Bolotomías 2003


TOURS

“Tres cañas para tres pobrecitos regresados de vacaciones, por favor” solicita Matías con exquisita educación. La rutina postvacacional de todos los años. Matías, Genaro y yo exhibiendo nuestros días de holganza ante el camarero que ha fichado todos los festivos, aunque sea pecado.
“Empiezo yo” continúa Matías ignorando la aviesa mirada del barman. “Os lo resumo en tres palabras: playa, sol y sexo”
- Y las tres cosas las has disfrutado tú solito ¿verdad? – redondeo faltón mientras observo extrañado el gesto taciturno de Genaro, que siempre se ríe con estas cosas.
En realidad, explica, esta vez estuvo cerca de conseguir pareja para todo, pero la cosa se frustró cuando la invitó a cenar y descubrió, tarde, que no tenía dinero para pagar. Como es un caballero y no soporta que una mujer saque la cartera en su presencia, huyó por el ventanuco de los servicios y se encerró en el apartamento durante los dos días que le faltaban para volver. Reímos todos excepto el camarero - que con el ruido de la cafetera no ha podido escuchar un final desgraciado que le hubiera hecho feliz - y Genaro, que continúa con su cara de via crucis inacabado.
- Pues yo me he quedado en casita – expongo satisfecho. Tras explicar al rencoroso de la barra que una cosa es no salir de vacaciones y otra muy distinta darle el gusto de hacérselo saber, obvio mi falta de liquidez y justifico con mi aversión a las aglomeraciones turísticas mi abstinencia viajera, no exenta de anécdotas, por otra parte.
“¿Qué hiciste?”, pregunta arrebatada la audiencia. La verdad es que no fue nada. La culpa la tuvo el tipo del Mercedes de 50 metros de eslora que soltó aquel impertinente “Oye chaval ¿la catedral?” y que, gracias a mis indicaciones, aún debe preguntarse cómo ha llegado a Lisboa.
“¿Y tú, Genaro?” interrogamos a coro tratando de sacar a nuestro colega de su ensimismamiento.
“Pues... no sé ¿París es una ciudad con canales y un circo en ruinas con un muñeco que hace pis en una fuente junto a un sitio roto que se llama Partenón? - consulta
Nuestro silencio es tan elocuente que nadie necesita añadir “no”.
“¡No sé dónde he estado!” solloza la criatura. Y van ya tres años, desde que se enganchó a los viajes organizados, que nos pasa lo mismo. Incluso el camata se compadece y le da un huevo Kinder. Deberían prohibir meter prisa a la gente en vacaciones.

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 RUTINAS

El repartidor de refrescos sigue trayendo y llevando mercancía entre la camioneta y el almacén. Pese a que en el viaje anterior se han acabado las cajas con botellines llenos en el vehículo, él continúa inalterable sus idas y venidas, ahora dejando cascos vacíos en el almacén y llenos en el vehículo, atrapado en un ciclo absurdo pero inevitable, como el resto de los presentes.
Hace quince minutos que yo mismo he entrado en una de las rutinas que se han adueñado del bar. La cocinera saca un frito, el camarero lo recoge, pasa ante mí y lo acerca hasta el cliente de la esquina, quien lo abre comprobando que está demasiado caliente, por lo que lo aparta un poco y abre el Marca. A su regreso, el camarero recoge el billete de otro cliente, me pregunta qué quiero y se dirige a la cafetera, prepara mi cortado, saca de la caja las vueltas del señor del billete y regresa con mi café y un platillo con cambios. Coloca cada cosa en su respectivo lugar y se dirige a la puerta de la cocina a recoger otro nuevo frito para el individuo del Marca.
Quince minutos. Tengo ocho cortados delante, el hombre del billete cuenta con gestos que ya he visto las monedas de la última de las nueve raciones de cambios que le han puesto y en el extremo de la barra, siempre junto a la misma foto de Zidane, trece fritos esperan a estar lo suficientemente templados. Y ninguno de nosotros reacciona, prendidos todos en las correas sin fin de unas secuencias inquebrantables.
El hombre de Matutano llena un expositor con bolsas de patatas fritas. Las bandejas están ya llenas, de modo que las bolsas caen por los lados al mismo ritmo que él las coloca por el centro. Por un segundo tengo la esperanza de que ésa sea la salida: tiene que llegar el momento en que ya no haya más patatas. Sin embargo, mis expectativas se derrumban cuando un compañero suyo aparece con otra caja llena de bolsas, recoge las caídas en la caja ya vaciada por su colega y regresa a la furgoneta para perpetuar el movimiento.
Empiezo a asustarme. Que la historia sea cíclica es una cosa, pero esperar el fin del mundo encerrado en un bucle temporal de tres minutos, estudiando las órbitas del camarero y sus satélites de fritos, café y monedas no me parece soportable. Creo que voy a tirarle las botellas al de los refrescos. Y si no funciona, al menos me pasaré el resto de la eternidad desahogándome.

