Bolotomías 2001


TELEVENTA

Descuelgo el teléfono. Una voz de mujer me explica cantarina que, si dispongo de cinco minutos, me realizará una oferta que no podré rechazar. Sé que podría rechazarla - y sin despeinarme, además - pero para entretener mi espera sólo dispongo de una revista que habla del brillante futuro futbolístico de un tal Butragueño, así que le doy cuerda.
"Pero antes necesito unos datos personales para elaborar su perfil ¿sabe?", trina alegre. Asiento con un lacónico "vale" y comienzo a responder a la habitual batería de preguntas: nombre, apellidos, dirección... Incluso me veo obligado a coger una de las cartas amontonadas en la mesa del teléfono para cerciorarme de que los datos que le estoy facilitando son correctos.
"¿Edad?", inquiere pisando arenas movedizas
- Veintitrés - miento con una rebaja que haría palidecer de envidia al Corte Inglés
"¿Sexo?", vuelve a aventurarse impertinente en terreno peligroso.
- Enorme. Pavoroso. Me ducho con él fuera porque no cabemos - fantasmeo molesto.
La voz se sume en un estrepitoso silencio que aprovecho para protestar por el carácter íntimo de alguno de los datos.
- Al fin y al cabo - argumento - mi oferta también podría considerarse irrechazable, y yo no hago tantas preguntas.
Al otro lado del hilo, una mujer se pregunta si verdaderamente merece la pena aguantar a tanto indeseable a cambio de una nómina que jamás dará para comprar un yate. Tal vez no, pero ella apuesta por lo contrario rompiendo el silencio y yendo directamente al grano. La oferta no es del todo mala: un chalecito en primera línea de playa, en pleno culo del Mediterráneo, por apenas ochenta millones de pesetas... Carísimo, pequeñísimo, perfecto. La ocasión de oro. Escojo otra carta del montón para darle los datos bancarios y cierro feliz la operación a nombre de Matías Ruiz de Povedilla.
"¿Quién era?", se interesa Matías al salir del baño después de tres cuartos de hora.
- Tu madre -  le engaño satisfecho - quería saber si vas a ir a comer mañana.
Las esperas se pagan. Además, si no existe un Dios que le castigue por sus malas andanzas en el retrete, yo como amigo tengo la obligación moral de enseñarle que esas cosas siempre acaban pasando factura. Y, por otra parte, siempre he querido tener un colega con chalé, qué coño.

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 FRACTURAS

"¿Y cómo te lo hiciste? ¿En el encierro?"
Por enésima vez escucho la misma pregunta sobre el origen de mi costilla rota. Por enésima vez explico que fue una caída tonta en la playa. Y por enésima vez mi interlocutor, entre el estupor y la decepción, concluye que, efectivamente, se trata de una forma extraordinariamente idiota de romperse una costilla.
- Gracias - miento preparando la despedida - Y si alguna vez descubro una forma inteligente de romperse un hueso, te prometo que tú serás el primero en conocerla.
Reconozco que la historia de mi fractura se acerca más a la torpeza  de Jerry Lewis que a la épica de Indiana Jones, pero necesito que todo el mundo sepa que tengo un motivo - avalado por el médico - para estar deprimido y ponerme borde. No pido compasión, sólo un poquito de comprensión, y lo único que estoy logrando es un fatigoso baño de recochineo. Me sacudo un poco la humillación y continúo con la ronda de llamadas postvacacionales.
"¡Hombreee!", dice una voz jovial al reconocerme, "Oye, que me han dicho que te has roto una costilla ¿Pero cómo te lo hiciste? ¿En el encierro?
Allá vamos de nuevo. Pero esta vez, aprovechando su falta de información, decido cambiar el guión. Al fin y al cabo, el que da primero da dos veces.
- Pues sí ¿Te acuerdas de aquel Miura de seiscientos noventa kilos?
"Sí, claro", contesta intrigado
- Pues resulta que estaba yo en la parte de arriba de Santo Domingo, esperando, cuando sonó el primer cohete.
"Sí", muestra interés
- Enseguida vi a lo lejos la manada, así que aún había que esperar un poco...
"Ajá", aprovecha previsible mi pausa dramática
- Entonces vi, algo más cerca, al pedazo de bicho ése que adelantaba a los demás por la derecha, pero si quería hacer una buena carrera aún tenía que esperar unos segundos más...
"Sí ¿Y...?", implora definitivamente enganchado
- ¡Pues que como ya estaba hasta los huevos de esperar, me largué, cogí un autobús, me fui a la playa y jugando a la pelota me caí y me rompí una costilla! ¡Joder! - grito
Al otro lado del hilo se produce un silencio monacal, perfecto. Al menos esta vez me toca reírme a mí, aunque me duela.

