinas atractivas, sí, pero sobre
todo mucho más listas que nosotros.
“Venimos
enseguida ¿vale? Portaos bien”, fueron las frases intercambiables que nos
dedicaron hace ya media hora a sus retoños y a nosotros. En ese tiempo, hemos
pescado patitos, hemos movido las piedras del riñón en los autos de choque y
hemos visto a un simple perdigón reunir voluntad suficiente para desviarse
noventa grados en una trayectoria de un metro mientras que otros somos
incapaces de dejar de fumar. Estoy hasta los huevos.
- Matías,
esto tiene que acabar – le digo procurando que los mocosos no me oigan
“¡Pero nos
falta el tren Chu Chu!”, clama el bobo casi haciendo pucheritos.
“¡Eso... el
tren Chu Chu, el tren Chu Chu!”, reivindican los enanos a coro.
Mientras me
pregunto cuánto me cobrarían por dejarme poner el cuello en un raíl, los dos
tipos vestidos de payaso que amenizan el viaje con escobazos y globos me dan una
idea. Monto a los críos en un vagón y a mi oligocolega conmigo en el siguiente.
A la primera vuelta por el túnel consigo enganchar a uno de los payasos y
hacerle una proposición. A la segunda el tipo confirma que él y su compañero
aceptan. A la tercera, Matías consigue su globo y saltamos del tren, nos
ponemos ropa y caretas y pagamos el soborno y los viajes suficientes hasta que
aparezcan las madres. Nos sale más caro que el AVE, pero al fin somos libres.
En nuestra huida, atracamos a escobazos la churrería haciéndonos con un botín
de varias docenas de buñuelos, porras y churros y nos empachamos con
premeditación y alevosía en la sala de espera del servicio de urgencias, por si
el seguro no cubre la ambulancia Chu Chu. Al menos las enfermeras no nos encajarán
cuidar a nadie y la mala fama nos servirá de escudo en el futuro.
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MIRADAS
- Una caña
y una tónica, por favor – solicito mientras reparo por primera vez en los
atractivos de la camarera.
“¿Una
caña... y qué más?”, responde con una sonrisa que derretiría a un rinoceronte.
Excepto el
sueldo y, por ende, la cuenta corriente, la muchacha no tiene nada que envidiar
a cualquier top model. Ni siquiera la simpleza comunicativa y la frágil memoria
que se les suponen.
- Y una
tónica – repito con la almibarada idiotez de quien cree estar bordando un
bolero irremediablemente seductor.
Contemplo
con absoluta y justificada admiración los movimientos de la chica mientras mi
acompañante, con absoluta y justificada indignación, contempla mis babas.
Cazado in fraganti, trato de disimular echando un vistazo panorámico al resto
de la terraza. El empate se repite en casi todas las mesas: mujeres con la
mirada clavada en la yugular de hombres con la mirada perdida en geografías
inconfesables, consumiendo todos ellos, en un silencio tenso, bebidas que
ninguno ha pedido. Esta absoluta incompetencia de la camarera, no obstante, no
afecta a la embobada clientela masculina, con la excepción de un cliente ciego
- encolerizado tras abrasarse con un te hirviente en lugar de refrescarse con
el café con hielo solicitado - que susurra obsesivamente la frase “mata, Toby”
en la oreja de su perro guía, en un vano intento por convertirlo en un dogo
asesino. De hecho, cada vez que recibe la orden, el chucho se limita a dar educadamente
la patita a los presentes mientras gruñe un poco para disimular ante su amo.
“Martiniiii...
y tinto. Son cinco euros” – susurra la camarera colocando sus equivocaciones en
la mesa. Los ojos de mi pareja exigen una respuesta adecuada al pésimo servicio.
Los ojos de la camarera simplemente me noquean.
- El tinto
era con sifón – reclamo tímidamente.
Mi audacia
se ve recompensada por partida doble: mientras una me arroja el vino a la cara
por no protestar, la otra vuelca el vaso de martini sobre mi camisa por
protestar demasiado. Y ambas me abandonan. Sólo, húmedo y sucio... no me sentía
así desde que cerraron el Sex Shop. Tendré que buscar otro.