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COMPARECENCIAS

“¿Alguna pregunta?”, se interesa rutinario el consejero antes de dar por concluida su comparecencia.
“Sí. Yo tengo una...” proclama sorprendentemente un fotógrafo. “¿Por qué coño siempre se me jode el flash en las ruedas de prensa?”, se lamenta manipulando con rabia su cámara sin mirar siquiera a los comparecientes.
A primera vista no parece que la cuestión guarde mucha relación con las Jornadas sobre la Lencería como terapia contra la Disfunción Eréctil que nos acaban de presentar. Sin embargo, estupor al margen, parece una buena pregunta. Ante la muda perplejidad del consejero, su director de departamento y segundo de a bordo decide intervenir.
“Creemos que estas jornadas supondrán un nuevo enfoque en el tratamiento de la enfermedad y lo más fácil es que te hayas quedado sin batería”, afirma variopinto.
Un silencio breve pero absoluto se adueña de la sala de prensa. Incluso una mosca se retira discretamente a un rincón, avergonzada por el estruendo de su zumbido.
“Aunque también puede ser de la lámpara, y entonces te costará un huevo la broma”,  apuntilla el consejero campechano, aunque visiblemente asustado por sus propias palabras. A su lado, el patrocinador de las jornadas continúa con el vaso de agua pegado a la boca desde la pregunta del fotógrafo. Un ujier intenta destrabarlo, pero está tan agarrotado que le resulta imposible, por lo que opta por subirlo encima de la mesa y colocarle una flor en el vaso, para disimular.
Otro silencio tenso. Los chicos de protocolo creen ver la oportunidad de terminar de una vez y abren las puertas como quien tira de la cadena. Pero la cadena no funciona.
“Yo tengo otra pregunta”, afirma cantarina una jovencita con una “L” de prácticas en el bolígrafo. “¿Dónde se ha comprado la chica de la primera fila esa blusa tan mona?”
“Creo que estamos en condiciones de afirmar que es de Zara”, recupera la iniciativa el consejero, dispuesto a no dejarse robar planos. “Mi mujer se compró una igual en las rebajas”, corona convincente.
Atrás, los de protocolo han arriado definitivamente las corbatas y se rascan ostentosamente la entrepierna mientras escupen por el colmillo. Ahora me toca a mí.
- Cuatro patos metidos en una caja; entre picos y patas ¿cuántos había? – pregunto acusador.
No estaban preparados para algo así. He puesto el dedo en la llaga. Deberíamos pedir unas pizzas porque esto va para largo.