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BAILABLES

Una cantante de redondeces vertiginosas, con unas caderas años cincuenta que parecen decir "ésta será tu tumba", vocea algo sobre un campanero muerto. El pequeño vestido azul que la ciñe hace lo que puede para mantener toda esa materia en un cierto orden, pero se diría que las costuras han alcanzado un nivel de fatiga que las vuelve inestables. Junto a la mujer, un individuo enlutado apoya con su sintetizador la hipótesis de que el mencionado campanero ha muerto de soledad. Se conoce que vivía en la pista de baile que ambos a dúo mantienen desierta.
- Oye... ¿seguro que no hay otro sitio para tomar una copa? - pregunto sin apenas esperanzas.
"No", contestan a coro mis acompañantes, cortando todo brote de disidencia.
Durante el minuto de silencio por el difunto campanero, consigo hacerme con un whisky doble, cantidad mínima de licor exigida por mis nervios para aguantar este tipo de situaciones. La paz, previsiblemente, es efímera, y se rompe cuando la pareja se lanza a por una de Ricky Martin. Ella inicia unos vigorosos contoneos que dejan fuera de combate a media docena de jubilados (un marcapasos me pasa rozando la oreja) y que a mí me recuerdan al cortejo nupcial de las orcas que vi en un documental de La 2.
Por su parte, su lúgubre acompañante maneja las teclas con una desgana sólo superada por su propia y prodigiosa imprecisión. Se diría que lleva una doble vida: por las mañanas regenta una funeraria, mientras que por las noches se dedica a esto, así puede aprovechar tanto la ropa como el careto.
- Pero oye... ¿de verdad que no hay...? - gimo en un intento desesperado
"¡Que no!", braman con disciplina soviética todos mis acompañantes.
Estoy perdido. Esta vez la pareja del escenario no ha dado respiro y ha saltado de la perfecta estulticia de Ricky al sacrilegio más infame masacrando un clásico de Elvis Presley. Dos voluminosas valkirias reservistas deciden amortizar en público el dinero gastado en academias de baile, dando el toque definitivo de surrealismo a una escena que hubiera matado de envidia a Fellini. Dentro del teclado, el chip guitarrista de Playmobil hace lo imposible por seguir las delirantes órdenes de los dedos, mientras el chip batería ha decidido que, para algo así, es suficiente con repetir un único mamporro de forma sutil pero implacable hasta que se vaya la luz. Algo que está a punto de ocurrir, si es que consigo derramar mi whisky en el enchufe que acabo de descubrir. Es una solución extrema, lo sé, pero es legítima defensa.

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MENUSES

"Así que son dos de canelones, una ensalada, una paella de la casa, una de huevos revueltos y una de alubias verdes ¿no?"
La verdad es que no. Nadie ha pedido alubias verdes y hay uno que incluso se hubiera dejado matar por unos espárragos que ha solicitado cada una de las cuatro veces que este vegetal con pajarita ha tomado nota. Cuatro veces, y todas mal. El de los espárragos nos explica con la mirada que le da igual, que sólo tiene una vida y no desea malgastarla persiguiendo imposibles con mayonesa. Que se resigna a comer lo que sea, vaya.
- Sí, eso es. Y de beber, tinto y gaseosa - digo al camarero esperando que este último y sencillo mensaje no nos obligue a volver a empezar.
Al principio la suerte nos es relativamente favorable. El vino llega pronto y lo suficientemente frío como para camuflar todos sus defectos, que son un litro. La gaseosa, sin embargo, requiere tres tentativas ya que en las dos primeras entregas recibimos, respectivamente, un sifón y una botella de agua con gas. Esto va a ser duro.
"A ver... ¿los canelones?", pregunta apenas media hora más tarde el camarero.
Tras un torpe y lento reparto de platos, el balance es desolador: falta una de canelones, sobra una ensalada y la paella - más que de la casa - es como de la familia, por el tiempo que parece llevar en el restaurante. Por su parte, el de las alubias verdes, debido a uno de esos extraños caprichos de la fortuna, se encuentra frente a frente con un plato de espárragos con mayonesa que no acaba de atreverse a tocar por si se trata de un espejismo. Y yo tampoco puedo quejarme, he pedido huevos revueltos y los huevos están revueltos, sí. Claro que si a mí hubieran intentado freírme a patadas, como han hecho con ellos, también andaría revuelto. Afortunadamente las raciones son tan escasas que el sufrimiento es breve. Cuando el presunto camarero se acerca para tomar nota de los segundos platos que, por precaución, aún no hemos pedido, decido pasar a la acción.
- Por favor – le pido con fingida educación – cuando traigas los segundos platos ¿podrías traer de paso el Libro de Reclamaciones?
“¿¡Antes de los postres!?”, exclama sinceramente escandalizado.
El libro, me explica, no lo traen nunca antes de los postres porque si no hay que hacer después varios viajes más y son nada menos que diez tomos, así que me aconseja esperar incluso a los cafés, que también suelen dar problemas, y unir así en una sola las múltiples quejas que podamos tener. El tipo es un inútil, cierto, pero un inútil con experiencia. Decidimos dejar nuestro destino en manos de los dioses y pedimos todos chuletas de cerdo, ante lo cual el camarero nos sugiere los servicios previos de un notario cuya minuta, nos tranquiliza, está incluida en el precio del menú. Estamos perdidos.

