TELEVENTA
Descuelgo
el teléfono. Una voz de mujer me explica cantarina que, si dispongo de cinco
minutos, me realizará una oferta que no podré rechazar. Sé que podría
rechazarla - y sin despeinarme, además - pero para entretener mi espera sólo
dispongo de una revista que habla del brillante futuro futbolístico de un tal
Butragueño, así que le doy cuerda.
"Pero
antes necesito unos datos personales para elaborar su perfil ¿sabe?",
trina alegre. Asiento con un lacónico "vale" y comienzo a responder a
la habitual batería de preguntas: nombre, apellidos, dirección... Incluso me
veo obligado a coger una de las cartas amontonadas en la mesa del teléfono para
cerciorarme de que los datos que le estoy facilitando son correctos.
"¿Edad?",
inquiere pisando arenas movedizas
-
Veintitrés - miento con una rebaja que haría palidecer de envidia al Corte
Inglés
"¿Sexo?",
vuelve a aventurarse impertinente en terreno peligroso.
- Enorme.
Pavoroso. Me ducho con él fuera porque no cabemos - fantasmeo molesto.
La voz se
sume en un estrepitoso silencio que aprovecho para protestar por el carácter
íntimo de alguno de los datos.
- Al fin y
al cabo - argumento - mi oferta también podría considerarse irrechazable, y yo
no hago tantas preguntas.
Al otro
lado del hilo, una mujer se pregunta si verdaderamente merece la pena aguantar
a tanto indeseable a cambio de una nómina que jamás dará para comprar un yate.
Tal vez no, pero ella apuesta por lo contrario rompiendo el silencio y yendo
directamente al grano. La oferta no es del todo mala: un chalecito en primera
línea de playa, en pleno culo del Mediterráneo, por apenas ochenta millones de
pesetas... Carísimo, pequeñísimo, perfecto. La ocasión de oro. Escojo otra
carta del montón para darle los datos bancarios y cierro feliz la operación a
nombre de Matías Ruiz de Povedilla.
"¿Quién
era?", se interesa Matías al salir del baño después de tres cuartos de
hora.
- Tu madre
- le engaño satisfecho - quería saber si
vas a ir a comer mañana.
Las esperas
se pagan. Además, si no existe un Dios que le castigue por sus malas andanzas
en el retrete, yo como amigo tengo la obligación moral de enseñarle que esas
cosas siempre acaban pasando factura. Y, por otra parte, siempre he querido
tener un colega con chalé, qué coño.
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FRACTURAS
"¿Y
cómo te lo hiciste? ¿En el encierro?"
Por enésima
vez escucho la misma pregunta sobre el origen de mi costilla rota. Por enésima
vez explico que fue una caída tonta en la playa. Y por enésima vez mi
interlocutor, entre el estupor y la decepción, concluye que, efectivamente, se
trata de una forma extraordinariamente idiota de romperse una costilla.
- Gracias -
miento preparando la despedida - Y si alguna vez descubro una forma inteligente
de romperse un hueso, te prometo que tú serás el primero en conocerla.
Reconozco
que la historia de mi fractura se acerca más a la torpeza de Jerry Lewis que a la épica de Indiana
Jones, pero necesito que todo el mundo sepa que tengo un motivo - avalado por
el médico - para estar deprimido y ponerme borde. No pido compasión, sólo un
poquito de comprensión, y lo único que estoy logrando es un fatigoso baño de
recochineo. Me sacudo un poco la humillación y continúo con la ronda de
llamadas postvacacionales.
"¡Hombreee!",
dice una voz jovial al reconocerme, "Oye, que me han dicho que te has roto
una costilla ¿Pero cómo te lo hiciste? ¿En el encierro?
Allá vamos
de nuevo. Pero esta vez, aprovechando su falta de información, decido cambiar
el guión. Al fin y al cabo, el que da primero da dos veces.
- Pues sí
¿Te acuerdas de aquel Miura de seiscientos noventa kilos?
"Sí,
claro", contesta intrigado
- Pues
resulta que estaba yo en la parte de arriba de Santo Domingo, esperando, cuando
sonó el primer cohete.