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FRACASOFILIA

“¿Tú crees que las hemos causado buena impresión?”, pregunta ilusionado.
- Seguro – respondo con sorna – Si no fuera así, no nos habrían confiado a sus hijos para irse a tomar solas el vermú.
Son las tácticas de Matías. Fino estratega él, su conclusión era que las atracciones instaladas con motivo de las fiestas del barrio constituían el entorno ideal para ligar con madres de buen ver, toda vez que la ausencia de maridos estaba garantizada por imperativos del Mundial de Fútbol. Y algo de razón tenía, aunque no contaba con que nuestra fingida buena disposición para con los niños nos iba a costar hacer de canguros para dos vecinas atractivas, sí, pero sobre todo mucho más listas que nosotros.
“Venimos enseguida ¿vale? Portaos bien”, fueron las frases intercambiables que nos dedicaron hace ya media hora a sus retoños y a nosotros. En ese tiempo, hemos pescado patitos, hemos movido las piedras del riñón en los autos de choque y hemos visto a un simple perdigón reunir voluntad suficiente para desviarse noventa grados en una trayectoria de un metro mientras que otros somos incapaces de dejar de fumar. Estoy hasta los huevos.
- Matías, esto tiene que acabar – le digo procurando que los mocosos no me oigan
“¡Pero nos falta el tren Chu Chu!”, clama el bobo casi haciendo pucheritos.
“¡Eso... el tren Chu Chu, el tren Chu Chu!”, reivindican los enanos a coro.
Mientras me pregunto cuánto me cobrarían por dejarme poner el cuello en un raíl, los dos tipos vestidos de payaso que amenizan el viaje con escobazos y globos me dan una idea. Monto a los críos en un vagón y a mi oligocolega conmigo en el siguiente. A la primera vuelta por el túnel consigo enganchar a uno de los payasos y hacerle una proposición. A la segunda el tipo confirma que él y su compañero aceptan. A la tercera, Matías consigue su globo y saltamos del tren, nos ponemos ropa y caretas y pagamos el soborno y los viajes suficientes hasta que aparezcan las madres. Nos sale más caro que el AVE, pero al fin somos libres. En nuestra huida, atracamos a escobazos la churrería haciéndonos con un botín de varias docenas de buñuelos, porras y churros y nos empachamos con premeditación y alevosía en la sala de espera del servicio de urgencias, por si el seguro no cubre la ambulancia Chu Chu. Al menos las enfermeras no nos encajarán cuidar a nadie y la mala fama nos servirá de escudo en el futuro.

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 MIRADAS

- Una caña y una tónica, por favor – solicito mientras reparo por primera vez en los atractivos de la camarera.
“¿Una caña... y qué más?”, responde con una sonrisa que derretiría a un rinoceronte.
Excepto el sueldo y, por ende, la cuenta corriente, la muchacha no tiene nada que envidiar a cualquier top model. Ni siquiera la simpleza comunicativa y la frágil memoria que se les suponen.
- Y una tónica – repito con la almibarada idiotez de quien cree estar bordando un bolero irremediablemente seductor.
Contemplo con absoluta y justificada admiración los movimientos de la chica mientras mi acompañante, con absoluta y justificada indignación, contempla mis babas. Cazado in fraganti, trato de disimular echando un vistazo panorámico al resto de la terraza. El empate se repite en casi todas las mesas: mujeres con la mirada clavada en la yugular de hombres con la mirada perdida en geografías inconfesables, consumiendo todos ellos, en un silencio tenso, bebidas que ninguno ha pedido. Esta absoluta incompetencia de la camarera, no obstante, no afecta a la embobada clientela masculina, con la excepción de un cliente ciego - encolerizado tras abrasarse con un te hirviente en lugar de refrescarse con el café con hielo solicitado - que susurra obsesivamente la frase “mata, Toby” en la oreja de su perro guía, en un vano intento por convertirlo en un dogo asesino. De hecho, cada vez que recibe la orden, el chucho se limita a dar educadamente la patita a los presentes mientras gruñe un poco para disimular ante su amo.
“Martiniiii... y tinto. Son cinco euros” – susurra la camarera colocando sus equivocaciones en la mesa. Los ojos de mi pareja exigen una respuesta adecuada al pésimo servicio. Los ojos de la camarera simplemente me noquean.
- El tinto era con sifón – reclamo tímidamente.
Mi audacia se ve recompensada por partida doble: mientras una me arroja el vino a la cara por no protestar, la otra vuelca el vaso de martini sobre mi camisa por protestar demasiado. Y ambas me abandonan. Sólo, húmedo y sucio... no me sentía así desde que cerraron el Sex Shop. Tendré que buscar otro.