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PLAGIOS

"Una jerveha jin alcohol", pide babeando por las comisuras a causa del chupachups que va con él desde su deserción del tabaquismo. Una palmadita en el hombro, se sienta a mi lado en la barra y empieza a pelearse con media docena de palillos que se niegan entre saltos a unirse en una de esas deliciosas manualidades que no sirven para nada.
- Otro caso idiota ¿no? - pregunto de forma retórica. Mi colega picapleitos sólo me llama cuando tiene casos idiotas en su turno de oficio porque soy el único que le escucha. Su mujer prefiere ver Tómbola. Claro que en parte es culpa mía: la única vez que intentó contarme uno de los apasionantes asuntos de divorcio que llevan en su bufete terminé yéndome a ver Tómbola con su mujer. Prefiero los casos idiotas.
- Hazme un resumen - le ordeno tras su primer trago de cerveza.
"Tengo a un tipo acusado de plagiar una canción de Georgie Dann"
No esperaba un resumen tan sucinto y contundente, así que el trago que he dado a mi gintonic da media vuelta y sale atomizado entre mis labios sin alcanzar de lleno a nadie. Risas, tos. Más risas, más tos. Me seco las lágrimas, me sueno los mocos y me calmo.
"¿Has terminado?", se interesa mi colega desde más allá del desprecio.
- Sí... perdona... Georgie Dann... vale... ¿y? - trato de contenerme mientras le doy cuerda
"Pues eso, que el fulano ha copiado nota por nota Mami ¿qué será lo que quiere el negro? Ha cambiado la letra y la ha titulado ¡Chispas! ¿qué verá en mi culo ese negro? Y no se quiere declarar culpable porque dice que la canción es suya", se indigna.
Esta vez doy una exhibición de autocontrol. Pido excusas y me voy al servicio, donde padezco un salvaje ataque de risa de dos minutos, y del que regreso mucho más relajado aunque con dolores en algunas partes del cuerpo.
- Pues lo tienes crudo - sentencio mirando al leguleyo e intentando no reírme de nuevo - Un tipo capaz de plagiar a Georgie Dann y estar orgulloso de ello es un tipo capaz de pegar a su madre con un calcetín sucio. Tendrás suerte si, en el juicio, el juez no se quita la toga y le parte la cara por imbécil.
"A eso me refería" - susurra con un repentino deje misterioso.
Pretende alegar enajenación mental, explica, y como yo tengo amistad con muchos músicos - me enjabona viperino - acaso pudiera conseguir algún testimonio procedente del ámbito profesional de su defendido. Alguien que tal vez hubiera podido verlo cerca de un psiquiatra, o cantándole Bailar pegados a un muro de hormigón. Me gustaría ayudarle, sí, pero incluso los músicos que yo conozco tienen su dignidad. Y ninguno de ellos iría por ahí presumiendo de conocer a un fulano que se cree Georgie Dann.