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“Dentro de
unos momentos comenzará la carrera de sacos. Los que quieran participar que se
acerquen a la línea de salida”, truena en los altavoces una voz masculina. El
anuncio aplasta la proclama de la rondalla local sobre las excelencias de la
tierra y sus guapas mujeres y valientes hombres, huidos casi todos ellos - hay
que decirlo - a otras tierras donde las fiestas no son tan ruidosas y se puede
dormir en paz. Una paradoja que explica que la mayoría de los presentes en esta
plaza aplastada por el sol seamos turistas atrapados a causa de un desvío por
obras, combinado con media docena de atascos.
Tras haber
sido arrollado por los mozos en una no anunciada suelta de vaquillas (mozos a
quien una de las vacas me ha aconsejado denunciar, dándome incluso la tarjeta
de su abogado) el sentido común me recomienda acercarme a presenciar la carrera
de sacos. En principio parece una prueba inofensiva, sobre todo después de
haber visto las masacres producidas en la demostración de esquileo de ovejas
con guadaña y el campeonato de desplume de gansos con motosierra.
En la línea
de salida observo que todos los participantes son forasteros (se nota en los
botijos “recuerdo de” que entregan al cuidado de sus acompañantes) mientras que
los espectadores nativos tratan de camuflar unas malévolas risitas que me
resultan sospechosas. Un grupo de ellos trata incluso de convencerme para que
tome parte en la prueba, argumentando que se trata de una carrera de sacos muy
especial, distinta de todas. Alego tendinitis, depresión post parto y gonorrea,
patología ésta última que los aleja definitivamente de mí.
Un escopetazo
da la salida y compruebo que los indígenas no me engañaban, es una carrera
realmente peculiar, sí. Los sacos van metidos por la cabeza y la pista es una
arboleda perfecta para dejarse los dientes y la nariz contra cualquiera de los
chopos que la pueblan, como acaban de hacer los dorsales 3 y 7, reanimados de
inmediato por los asistentes con algún licor altamente inflamable que les
permite volver a correr, doblemente ciegos ahora.
“Y verás
cuando lleguen a la zona de los cepos”, murmura alguien a mi espalda.
No quiero
verlo. Prefiero volver a cualquiera de los atascos de la zona. Al menos es un
tipo de tortura popular que conozco.
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CONTRASEÑAS
“¿Aserejé?”,
inquiere el portero de la discoteca enarcando una ceja, tras fracasar en su
intento de enarcar las dos a la vez. Falta de fósforo, probablemente.
- A dejé –
respondo manteniendo desafiante su mirada
“Dejebe tu
de jébere”, me apoya Matías concentrándose en uno de los ojos del gorila.
Mirar dos
caras, asimilar dos frases... demasiado para las limitadas capacidades del
chavalote, que opta por dejarnos pasar, no sin antes someternos a una última
prueba.
“¿Ritmo no
pares?”, desenfunda a nuestra espalda cuando ya tenemos un pie dentro
“No pares,
no. Ritmo no pares”, disparamos simultáneamente mi colega y yo. Y nos perdemos
en el túnel del vicio mientras él se lame las heridas en la puerta. Hemos
superado el primer obstáculo, pero el desafío no ha hecho sino comenzar. Aún
falta lo más duro. Hay que cruzar la pista. Son los últimos coletazos del verano
y la gente aún no ha vuelto a la normalidad, que tampoco es gran cosa como
estado mental, pero siempre es mejor que esto. Y la barra aún está lejos.
“Ave
María”, corea una muchacha haciendo ondular su esqueleto como una pitón.
“¿Cuándo
serás mía?”, babea frente a ella un Matías hipnotizado.
- Si te
tuviera, todo te daría – juro falso y seco, plantando ante las pupilas de la
serpiente una foto de David Bisbal que frena el mordisco letal y cuya digestión
la llevará horas. Ha habido suerte, pero ya no podemos permitirnos más
descuidos. Espalda contra espalda, sorteando estribillos y caderas, avanzamos
hacia el territorio de los camareros, adonde llegamos sin más incidentes
reseñables. Es el momento de jugarse el todo por el todo. Ya no hay vuelta
atrás.
“Y que si
me muero sea de amor”, nos pone a prueba el amo de los combinados.
- A Dios le
pido... – canturreo ganando la batalla - Y tú ponnos dos Red Bull con whisky y
una gota de Mister Proper o mi compañero se encerrará en la cabina del DJ a
cantar éxitos de Juan Pardo hasta que no quede nadie en pie.
Nuestras
demandas son atendidas inmediatamente, e incluso nos hacen una tarjeta VIP. Es
triste, en cualquier caso, que haya que ponerse así para conseguir una última
copa.