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FESTEJOS

“Dentro de unos momentos comenzará la carrera de sacos. Los que quieran participar que se acerquen a la línea de salida”, truena en los altavoces una voz masculina. El anuncio aplasta la proclama de la rondalla local sobre las excelencias de la tierra y sus guapas mujeres y valientes hombres, huidos casi todos ellos - hay que decirlo - a otras tierras donde las fiestas no son tan ruidosas y se puede dormir en paz. Una paradoja que explica que la mayoría de los presentes en esta plaza aplastada por el sol seamos turistas atrapados a causa de un desvío por obras, combinado con media docena de atascos.
Tras haber sido arrollado por los mozos en una no anunciada suelta de vaquillas (mozos a quien una de las vacas me ha aconsejado denunciar, dándome incluso la tarjeta de su abogado) el sentido común me recomienda acercarme a presenciar la carrera de sacos. En principio parece una prueba inofensiva, sobre todo después de haber visto las masacres producidas en la demostración de esquileo de ovejas con guadaña y el campeonato de desplume de gansos con motosierra.
En la línea de salida observo que todos los participantes son forasteros (se nota en los botijos “recuerdo de” que entregan al cuidado de sus acompañantes) mientras que los espectadores nativos tratan de camuflar unas malévolas risitas que me resultan sospechosas. Un grupo de ellos trata incluso de convencerme para que tome parte en la prueba, argumentando que se trata de una carrera de sacos muy especial, distinta de todas. Alego tendinitis, depresión post parto y gonorrea, patología ésta última que los aleja definitivamente de mí.
Un escopetazo da la salida y compruebo que los indígenas no me engañaban, es una carrera realmente peculiar, sí. Los sacos van metidos por la cabeza y la pista es una arboleda perfecta para dejarse los dientes y la nariz contra cualquiera de los chopos que la pueblan, como acaban de hacer los dorsales 3 y 7, reanimados de inmediato por los asistentes con algún licor altamente inflamable que les permite volver a correr, doblemente ciegos ahora.
“Y verás cuando lleguen a la zona de los cepos”, murmura alguien a mi espalda.
No quiero verlo. Prefiero volver a cualquiera de los atascos de la zona. Al menos es un tipo de tortura popular que conozco.

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CONTRASEÑAS

“¿Aserejé?”, inquiere el portero de la discoteca enarcando una ceja, tras fracasar en su intento de enarcar las dos a la vez. Falta de fósforo, probablemente.
- A dejé – respondo manteniendo desafiante su mirada
“Dejebe tu de jébere”, me apoya Matías concentrándose en uno de los ojos del gorila.
Mirar dos caras, asimilar dos frases... demasiado para las limitadas capacidades del chavalote, que opta por dejarnos pasar, no sin antes someternos a una última prueba.
“¿Ritmo no pares?”, desenfunda a nuestra espalda cuando ya tenemos un pie dentro
“No pares, no. Ritmo no pares”, disparamos simultáneamente mi colega y yo. Y nos perdemos en el túnel del vicio mientras él se lame las heridas en la puerta. Hemos superado el primer obstáculo, pero el desafío no ha hecho sino comenzar. Aún falta lo más duro. Hay que cruzar la pista. Son los últimos coletazos del verano y la gente aún no ha vuelto a la normalidad, que tampoco es gran cosa como estado mental, pero siempre es mejor que esto. Y la barra aún está lejos.
“Ave María”, corea una muchacha haciendo ondular su esqueleto como una pitón.
“¿Cuándo serás mía?”, babea frente a ella un Matías hipnotizado.
- Si te tuviera, todo te daría – juro falso y seco, plantando ante las pupilas de la serpiente una foto de David Bisbal que frena el mordisco letal y cuya digestión la llevará horas. Ha habido suerte, pero ya no podemos permitirnos más descuidos. Espalda contra espalda, sorteando estribillos y caderas, avanzamos hacia el territorio de los camareros, adonde llegamos sin más incidentes reseñables. Es el momento de jugarse el todo por el todo. Ya no hay vuelta atrás.
“Y que si me muero sea de amor”, nos pone a prueba el amo de los combinados.
- A Dios le pido... – canturreo ganando la batalla - Y tú ponnos dos Red Bull con whisky y una gota de Mister Proper o mi compañero se encerrará en la cabina del DJ a cantar éxitos de Juan Pardo hasta que no quede nadie en pie.
Nuestras demandas son atendidas inmediatamente, e incluso nos hacen una tarjeta VIP. Es triste, en cualquier caso, que haya que ponerse así para conseguir una última copa.