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VECINOS

"Pero ¿dónde se va a hacer el agujero?", pregunta inquieto y gritón el del tercero derecha.
"En el pasillo de los trasteros", afirma inapelable la del quinto izquierda, solapándose a la enésima explicación del presidente de la comunidad, según la cual aún no está claro que sea necesario hacer un agujero o no. Más confundido que antes por el amontonamiento de respuestas, el del tercero derecha concluye que su voto será contrario a la realización de agujeros en cualquier parte del inmueble, a excepción del piso de su vecino de arriba donde - asegura - pueden agujerear todo cuanto encuentren y muy especialmente a sus habitantes.
"Bien... Si os parece dejamos el asunto del agujero para la próxima reunión y pasamos al tema de las goteras...", sugiere el administrador intentando templar gaitas y escapar del laberinto ciego en que ha caído la asamblea de copropietarios. El presunto vendedor de la nueva parabólica, por su parte, ha quedado atrapado en el ensimismamiento propio de quien pierde el vacío del agujero del tubo del cable de la antena que no ha vendido por culpa del propio vacío del agujero del tubo etcétera. Da un poco de pena. Y eso que hoy la reunión está siendo realmente sosa. Habría que hacer algo.
"Bien...", arranca retórico el del sexto izquierda "quisiera decir que hace ya seis meses que planteé mis problemas de goteras y hasta la fecha no he recibido respuesta..."
- Ahí quería yo llegar - aprovecho la pausa de mi vecino - Me gustaría saber por qué este señor lleva seis meses con una gotera para uso y disfrute particular mientras los del segundo nos tenemos que conformar con unas miserables grietas en las paredes. Si el tejado, como creo, es un elemento común, deduzco que los vecinos de los pisos más bajos tenemos derecho también a disfrutar de nuestras propias goteras.
La perfecta perogrullada que acabo de soltar tiene el efecto de lograr que el desconcierto se adueñe de la situación. Es el momento de soltar la bomba.
- Y deberíamos hablar también de los fallos de aislamiento acústico. Porque yo a mis vecinos los oigo follar todas las noches.
"¡Eso no puede ser! Yo trabajo de noch...", comienza a vociferar. Pero no acaba la frase, el rojo intenso que domina en la cara de su marido es una confesión completa. Por no hablar de la soltera del sexto izquierda, que se ha puesto a bucear en su bolso a pulmón libre. Es un fastidio, de haberlo sabido hubiera intentado sacar algo de dinero antes de soltar el chivatazo.

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CONFERENCIAS

"... de ahí que la figura del Duque de Alba resultara impopular entre los flamencos"
La última palabra me hace reaccionar. Salgo del sueño en que había caído, mientras se difuminan las psicodélicas imágenes de cientos de pájaros zancudos, grandotes y muy rosas cantando canciones de Ketama con Tomatito al clavicordio. Si este sabio grabara las conferencias, los camellos podrían ganarse la vida vendiendo sus cassettes. Me estiro disimuladamente y bostezo sin abrir la boca, lo que me provoca un episodio de frustración y no pocos dolores musculares en las zonas afectadas. Me trago un gemido de dolor y echo un vistazo a la sala para distraerme.
"... crisis que abre un nuevo periodo de la política exterior...", continúa el especialista.
Ahí sigue ella, con su armonioso equilibrio estático, magnífica y lejana. Me tiene tan tonto que en las últimas semanas, cuando la iniciativa ha sido mía, todo ha sido teatro, cine y cenas caprichosas. Sin embargo, cuando ella ha organizado el ocio, no hemos pasado de infusiones de poleo-mierda y conferencias, la última de ellas pronunciada por un adalid de la Santa Transición de cuya parla se deducía que él solito acabó con Franco y su Guardia Mora. Cierto que el caimán murió, y en buena hora, pero murió de viejo, en su cama y sin que nadie lo inquietara. Por eso me cansa el coro de pirañas que cantan el cuento como si lo hubieran escrito. Me mosqueo solo, eso es que me hago viejo.
"... por esta razón, el balance de aquella época...", prosigue el cátedro
Eso es lo que tengo que hacer, balance. En el haber anoto nada de sexo, pocos mimos y tres bolsitas de Hornimans que sembraron el desconcierto en mi estómago. En el debe hay varios estrenos, un restaurante italiano carísimo y un centollo que no probé porque mi aparato digestivo se apuntó al minimalismo tras la experiencia de las infusiones.
- Te espero fuera - susurro en su oreja.
No hay respuesta, lo que acrecienta mi mosqueo hasta niveles peligrosos. Me acerco de nuevo y veo, a través de su espléndida melena negra, un fino cable que sale de su oreja y desaparece en su bolso. Me engaña con un walkman. La ofensa acumulada es tal que aprovecho su ensimismamiento para abandonar la sala sin que se entere. Ya en el vestíbulo pregunto al conserje si todas las mujeres altas, morenas, atractivas y de pelo largo suelen venir a las conferencias con una pistola en el bolso, a lo que el hombre responde marcando el número de la policía. Es una barbaridad, pero la venganza siempre es excesiva.