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FASCÍCULOS
“Buenos
días”, saluda educado y sonriente el kioskero.
“Déme el
segundo fascículo del curso de Alemán para Bordes, el cuarto de La Guerra en
Casa y el tercero de Grandes Matanzas del Cine Bélico”, ladra ignorando toda
urbanidad el energúmeno que encabeza la cola.
Tras una
inmersión en el mini espacio de su tenderete, el hombre reaparece con unos
cartones de un tamaño imposible que acompañan la mercancía solicitada por el
ogro.
“Pero esta
película está en vídeo, y yo la quiero en DVD”, brama el tipo al repasar la
entrega”
“Pues
deubede habérseme terminado... jijí... jé”, bromea nervioso el comerciante.
Después de
que él y el fan de Hitler hayan arreglado sus cuentas, la cola avanza un
puesto. Es un alivio. Ya me falta menos para conseguir lo mío y, de paso,
enterarme de lo que quiere comprar el muchacho flaco situado delante de mí,
algo que me tiene intrigado desde que me incorporado a la fila.
“¿Ha
llegado ya el segundo número de Grandes Jeringas del Rock & Roll?”,
pregunta, satisfaciendo de paso mi curiosidad.
“Pues sí. Acaba
de llegar”, es la respuesta que recibe junto a otro enorme cartón.
“¡Joder!”,
exclama el muchacho sinceramente sorprendido, “¿Tres euros? ¡Si el primero sólo
costaba uno y traía una réplica numerada de la chuta de Jimmi Hendrix!”
“Sí, pero
era la oferta de lanzamiento. Los siguientes cuestan tres euros, y los que
vienen con hipodérmica, cinco. El próximo trae una firmada por Keith Richards”,
explica, por entregas, el hombre. Deformación profesional.
El chico
deja de rascarse los brazos para rascarse el bolsillo, abona el importe de su
coleccionable y se sitúa en la esquina más cercana a pedir a los transeúntes
cinco duros para un fascículo. El cambio de moneda no va con él.
- Qué rara
es la gente ¿verdad? – me anticipo a la conclusión del vendedor.
“Pues sí”,
suspira mientras me alarga mi quinto fascículo de Muñecas Hinchables y el
cuarto de Látigos del Mundo. Más vale que también hay colecciones para las
personas normales.
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SANTITOS
“Su
Santidad da por finalizada la beatificación de José María Escrivá de Balaguer”,
constata solemne el comentarista de la tele pública enviado a Roma con mis
impuestos.
- Hala,
cambia de canal que se ha acabado Opus Triunfo – indico al hermano barman.
“No me
digas que no tenías curiosidad morbosa por verlo”, responde él.
- ¿Para
qué? ¿Por si a susantitá se le iba la olla y santificaba a José María El
Tempranillo? – contesto – Además, si en lugar de la santificación hubieran
retransmitido el martirio, habría sido capaz de verlo en pay per view. Pero
esto no, así que cambia ya de canal y ponme un vino, señor, ten piedad –
culmino con una rogativa.
Mientras
espero que el colega de la barra se apiade de mí, alguien llama mi atención
golpeando suavemente mi hombro con sus dedos.
“Disculpe,
pero sus palabras me han ofendido”, dice. Es un tipo de edad indefinible que
produce la inquietante sensación de estar recién planchado. Por fuera y por
dentro. Y repeinado con algo que le ha llegado hasta el córtex. Si la vida es
corta, el vermú lo es aún más, así que contemporizo para abreviar.
- Pues le
ruego que me disculpe. Que tenga usted un buen día – me excuso amable
volviéndome a buscar mi vino.
“No me ha
comprendido”, continúa terco, exhibiendo la sonrisa adquirida en su periodo de
adiestramiento. “No le guardo rencor. Lo que me gustaría es sacarlo de su
error”.
- Escúchame
– le tuteo para reducir la distancia a mi conveniencia – En primer lugar, mis
errores son mucho más divertidos que tus aciertos. En segundo lugar, mientras
que yo no interrumpo tus ejercicios espirituales, tú no sólo me boicoteas el
vermú sino que apoyas que cualquier avance científico pase por los
confesionarios antes que por los laboratorios, con lo que mi cáncer caerá sobre
tu conciencia. Y por último, pero no menos importante... – hago una pausa para
susurrar en su oreja el golpe de gracia – llevas la bragueta abierta y se ve
que has tenido una polución diurna con la emoción de la ceremonia, chatín.