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FASCÍCULOS

“Buenos días”, saluda educado y sonriente el kioskero.
“Déme el segundo fascículo del curso de Alemán para Bordes, el cuarto de La Guerra en Casa y el tercero de Grandes Matanzas del Cine Bélico”, ladra ignorando toda urbanidad el energúmeno que encabeza la cola.
Tras una inmersión en el mini espacio de su tenderete, el hombre reaparece con unos cartones de un tamaño imposible que acompañan la mercancía solicitada por el ogro.
“Pero esta película está en vídeo, y yo la quiero en DVD”, brama el tipo al repasar la entrega”
“Pues deubede habérseme terminado... jijí... jé”, bromea nervioso el comerciante.
Después de que él y el fan de Hitler hayan arreglado sus cuentas, la cola avanza un puesto. Es un alivio. Ya me falta menos para conseguir lo mío y, de paso, enterarme de lo que quiere comprar el muchacho flaco situado delante de mí, algo que me tiene intrigado desde que me incorporado a la fila.
“¿Ha llegado ya el segundo número de Grandes Jeringas del Rock & Roll?”, pregunta, satisfaciendo de paso mi curiosidad.
“Pues sí. Acaba de llegar”, es la respuesta que recibe junto a otro enorme cartón.
“¡Joder!”, exclama el muchacho sinceramente sorprendido, “¿Tres euros? ¡Si el primero sólo costaba uno y traía una réplica numerada de la chuta de Jimmi Hendrix!”
“Sí, pero era la oferta de lanzamiento. Los siguientes cuestan tres euros, y los que vienen con hipodérmica, cinco. El próximo trae una firmada por Keith Richards”, explica, por entregas, el hombre. Deformación profesional.
El chico deja de rascarse los brazos para rascarse el bolsillo, abona el importe de su coleccionable y se sitúa en la esquina más cercana a pedir a los transeúntes cinco duros para un fascículo. El cambio de moneda no va con él.
- Qué rara es la gente ¿verdad? – me anticipo a la conclusión del vendedor.
“Pues sí”, suspira mientras me alarga mi quinto fascículo de Muñecas Hinchables y el cuarto de Látigos del Mundo. Más vale que también hay colecciones para las personas normales.

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SANTITOS

“Su Santidad da por finalizada la beatificación de José María Escrivá de Balaguer”, constata solemne el comentarista de la tele pública enviado a Roma con mis impuestos.
- Hala, cambia de canal que se ha acabado Opus Triunfo – indico al hermano barman.
“No me digas que no tenías curiosidad morbosa por verlo”, responde él.
- ¿Para qué? ¿Por si a susantitá se le iba la olla y santificaba a José María El Tempranillo? – contesto – Además, si en lugar de la santificación hubieran retransmitido el martirio, habría sido capaz de verlo en pay per view. Pero esto no, así que cambia ya de canal y ponme un vino, señor, ten piedad – culmino con una rogativa.
Mientras espero que el colega de la barra se apiade de mí, alguien llama mi atención golpeando suavemente mi hombro con sus dedos.
“Disculpe, pero sus palabras me han ofendido”, dice. Es un tipo de edad indefinible que produce la inquietante sensación de estar recién planchado. Por fuera y por dentro. Y repeinado con algo que le ha llegado hasta el córtex. Si la vida es corta, el vermú lo es aún más, así que contemporizo para abreviar.
- Pues le ruego que me disculpe. Que tenga usted un buen día – me excuso amable volviéndome a buscar mi vino.
“No me ha comprendido”, continúa terco, exhibiendo la sonrisa adquirida en su periodo de adiestramiento. “No le guardo rencor. Lo que me gustaría es sacarlo de su error”.
- Escúchame – le tuteo para reducir la distancia a mi conveniencia – En primer lugar, mis errores son mucho más divertidos que tus aciertos. En segundo lugar, mientras que yo no interrumpo tus ejercicios espirituales, tú no sólo me boicoteas el vermú sino que apoyas que cualquier avance científico pase por los confesionarios antes que por los laboratorios, con lo que mi cáncer caerá sobre tu conciencia. Y por último, pero no menos importante... – hago una pausa para susurrar en su oreja el golpe de gracia – llevas la bragueta abierta y se ve que has tenido una polución diurna con la emoción de la ceremonia, chatín.
El acólito huye ruborizado. El camarero y yo cavamos una trinchera para resistir si vuelven. No son muchos, pero se han venido arriba y son muy pelmas, así que habrá que defenderse duramente.