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REGALOS

“¿Qué te parece esto?”, dice satisfecho Matías mostrándome una  voluminosa caja.
- Parece bueno - respondo - Y la marca es conocida. Lo que no sé es para qué quiere
tu novia un taladro percutor, salvo que os haya dado por el sadomaso.
Por su mirada deduzco que tal perspectiva le resulta sobrecogedora. Tras un breve escalofrío, vuelve a perderse en los infinitos pasillos del híper. Dos horas ya, él yendo y viniendo con objetos cada vez más peregrinos que yo descarto de inmediato como regalos para su novia, y yo en la sección de electrodomésticos, viendo varias teles a la vez entre error y error.
“...ha alcanzado la cima del Everest en solitario a los sesenta y ocho años”, pedorrea Ana Rosa presentando a un abuelete insultantemente saludable.
No es por quitar méritos, pero no me parece para tanto. A los doce años, Matías ya había alcanzado en solitario la cima del orgasmo, y sin oxígeno. Un logro que, además, ha repetido con frecuencia y sin apenas jactarse de ello.
“Ahora sí que lo tengo”, dice Matías llamando mi atención. Con una sonrisa entusiasta me muestra satisfecho dos latas de fabada. Esta vez ni siquiera contesto. Con un gesto imperioso le ordeno perderse otra vez en el limbo de las estanterías.
“Pero es que nos conocimos en el Centro Asturiano”, murmura poniendo morritos mientras se aleja, convencido de que puede haber romanticismo en una lata de Litoral. A veces me hace pensar que la relación establecida por los curas entre el onanismo y el deterioro cerebral no era tan descabellada. Vuelvo a mis televisores. Un buitre devora una carroña de ciervo, una presunta periodista pregunta a una presunta famosa sobre un presunto aborto. Lo mismo en todos los canales, como siempre.
“Oye ¿y esto?”, quiebra Matías un hastío que ya alcanzaba dimensiones cósmicas. Lo miro. Es redondo, blanco, grande... indescriptible. Estoy tan harto que me rindo sin condiciones.
- Perfecto - respondo tratando de controlar mi estupor - complétalo con una esponja un poco mona y ya tienes resuelto el problema del regalo.
Me consta que la va a cagar, porque una palangana, aunque sólo sea por alusiones, no parece un buen regalo para una mujer. Ni siquiera para una mujer capaz de aguantar a Matías. Pero es que ya no doy más de mí.

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PROPÓSITOS

“Son milsaicientasgrumpfentaymgrinco”, murgonea el butanero tras dejar la bombona lo más lejos posible del sitio que efectivamente va a ocupar.
- Pues para tratarse una antigüedad es barato - contesto con una sonrisilla sardónica. El tipo ignora deportivamente mi sutil ironía sobre la edad de los derivados del petróleo mientras busca los cambios en su cartera, al tiempo que dedica una atropellada retahíla de improperios a la chica que coge los encargos por teléfono y que es la culpable, según él, de las demoras en el reparto y, muy probablemente, de todas las desgracias masculinas desde el asesinato de Abel.
“Flizañuevo”, masculla desapareciendo con un portazo perfecto. En realidad ha querido decir “así reventéis tú y la puta bombona”, pero aún arrastra cierto espíritu navideño que limita su franqueza. Tras la amigable tertulia con el bombonero, me consagro a la tarea de repasar mi lista de buenas intenciones para este nuevo año: dejar de fumar...
Me interrumpe el timbre. Un cartero con un certificado. Mal rollo. Enciendo dos pitillos y coloco uno en los labios del funcionario, quien me lo devuelve aduciendo que acaba de renunciar al vicio. Respondo que si él no fuma, yo no estoy, así que tendrá que llevarse el certificado. Llegados a este punto, argumenta que, si bien mi proposición sería aceptable en un escenario de relatividad espaciotemporal, mi presencia física en el actual escenario es indiscutible toda vez que, de no ser así, el cigarro que cuelga de mis labios debería caer al suelo.
“Y no me toque más los cojones”, concluye académico, “¿Firma o no?”. Perplejo por su diabólico razonamiento, rubrico el siniestro papelito.
“Flizañuevo”, escupe como queriendo decir “que te den”. La incontestable derrota, tanto en el terreno filosófico como en la autoestima - sigo fumando - me sume en una depresión que trato de superar siguiendo con mi lista de objetivos para este año: llevar una vida más ordenada, aprender a vivir sin depender del teléfono...
- ¿Dígame? - salto en un renuncio antes de que el aparato suene por segunda vez. Es Matías, claro. Totalmente recuperado de la Nochevieja me anuncia una degustación gratuita de whisky a la que generosamente me invita. Acepto sin dudar su propuesta de borrachera, ya que superar mi carácter indeciso también está en mi lista. Y ser positivo: lo malo de los buenos propósitos es que nadie te ayuda a conseguirlos, así que hay que saber ver lo bueno de los malos propósitos.