El acólito
huye ruborizado. El camarero y yo cavamos una trinchera para resistir si
vuelven. No son muchos, pero se han venido arriba y son muy pelmas, así que
habrá que defenderse duramente.
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FAMOSITOSIS
“Pues ahí
donde lo ves, fue conmigo al colegio”, asevera el tipo hinchando el pecho con
aire ajeno.
En la tele
del bar, un chico rubito grita una rancia balada bajo las indicaciones de una
veterana superviviente de Eurovisión que se considera con autoridad moral
suficiente para impartir lecciones tanto de música como de éxito, como si esas
dos cosas tuvieran algo que ver con su trabajo o su currículum.
“Pues sí”,
prosigue el fantasma adosado, “incluso trabajamos juntos una temporada en la
BBC”, afirma creando un silencio expectante del tipo “¿En la BBC?” entre sus
contertulios.
-
Bodasbautizosycomuniones - rezongo entre dientes sin que nadie me escuche.
“¡Bodas,
bautizos y comuniones!”, brama él fundiendo su carcajada con la de sus
sorprendidos acompañantes.
El chiste
es casi tan viejo como yo, así que nos ignoramos mutuamente para no acabar
hablando de nuestras maltrechas próstatas. Satisfecho por el éxito de su
gracia, el fulano coge nuevamente aire, esta vez apagando varios mecheros y
haciendo revolotear las servilletas del suelo, y continúa presumiendo de su
vieja amistad con el aspirante a triunfador. El citado aspirante, por su parte,
continúa en la fábrica de juguetes rotos, vociferando la misma balada de antes
sin por ello obtener mejores resultados.
Es lo malo
de este tipo de programas. En condiciones normales ya es difícil librarse de su
nefasta presencia, pero si además la procedencia geográfica de uno de los
participantes te resulta cercana, sólo la huida a un país cuyo mayor atractivo
turístico sea una epidemia de disentería puede librarte de los daños
colaterales en forma de amiguetes-de-toda-la-vida. Es el virus conocido como
STVSELT-DPJ (Si Tu Vecino Sale En La Tele-Date Por Jodido). Y lo peor es que no
hay vacuna conocida, aunque sí existen terapias de choque.
- Pues dime
tu nombre para que le dé recuerdos tuyos cuando me llame – inyecto por sorpresa
en el monólogo del voceras - Es que soy su padre ¿sabes?
La mentira
es tan grande que casi no me cabe en la boca (si yo fuera el padre de eso, o no
lo reconocería o lo habría enviado a una reserva comanche para perfeccionar los
cánticos a Manitú), pero funcionar, funciona. No me libraré de ellos, pero al
menos chafarle el mitin a un bocazas me ayudará a relajarme durante unos días.
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TECNOLOGÍAS
“Este
modelo permite enviar mensajes simultáneos a todos los números habituales de la
agenda”, recita cantarina la muchacha, tratando de animar un discurso
memorizado a base de releer mil veces los folletos publicitarios de los
teléfonos móviles de la tienda.
- Ya, pero
éste no es el que hace fotos y luego las puedes enviar, ¿verdad?
Me estoy
haciendo el tonto. Sé perfectamente que se trata de otra maquinita distinta,
pero su memoria mecánica me tiene tan fascinado como la de los magos que, con
los ojos vendados, pueden recordar el aspecto y la ropa de la media docena de
espectadores con los que luego reparten su sueldo.
“No, el que
hace fotos es este otro, que es más caro pero tiene también la posibilidad de
tomarle la tensión apoyando la antena sobre su muñeca y enviar inmediatamente
el resultado al e-mail de su médico”, continúa hipnotizándome.
La idea es
interesante, pero mi médico y yo dejamos de hablarnos tras la última consulta,
cuando él me recomendó un enema y yo decidí enseñarle los modales que sus
padres no lograron inculcarle. Gané yo (incluso la policía lo reconoció), pero
desde entonces tengo prohibido acercarme a menos de un kilómetro de cualquier
ambulatorio. No. Decididamente, un móvil con prestaciones sanitarias no es lo
que me interesa. Además, me apetece seguir disfrutando de la letanía robotizada
de la chica.
- Me gusta,
sí... pero no es lo que buscaba – me hago de rogar - ¿Y aquél chiquitín de
allí? – digo señalando una cosita negra con teclas verdes.