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FAMOSITOSIS

“Pues ahí donde lo ves, fue conmigo al colegio”, asevera el tipo hinchando el pecho con aire ajeno.
En la tele del bar, un chico rubito grita una rancia balada bajo las indicaciones de una veterana superviviente de Eurovisión que se considera con autoridad moral suficiente para impartir lecciones tanto de música como de éxito, como si esas dos cosas tuvieran algo que ver con su trabajo o su currículum.
“Pues sí”, prosigue el fantasma adosado, “incluso trabajamos juntos una temporada en la BBC”, afirma creando un silencio expectante del tipo “¿En la BBC?” entre sus contertulios.
- Bodasbautizosycomuniones - rezongo entre dientes sin que nadie me escuche.
“¡Bodas, bautizos y comuniones!”, brama él fundiendo su carcajada con la de sus sorprendidos acompañantes.
El chiste es casi tan viejo como yo, así que nos ignoramos mutuamente para no acabar hablando de nuestras maltrechas próstatas. Satisfecho por el éxito de su gracia, el fulano coge nuevamente aire, esta vez apagando varios mecheros y haciendo revolotear las servilletas del suelo, y continúa presumiendo de su vieja amistad con el aspirante a triunfador. El citado aspirante, por su parte, continúa en la fábrica de juguetes rotos, vociferando la misma balada de antes sin por ello obtener mejores resultados.
Es lo malo de este tipo de programas. En condiciones normales ya es difícil librarse de su nefasta presencia, pero si además la procedencia geográfica de uno de los participantes te resulta cercana, sólo la huida a un país cuyo mayor atractivo turístico sea una epidemia de disentería puede librarte de los daños colaterales en forma de amiguetes-de-toda-la-vida. Es el virus conocido como STVSELT-DPJ (Si Tu Vecino Sale En La Tele-Date Por Jodido). Y lo peor es que no hay vacuna conocida, aunque sí existen terapias de choque.
- Pues dime tu nombre para que le dé recuerdos tuyos cuando me llame – inyecto por sorpresa en el monólogo del voceras - Es que soy su padre ¿sabes?
La mentira es tan grande que casi no me cabe en la boca (si yo fuera el padre de eso, o no lo reconocería o lo habría enviado a una reserva comanche para perfeccionar los cánticos a Manitú), pero funcionar, funciona. No me libraré de ellos, pero al menos chafarle el mitin a un bocazas me ayudará a relajarme durante unos días.

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TECNOLOGÍAS

“Este modelo permite enviar mensajes simultáneos a todos los números habituales de la agenda”, recita cantarina la muchacha, tratando de animar un discurso memorizado a base de releer mil veces los folletos publicitarios de los teléfonos móviles de la tienda.
- Ya, pero éste no es el que hace fotos y luego las puedes enviar, ¿verdad?
Me estoy haciendo el tonto. Sé perfectamente que se trata de otra maquinita distinta, pero su memoria mecánica me tiene tan fascinado como la de los magos que, con los ojos vendados, pueden recordar el aspecto y la ropa de la media docena de espectadores con los que luego reparten su sueldo.
“No, el que hace fotos es este otro, que es más caro pero tiene también la posibilidad de tomarle la tensión apoyando la antena sobre su muñeca y enviar inmediatamente el resultado al e-mail de su médico”, continúa hipnotizándome.
La idea es interesante, pero mi médico y yo dejamos de hablarnos tras la última consulta, cuando él me recomendó un enema y yo decidí enseñarle los modales que sus padres no lograron inculcarle. Gané yo (incluso la policía lo reconoció), pero desde entonces tengo prohibido acercarme a menos de un kilómetro de cualquier ambulatorio. No. Decididamente, un móvil con prestaciones sanitarias no es lo que me interesa. Además, me apetece seguir disfrutando de la letanía robotizada de la chica.
- Me gusta, sí... pero no es lo que buscaba – me hago de rogar - ¿Y aquél chiquitín de allí? – digo señalando una cosita negra con teclas verdes.
“Es mi mechero”, responde mostrando signos de agotamiento por primera vez, “aunque si lo que le interesa es un móvil de tamaño reducido, éste es el suyo”, se recupera colocando sobre el mostrador un aparato del tamaño de medio paquete de tabaco.
“Batería de litio, marcación por voz y posibilidad de mantener una conversación simultánea con varios abonados a la vez”, redunda entusiasmada.
- ¿Y si no quiero hablar con nadie? – inquiero suspicaz en busca de la trampa.
“Eso es lo mejor”, replica convencida, “sólo tiene que seleccionar en el menú la opción ‘no llamar’ y el teléfono no llama a nadie hasta que usted quiera”
Estoy a punto de llorar de emoción. Es justo lo que buscaba, un teléfono que me permite no llamar a nadie si no lo deseo. Me siento liberado y, también, profundamente arrepentido de haber llegado a creer que las nuevas tecnologías terminarían por esclavizarnos.