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TRÁMITES

“¿Puede sonreír un poquito?”, pregunta con rutina profesional.
- No - respondo lacónico.
Es obvio, por su gesto, que no es la respuesta esperada, así que decido explicarme.
- Mira, tú me vas a cobrar mil pelas por las fotos, y luego el cagatintas de turno me cobrará otro tanto o más por tramitar un carnet que me saco por obligación, que no por gusto. Así que no tengo ganas de sonreír. Sonríe tú, que para eso cobras.
Parece un tipo curtido, ya que mi discurso apenas si le sorprende. Suspira profundamente, echa un trago de revelador y dispara. Minutos después recibo un sobrecito con las fotos que no quiero ver, pago y me despido con un seco “taluego”, correspondido con un no menos seco “ios”. De camino al papelódromo pienso que hoy va a ser un buen día para hacer amigos.
“¿Nombre?”, inquiere uno de los guardianes del Templo de los Formularios.
- ¿Es pregunta de examen? Lo digo porque la respuesta está en el carnet viejo que le acabo de entregar, y no me parece justo que la chuleta la tenga el examinador.
Por encima de sus gafas, veinte siglos de escribientes me contemplan con desagrado, aunque este último representante de la estirpe se resigna con un bufido a transcribir mis datos en uno de sus crípticos impresos.
“¿Ha cambiado de domicilio?”
- Lo he intentado, pero los del banco no me dejan.
“¿Y de sexo?”
- Molestias ocasionales en el testículo derecho, con tendencia a disminuir por la tarde.
Absorto como estaba en mi actitud deliberadamente hostil, reparo súbitamente en que esta última pregunta se sale por completo de lo previsto. El funcionario sonríe perverso alargándome una de las fotos que ha sacado del sobre sin cobrarme ningún plus. Palidezco. Enrojezco. Aborrezco al fotógrafo resentido que me la ha jugado. Yo no soy la lagarta maquillada a rodillo que sonríe a tamaño carnet desde el cromito polaroid.
“Si quieres te lo tramito, reina, pero creo que es mejor esperar a que tu cirujano acabe su trabajo”, se ofrece con sorna.
Tiene razón. Hay que saber perder. Recojo mis cosas y me voy a buscar una clínica donde me puedan facilitar un aspecto similar a lo que acabo de ver. Cualquier cosa antes que volver a pagar por unas fotos.

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GESTOS

“Qué cacatúa más bonita”, se admira el hombre del mastín.
- Cacatúa no - comienzo a explicar - es un loro loco de Samoa. Tiene el poder de...
“¡A la mierda!”, vocifera mi pájaro imponiendo un absoluto silencio. No debería haberle puesto el vídeo de Fernán Gómez. Los presentes aprovechan el corte para mirar los diplomas y otras cosas con marco habituales en la sala de espera de un veterinario, lo que me permite un somero reconocimiento del terreno. Además del mastín hay un mono tití, un caniche y un hombre solo que no deja de rascarse la bragueta. O se ha equivocado de consulta o cuida mucho a sus ladillas. Dedico una mirada antipática al caniche y subo la vista por su correa hasta el rostro de su dueña. Es una replicante de Marujita Díaz que me hace ojitos y se pasa la lengua por los labios para, a continuación, lamer suavemente su dedo índice. Su chucho, tan mono él con su chalequito de lana, aporta el sonido gruñéndome y aclarando que el desprecio es mutuo. El lenguaje de los gestos no es mi fuerte, pero si no respondo el horror continuará. Introduzco el índice de mi mano izquierda en el agujero derecho de mi nariz, con un rápido movimiento giratorio que repito tres o cuatro veces sin encontrar nada destacable. No importa, simulo la fase de amasado y me chupo golosamente ese mismo dedo. Sus ojos muestran un nivel de indignación que alertaría a su cardiólogo. Y también los del caniche, acaso frustrado por no haber podido jugar con la supuesta pelotilla.
“¡Perra!”, remata mi loro, manifestando los letales efectos secundarios de Tómbola como sedante para mascotas. Es el detonante. Un ladrido histérico y el caniche se lanza a mi tobillo, pero es frenado por el mastín que se pasa a la dieta caníbal mientras el desconcertado tití trepa a su trasero para cumplir su ciclo reproductivo, interrumpido a su vez por un certero guantazo del dueño del perrazo, que envía al mico y sus fluidos corporales directamente al pelucón de la Marujita bis. Hombres y bestias se enzarzan en una lucha atroz, el veterinario se asoma a ver qué pasa y yo aprovecho la situación para colarme en su despacho con mi jaula.
“Qué bonita cacatúa”, afirma cerrando la puerta al salvaje curso natural de los acontecimientos.
- Cacatúa no - trato de explicar otra vez - es un loro loco de Samoa, y tiene el poder de...
“Pues parece una cacatúa corriente. Incluso algo más estúpida de lo normal”
“¡Y una mierda!”, grazna mi pajarraco.
Mientras el veterinario y yo rodamos por el suelo golpeándonos, me pregunto por qué coño nadie me deja acabar de explicar que es realmente un loro loco de Samoa, y que su poder es sembrar todo tipo de broncas a su paso. Si gano esta pelea lo mandaré disecar. Y el loro se lo donaré a un zoológico.