“Es mi
mechero”, responde mostrando signos de agotamiento por primera vez, “aunque si
lo que le interesa es un móvil de tamaño reducido, éste es el suyo”, se
recupera colocando sobre el mostrador un aparato del tamaño de medio paquete de
tabaco.
“Batería de
litio, marcación por voz y posibilidad de mantener una conversación simultánea
con varios abonados a la vez”, redunda entusiasmada.
- ¿Y si no
quiero hablar con nadie? – inquiero suspicaz en busca de la trampa.
“Eso es lo
mejor”, replica convencida, “sólo tiene que seleccionar en el menú la opción
‘no llamar’ y el teléfono no llama a nadie hasta que usted quiera”
Estoy a
punto de llorar de emoción. Es justo lo que buscaba, un teléfono que me permite
no llamar a nadie si no lo deseo. Me siento liberado y, también, profundamente
arrepentido de haber llegado a creer que las nuevas tecnologías terminarían por
esclavizarnos.
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OSCURIDAD
“El
pe-tro-le-ro-na-ve-ga-ba ba-jou-na ban-de-ra de-con-ve-nien-cia... ¿Qué es una
bandera de conveniencia?”, pregunta con ingenuidad gubernamental Matías.
- Es como
un matrimonio de conveniencia, sólo que con un mástil – respondo con didáctico
aburrimiento.
“O sea, una
mierda pinchada en un palo”, resume con una brillantez que me sorprende. Hoy
está inspirado. Desde que decidió hace cuatro días venir a leerme la prensa en
sesiones de mañana y tarde, debido a la operación ocular que me ha sumido
temporalmente en las tinieblas, parece que progresa a la hora de interpretar la
información. La única pega es que su lectura – mi marea negra particular -
lenta, silabeante y monótona ha convertido mi hipertensión en la comidilla de
la clínica e incluso vienen médicos de otros centros sanitarios para aplaudir
cuando la agujita bate records. Por eso necesito el bastón.
“Pero si
usted no se va a quedar ciego ¿Para qué quiere un bastón?”, preguntó el médico
al oír mi solicitud.
- Porque mi
amigo no tiene mando a distancia y necesito alguna forma de desconectarlo. Sólo
es cuestión de acertarle en la cabeza – supliqué.
Mis ruegos,
sin embargo, no obtuvieron respuesta. En cuanto a mi iniciativa de apagarlo
lanzándole el vaso de la mesilla, se estrelló en la frente de una enfermera, la
cual se vengó aplicándome una lavativa fuera de programa, en una exhibición de
bajos instintos que aplacó todo conato de rebeldía por mi parte. Así pues,
continúo indefenso.
“El
ba-tis-ca-foex-plo-rael cas-co de...”, le oigo desmenuzar al volver de la
deprimente recapitulación de mis últimas jornadas.
“Oye...
¿Qué es un batiscafoex?”, persiste lerdo pero cariñoso como un ministro.
- Es el
submarino pequeñito que usa Batman para hacer café exprés – improviso tenso.
Entre las
noticias y él mismo están convirtiendo esta oscura convalecencia en algo que
hace que los viejos martirios, con sus verdugos, sus parrillas y sus hogueras,
parezcan Eurodisney. En cuanto me recupere lo voy a llevar a quitar el fuel de
las costas gallegas con los dientes.
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CABALGATAS
“¡Baltasaaar,
Baltasaaar!”, claman al unísono mil críos rajándome los tímpanos como un millón
de gaitas.
“¡Más te
valdría meter goles, tontolaba!”, brama un tipo a mi lado ante la perpleja
mirada de su hijo, de mi sobrino y de mí mismo.
Sin
embargo, tiene razón. Embetunado hasta las orejas, el tipo que sonríe y arroja
golosinas desde la carroza es el prestigioso delantero centro del equipo local,
famoso por su baja productividad incluso entre los que sabemos tan poco de
fútbol como del aparato reproductor de la hormiga roja.
Pese al
griterío y a su escaso dominio del idioma (se trata de un fichaje exótico) el
futbolista ha escuchado la increpación y la agradece con un puñado de caramelos
lanzados con tanta saña como puntería, que se estrellan como un perdigonazo en
el rostro de mi vociferante vecino.