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OSCURIDAD

“El pe-tro-le-ro-na-ve-ga-ba ba-jou-na ban-de-ra de-con-ve-nien-cia... ¿Qué es una bandera de conveniencia?”, pregunta con ingenuidad gubernamental Matías.
- Es como un matrimonio de conveniencia, sólo que con un mástil – respondo con didáctico aburrimiento.
“O sea, una mierda pinchada en un palo”, resume con una brillantez que me sorprende. Hoy está inspirado. Desde que decidió hace cuatro días venir a leerme la prensa en sesiones de mañana y tarde, debido a la operación ocular que me ha sumido temporalmente en las tinieblas, parece que progresa a la hora de interpretar la información. La única pega es que su lectura – mi marea negra particular - lenta, silabeante y monótona ha convertido mi hipertensión en la comidilla de la clínica e incluso vienen médicos de otros centros sanitarios para aplaudir cuando la agujita bate records. Por eso necesito el bastón.
“Pero si usted no se va a quedar ciego ¿Para qué quiere un bastón?”, preguntó el médico al oír mi solicitud.
- Porque mi amigo no tiene mando a distancia y necesito alguna forma de desconectarlo. Sólo es cuestión de acertarle en la cabeza – supliqué.
Mis ruegos, sin embargo, no obtuvieron respuesta. En cuanto a mi iniciativa de apagarlo lanzándole el vaso de la mesilla, se estrelló en la frente de una enfermera, la cual se vengó aplicándome una lavativa fuera de programa, en una exhibición de bajos instintos que aplacó todo conato de rebeldía por mi parte. Así pues, continúo indefenso.
“El ba-tis-ca-foex-plo-rael cas-co de...”, le oigo desmenuzar al volver de la deprimente recapitulación de mis últimas jornadas.
“Oye... ¿Qué es un batiscafoex?”, persiste lerdo pero cariñoso como un ministro.
- Es el submarino pequeñito que usa Batman para hacer café exprés – improviso tenso.
Entre las noticias y él mismo están convirtiendo esta oscura convalecencia en algo que hace que los viejos martirios, con sus verdugos, sus parrillas y sus hogueras, parezcan Eurodisney. En cuanto me recupere lo voy a llevar a quitar el fuel de las costas gallegas con los dientes.