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HOSPEDAJE

“Cinco minutos más, mamá”, murmura mimoso dando la vuelta y tapándose hasta la nariz, como toda respuesta a mi primer zarandeo.
- Si yo fuera tu madre, hace tiempo que te habría donado a un zoo, imbécil - respondo afectuoso.
Pese a ser las siete de la mañana, funciona. Matías abre los ojos y casi consigue levantar un poco la cabeza.
- ¿Qué es esa cosa grande y maloliente cuyas piernas sobresalen dos palmos por los pies de mi cama? - digo en respuesta a su mirada interrogante y completamente nublada.
“¿La cigüeña?”, aventura el somnoliento cretino creyéndolo una adivinanza.
Mi aviesa mirada perfora sus legañas y llega hasta el remoto agujero donde aún dormitan sus neuronas. Trabajar de noche siempre me mutila el humor, pero si además lo tengo que compatibilizar con alojar a Matías y sus lamentables iniciativas mientras le reforman su piso, acabaré recogiendo firmas para la legalización del asesinato.
- ¿Y bien? - le concedo una segunda oportunidad antes de alquilar una motosierra.
El inmenso bulto que llena mi cama - me cuenta - es un tal Christian, recién llegado de Copenhague. Lo conoció anoche y como no tenía dónde dormir (el tal Christian) decidió ofrecerle una cama (la mía) ya que, por razones laborales, yo (yo) no la iba usar hasta la mañana siguiente (ahora).
- Recapitulemos - suspiro - Tenemos un tipo de dos metros venido de Dinamarca, es decir, un gran danés, cuando habíamos convenido que en esta casa nada de animales. Además, a juzgar por el pestazo, ahora que él se ha ido de allí ya no huele a podrido en Dinamarca. Y ahora, una vez hechos todos los chistes, viene cuando me pongo borde.
Poniendo como límite el tiempo que me cuesta ducharme, le ordeno sacar al vikingo de mi cama y ponerme sábanas limpias, amén de encargarse de la colada correspondiente a las ya contaminadas por el imposible aroma del visitante. Con un gruñido adormilado se levanta para cumplir mis órdenes mientras yo me encierro en el baño. Diez minutos más tarde, con la eficacia que le caracteriza, Matías ronca en mi cama junto al danés. Enternecedor. Les tapo bien, para que no se me constipen, preparo la radio despertador para que suene a todo volumen dentro de un cuarto de hora, cojo toda la pasta de la cartera de Matías y me voy a buscar un hotel decentito. Y la próxima vez que necesite hospedaje (Matías), seré yo el que se vaya a casa de su madre (la de él).