Sin decir
una palabra, el individuo coloca a su retoño junto a lo que parece una abuela
profesional y se lanza como una exhalación hacia la venganza. Tras atravesar
las cinco filas de público que teníamos delante, consigue llegar a los pies de
la carroza, momento en el que es placado por un policía municipal de paisano
disfrazado de policía municipal de uniforme, una de las nuevas e imaginativas
medidas del concejal encargado de la cosa de la seguridad. El enfurecido
hincha, no obstante, consigue agarrar al supuesto rey mago por el faldón de la
capa, por lo que el placaje policial sólo consigue que los tres rueden por el
suelo entre insultos y puñetazos, sembrando el desconcierto y la división de
opiniones entre los pacíficos y honrados ciudadanos presentes.
“¡Racistas!”,
gritan los unos. “¡Vuélvete a África!”, berrean los otros. “¡Mátalo!”
muge la
mayoría sin que se pueda saber a quién apoya cada cual.
- ¿Qué hago
yo aquí? – me pregunto en voz baja mientras me parto el cuello tratando de ver
la cara del sobrinito que cargo sobre mis hombros. No parece que esté fascinado
con el espectáculo, y yo creo que el favor que debía está ya devuelto, así que
huimos del tumulto para refugiarnos en un bar.
“Tenía
razón”, susurra misterioso el enano antes de ocuparse de su cocacola, “Más le
valdría meter goles”, aclara.
Si no
conociera a mi hermana diría que este crío es un hijoputa. Toda la tarde
ejerciendo de cómplice de una farsa y resulta que este cínico en miniatura
estaba al tanto de todo. Y luego se sorprenden de que la mayoría de los
asesinatos se cometan en el entorno familiar.
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BODELITOS
“¿Qué te
parece?”, interroga Matías saliendo del probador en plan ¡Chantatacháaan!
- Que el
sastre que firma eso debería estar en una celda acolchada con una camisa de
fuerza de Adolfo Domínguez – respondo con crudeza – Y tú también – añado. No es
una respuesta agradable, lo sé. Pero una americana de raso negro con botones
dorados y solapas ribeteadas con lentejuelas también doradas, combinada con un
chaleco plateado de lamé y una pajarita fluorescente son motivos suficientes
para perder el tacto.
- Además,
tu hermana no se casa en Las Vegas. Busca algo un poco más sobrio – le aconsejo
para levantar el ánimo que yo mismo acabo de demoler.
“¿Busco
algo de Victorio & Lucchino?”, pregunta ilusionado haciéndose el entendido.
- Mejor
busca algo de Sentido & Común, aunque no creo que tengan.
Se aleja
confuso en pos de algún dependiente. Echo un nervioso vistazo al entorno. Desde
que las bodas se convirtieron, al grito de ¡Chantatacháaan!, en delirantes
concursos de modelitos, las tiendas del ramo han superado en mi lista de fobias
a atracciones como los museos de cera. Y no necesito un psiquiatra para saber
las causas. No, me basta con mirar. A mi lado, una señora se prueba una
espectacular pamela coronada por dos peceras llenas de peces tropicales y
corales láser. Los cien litros de agua del tocado se hacen notar con un
creciente crujido de cervicales, pero todo está previsto: el original modelo se
complementa con un vistoso collarín ortopédico cubierto de estrellas y erizos
de mar. En un rincón, una chica discute con un señor sobre un vestido de novia
festoneado con bombillitas blancas que titilan al ritmo de la marcha nupcial,
interpretada por un organista alojado en el ala sur de los trescientos metros
útiles de la cola del propio vestido. “No, papá. Tú eres el padrino y no puedes
ir vestido de novia. El traje es mío”, grita concluyente la muchacha. Al fondo,
un fontanero que pasaba por allí ha vendido su buzo, por una cifra inmoral, a
un esteta paranoide convencido de haberse hecho con lo más de lo plus en moda
epatante. ¡Chantatacháaan!
“¿Y esto?”,
chantatanchanea Matías justo cuando ya empezaba a derrumbarme, “Me han dicho
que es lo último”
- De lo que
yo estoy dispuesto a ver, sí – gimo más allá de la consternación. O es un
pantalón con estrambote o, simplemente, lleva la cola fuera. En cualquier caso,
yo he llegado al límite. Halago su buen gusto y lo dejo pagando el disfraz
mientras huyo a esperarle tomando una copa. Con un poco de suerte, el día de la
boda sufro una apoplejía y me ahorro el espectáculo.
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