"Sí",
muestra interés
- Enseguida
vi a lo lejos la manada, así que aún había que esperar un poco...
"Ajá",
aprovecha previsible mi pausa dramática
- Entonces
vi, algo más cerca, al pedazo de bicho ése que adelantaba a los demás por la
derecha, pero si quería hacer una buena carrera aún tenía que esperar unos
segundos más...
"Sí
¿Y...?", implora definitivamente enganchado
- ¡Pues que
como ya estaba hasta los huevos de esperar, me largué, cogí un autobús, me fui
a la playa y jugando a la pelota me caí y me rompí una costilla! ¡Joder! -
grito
Al otro
lado del hilo se produce un silencio monacal, perfecto. Al menos esta vez me
toca reírme a mí, aunque me duela.
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BAILABLES
Una
cantante de redondeces vertiginosas, con unas caderas años cincuenta que
parecen decir "ésta será tu tumba", vocea algo sobre un campanero
muerto. El pequeño vestido azul que la ciñe hace lo que puede para mantener
toda esa materia en un cierto orden, pero se diría que las costuras han
alcanzado un nivel de fatiga que las vuelve inestables. Junto a la mujer, un
individuo enlutado apoya con su sintetizador la hipótesis de que el mencionado
campanero ha muerto de soledad. Se conoce que vivía en la pista de baile que
ambos a dúo mantienen desierta.
- Oye...
¿seguro que no hay otro sitio para tomar una copa? - pregunto sin apenas
esperanzas.
"No",
contestan a coro mis acompañantes, cortando todo brote de disidencia.
Durante el
minuto de silencio por el difunto campanero, consigo hacerme con un whisky
doble, cantidad mínima de licor exigida por mis nervios para aguantar este tipo
de situaciones. La paz, previsiblemente, es efímera, y se rompe cuando la
pareja se lanza a por una de Ricky Martin. Ella inicia unos vigorosos contoneos
que dejan fuera de combate a media docena de jubilados (un marcapasos me pasa
rozando la oreja) y que a mí me recuerdan al cortejo nupcial de las orcas que
vi en un documental de La 2.
Por su
parte, su lúgubre acompañante maneja las teclas con una desgana sólo superada
por su propia y prodigiosa imprecisión. Se diría que lleva una doble vida: por
las mañanas regenta una funeraria, mientras que por las noches se dedica a
esto, así puede aprovechar tanto la ropa como el careto.
- Pero
oye... ¿de verdad que no hay...? - gimo en un intento desesperado
"¡Que
no!", braman con disciplina soviética todos mis acompañantes.
Estoy
perdido. Esta vez la pareja del escenario no ha dado respiro y ha saltado de la
perfecta estulticia de Ricky al sacrilegio más infame masacrando un clásico de
Elvis Presley. Dos voluminosas valkirias reservistas deciden amortizar en
público el dinero gastado en academias de baile, dando el toque definitivo de
surrealismo a una escena que hubiera matado de envidia a Fellini. Dentro del
teclado, el chip guitarrista de Playmobil hace lo imposible por seguir las
delirantes órdenes de los dedos, mientras el chip batería ha decidido que, para
algo así, es suficiente con repetir un único mamporro de forma sutil pero
implacable hasta que se vaya la luz. Algo que está a punto de ocurrir, si es
que consigo derramar mi whisky en el enchufe que acabo de descubrir. Es una
solución extrema, lo sé, pero es legítima defensa.
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MENUSES
"Así
que son dos de canelones, una ensalada, una paella de la casa, una de huevos
revueltos y una de alubias verdes ¿no?"
La verdad
es que no. Nadie ha pedido alubias verdes y hay uno que incluso se hubiera
dejado matar por unos espárragos que ha solicitado cada una de las cuatro veces
que este vegetal con pajarita ha tomado nota. Cuatro veces, y todas mal. El de
los espárragos nos explica con la mirada que le da igual, que sólo tiene una
vida y no desea malgastarla persiguiendo imposibles con mayonesa. Que se
resigna a comer lo que sea, vaya.
- Sí, eso
es. Y de beber, tinto y gaseosa - digo al camarero esperando que este último y
sencillo mensaje no nos obligue a volver a empezar.