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INCOMUNICANDO

Pese a la abundancia de metros libres, el hombre se apoya en la barra a mi lado, codo con codo. Intuyo que se trata de una de esas personas que, involuntaria pero inevitablemente, mantienen una relación absurdamente conflictiva con su entorno, lo que hace que mantenga los ojos en mi periódico y envíe a mis orejas a enterarse de algo.
“¿Me das un pincho de ésos?”, dice suavemente señalando una bandeja.
“¿De éstos?”, replica la camarera cogiendo un montadito de bacon con pimiento verde.
“No, con jamón”, contesta él.
“De bacon con jamón no hay”, aduce la chica confundida pero amable.
“No. De jamón con pimiento verde... Y un café con leche”, aclara levemente resignado.
La camarera se ocupa del pedido, mientras yo observo de reojo cómo el hombre deja cuidadosamente su chaqueta en el respaldo de una silla y regresa a por sus provisiones.
“Se te ha caído la chaqueta”, avisamos a coro ella y yo.
Los platillos vuelven de sus manos a la barra. Recoloca su chaqueta, retorna al mostrador y se desplaza hasta el lejano rincón de la máquina de frutas con su café y su pincho. Se diría que se abre un periodo de cierta estabilidad, pero no me fío.
“¿Tienes un periódico?”, solicita educado.
“Sí ¿Cuál quieres?”, responde la camarera complicando innecesariamente una situación que, ahora estoy seguro, se va a complicar sola.
“Me da igual, cualquiera”, contesta él asumiendo su destino.
Ella aprovecha su viaje por la barra para atender a otros clientes antes de recoger un diario y ofrecérmelo a mí, que no lo he solicitado en absoluto. Con un “¡Uy qué tonta!” el periódico se despide y viaja hacia él. Sabedor de que la derrota está de su parte, insiste en que si lo estaba leyendo yo, él puede pasar sin prensa, a lo que tanto la camarera como yo respondemos que no, que no faltaba más, exigiendo casi que se ponga a leer el periódico y nos deje en paz. No es deliberado, ciertamente, pero el desequilibrio es su sombra, y eso genera tensión a su alrededor. Hasta su chaqueta lo siente y reacciona como sólo pueden hacerlo las prendas, por abandonadas, resentidas.
“Se te ha caído la chaqueta”, repite con involuntaria montonía la chica.
Debería reírme, pero cada vez me encuentro más incómodo. Su perchero provisional parece haber logrado cierta estabilidad tras la reubicación y él lleva unos minutos leyendo silencioso, sí, pero yo no consigo retomar la interrumpida lectura mi periódico.
“¿Me das otro pincho de ésos?”, confirma mis temores a otro ataque de desconcierto.
Ahora es un camarero quien se hace cargo de la barra. Y la confusa historia del bacon, el jamón y el pimiento verde, comienza a repetirse. Tal vez pierda la gran ocasión de  conocer a un fenómeno único de la incomunicación de masas, pero prefiero largarme.
“Se te ha caído la chaqueta”, oigo decir al camarero dándome la razón antes de que la puerta del bar se cierre a mis espaldas.

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TEDIOS

Miro la pantalla del ordenador y no me gusta lo que veo. Además, la estéril hora de dudas entre “aquella tarde fría y lluviosa” y “el frío y la lluvia de aquella tarde” ha socavado seriamente tanto mi orgullo como mi paciencia. Por no hablar de las interrupciones, claro. Añoro los tiempos en que escribía a mano, al menos podía hacer una pajarita con el folio. Ahora ni eso: he intentado doblar el monitor y casi me electrocuto. Suena el teléfono. Una interrupción más entre “el frío y la lluvia de aquella tarde de mierda”. Es Matías.
- Te has equivocado - digo aflautando la voz.
“¡No digas chorradas!”, me reprocha mosqueado
- Digo que te has equivocado de momento para llamar. Tengo trabajo, y entre las pocas ideas y las muchas trabas estoy a punto de coronar la cima de la desesperación. Ignorándome, Matías inicia un monótono soliloquio con el que me hace partícipe del infinito aburrimiento que le causa estar tirado en casa a causa del frío y la lluvia.
- Sí. Es horroroso. Adiós - concedo antes de colgar aprovechando la pausa para respirar que hace cada media hora.
Esta vez sí que me he quedado totalmente descentrado. Tratando de refrescarme decido cambiar de pantalla y enciendo la tele. La primera cadena que tanteo ofrece un resumen de las mejores jugadas de las procesiones de Semana Santa. Deprimente. Siempre he pensado que en lugar de la siniestra imaginería de salzillos y berruguetes, las cofradías deberían encargar nuevos pasos a Lladró. Un Cristo con bailarinas sería una cursilada carente de rigor histórico, pero al menos evitaría esta espeluznante escenografía de orgía sadomaso, capaz de poner la bragueta del Marques de Sade a ritmo de samba. Miro en otros canales. Creo que tendré que llamar al técnico, porque el televisor se me ha llenado de romanos y parece que Charlton Heston persigue a Kirk Douglas en un carro tirado por toros que son detenidos con las manos por un tal Ursus, mientras Nerón le pega fuego a Roma porque se aburre. Ya somos tres. No obstante, por algún extraño y acaso perverso mecanismo cerebral, estas imágenes me sugieren la solución a mis problemas. Ahora lo veo claro: “el frío y la lluvia de aquella tarde fría y lluviosa”. Ésa era la idea que buscaba para apagar el ordenador, arrojar el teléfono al inodoro y meterme en la cama y no salir hasta que escampe. Gracias, musas, por los pequeños favores.

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