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CABALGATAS

“¡Baltasaaar, Baltasaaar!”, claman al unísono mil críos rajándome los tímpanos como un millón de gaitas.
“¡Más te valdría meter goles, tontolaba!”, brama un tipo a mi lado ante la perpleja mirada de su hijo, de mi sobrino y de mí mismo.
Sin embargo, tiene razón. Embetunado hasta las orejas, el tipo que sonríe y arroja golosinas desde la carroza es el prestigioso delantero centro del equipo local, famoso por su baja productividad incluso entre los que sabemos tan poco de fútbol como del aparato reproductor de la hormiga roja.
Pese al griterío y a su escaso dominio del idioma (se trata de un fichaje exótico) el futbolista ha escuchado la increpación y la agradece con un puñado de caramelos lanzados con tanta saña como puntería, que se estrellan como un perdigonazo en el rostro de mi vociferante vecino.
Sin decir una palabra, el individuo coloca a su retoño junto a lo que parece una abuela profesional y se lanza como una exhalación hacia la venganza. Tras atravesar las cinco filas de público que teníamos delante, consigue llegar a los pies de la carroza, momento en el que es placado por un policía municipal de paisano disfrazado de policía municipal de uniforme, una de las nuevas e imaginativas medidas del concejal encargado de la cosa de la seguridad. El enfurecido hincha, no obstante, consigue agarrar al supuesto rey mago por el faldón de la capa, por lo que el placaje policial sólo consigue que los tres rueden por el suelo entre insultos y puñetazos, sembrando el desconcierto y la división de opiniones entre los pacíficos y honrados ciudadanos presentes.
“¡Racistas!”, gritan los unos. “¡Vuélvete a África!”, berrean los otros. “¡Mátalo!”
muge la mayoría sin que se pueda saber a quién apoya cada cual.
- ¿Qué hago yo aquí? – me pregunto en voz baja mientras me parto el cuello tratando de ver la cara del sobrinito que cargo sobre mis hombros. No parece que esté fascinado con el espectáculo, y yo creo que el favor que debía está ya devuelto, así que huimos del tumulto para refugiarnos en un bar.
“Tenía razón”, susurra misterioso el enano antes de ocuparse de su cocacola, “Más le valdría meter goles”, aclara.
Si no conociera a mi hermana diría que este crío es un hijoputa. Toda la tarde ejerciendo de cómplice de una farsa y resulta que este cínico en miniatura estaba al tanto de todo. Y luego se sorprenden de que la mayoría de los asesinatos se cometan en el entorno familiar.

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BODELITOS

“¿Qué te parece?”, interroga Matías saliendo del probador en plan ¡Chantatacháaan!
- Que el sastre que firma eso debería estar en una celda acolchada con una camisa de fuerza de Adolfo Domínguez – respondo con crudeza – Y tú también – añado. No es una respuesta agradable, lo sé. Pero una americana de raso negro con botones dorados y solapas ribeteadas con lentejuelas también doradas, combinada con un chaleco plateado de lamé y una pajarita fluorescente son motivos suficientes para perder el tacto.
- Además, tu hermana no se casa en Las Vegas. Busca algo un poco más sobrio – le aconsejo para levantar el ánimo que yo mismo acabo de demoler.
“¿Busco algo de Victorio & Lucchino?”, pregunta ilusionado haciéndose el entendido.
- Mejor busca algo de Sentido & Común, aunque no creo que tengan.
Se aleja confuso en pos de algún dependiente. Echo un nervioso vistazo al entorno. Desde que las bodas se convirtieron, al grito de ¡Chantatacháaan!, en delirantes concursos de modelitos, las tiendas del ramo han superado en mi lista de fobias a atracciones como los museos de cera. Y no necesito un psiquiatra para saber las causas. No, me basta con mirar. A mi lado, una señora se prueba una espectacular pamela coronada por dos peceras llenas de peces tropicales y corales láser. Los cien litros de agua del tocado se hacen notar con un creciente crujido de cervicales, pero todo está previsto: el original modelo se complementa con un vistoso collarín ortopédico cubierto de estrellas y erizos de mar. En un rincón, una chica discute con un señor sobre un vestido de novia festoneado con bombillitas blancas que titilan al ritmo de la marcha nupcial, interpretada por un organista alojado en el ala sur de los trescientos metros útiles de la cola del propio vestido. “No, papá. Tú eres el padrino y no puedes ir vestido de novia. El traje es mío”, grita concluyente la muchacha. Al fondo, un fontanero que pasaba por allí ha vendido su buzo, por una cifra inmoral, a un esteta paranoide convencido de haberse hecho con lo más de lo plus en moda epatante. ¡Chantatacháaan!
“¿Y esto?”, chantatanchanea Matías justo cuando ya empezaba a derrumbarme, “Me han dicho que es lo último”
- De lo que yo estoy dispuesto a ver, sí – gimo más allá de la consternación. O es un pantalón con estrambote o, simplemente, lleva la cola fuera. En cualquier caso, yo he llegado al límite. Halago su buen gusto y lo dejo pagando el disfraz mientras huyo a esperarle tomando una copa. Con un poco de suerte, el día de la boda sufro una apoplejía y me ahorro el espectáculo.

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