Al
principio la suerte nos es relativamente favorable. El vino llega pronto y lo
suficientemente frío como para camuflar todos sus defectos, que son un litro.
La gaseosa, sin embargo, requiere tres tentativas ya que en las dos primeras
entregas recibimos, respectivamente, un sifón y una botella de agua con gas.
Esto va a ser duro.
"A
ver... ¿los canelones?", pregunta apenas media hora más tarde el camarero.
Tras un
torpe y lento reparto de platos, el balance es desolador: falta una de
canelones, sobra una ensalada y la paella - más que de la casa - es como de la
familia, por el tiempo que parece llevar en el restaurante. Por su parte, el de
las alubias verdes, debido a uno de esos extraños caprichos de la fortuna, se
encuentra frente a frente con un plato de espárragos con mayonesa que no acaba
de atreverse a tocar por si se trata de un espejismo. Y yo tampoco puedo
quejarme, he pedido huevos revueltos y los huevos están revueltos, sí. Claro
que si a mí hubieran intentado freírme a patadas, como han hecho con ellos,
también andaría revuelto. Afortunadamente las raciones son tan escasas que el
sufrimiento es breve. Cuando el presunto camarero se acerca para tomar nota de
los segundos platos que, por precaución, aún no hemos pedido, decido pasar a la
acción.
- Por favor
– le pido con fingida educación – cuando traigas los segundos platos ¿podrías
traer de paso el Libro de Reclamaciones?
“¿¡Antes de
los postres!?”, exclama sinceramente escandalizado.
El libro,
me explica, no lo traen nunca antes de los postres porque si no hay que hacer
después varios viajes más y son nada menos que diez tomos, así que me aconseja
esperar incluso a los cafés, que también suelen dar problemas, y unir así en
una sola las múltiples quejas que podamos tener. El tipo es un inútil, cierto,
pero un inútil con experiencia. Decidimos dejar nuestro destino en manos de los
dioses y pedimos todos chuletas de cerdo, ante lo cual el camarero nos sugiere
los servicios previos de un notario cuya minuta, nos tranquiliza, está incluida
en el precio del menú. Estamos perdidos.
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PLAGIOS
"Una
jerveha jin alcohol", pide babeando por las comisuras a causa del
chupachups que va con él desde su deserción del tabaquismo. Una palmadita en el
hombro, se sienta a mi lado en la barra y empieza a pelearse con media docena
de palillos que se niegan entre saltos a unirse en una de esas deliciosas
manualidades que no sirven para nada.
- Otro caso
idiota ¿no? - pregunto de forma retórica. Mi colega picapleitos sólo me llama
cuando tiene casos idiotas en su turno de oficio porque soy el único que le
escucha. Su mujer prefiere ver Tómbola. Claro que en parte es culpa mía: la
única vez que intentó contarme uno de los apasionantes asuntos de divorcio que
llevan en su bufete terminé yéndome a ver Tómbola con su mujer. Prefiero los casos
idiotas.
- Hazme un
resumen - le ordeno tras su primer trago de cerveza.
"Tengo
a un tipo acusado de plagiar una canción de Georgie Dann"
No esperaba
un resumen tan sucinto y contundente, así que el trago que he dado a mi
gintonic da media vuelta y sale atomizado entre mis labios sin alcanzar de
lleno a nadie. Risas, tos. Más risas, más tos. Me seco las lágrimas, me sueno
los mocos y me calmo.
"¿Has
terminado?", se interesa mi colega desde más allá del desprecio.
- Sí...
perdona... Georgie Dann... vale... ¿y? - trato de contenerme mientras le doy
cuerda
"Pues
eso, que el fulano ha copiado nota por nota Mami ¿qué será lo que quiere el
negro? Ha cambiado la letra y la ha titulado ¡Chispas! ¿qué verá en mi culo ese
negro? Y no se quiere declarar culpable porque dice que la canción es
suya", se indigna.
Esta vez
doy una exhibición de autocontrol. Pido excusas y me voy al servicio, donde
padezco un salvaje ataque de risa de dos minutos, y del que regreso mucho más
relajado aunque con dolores en algunas partes del cuerpo.
- Pues lo
tienes crudo - sentencio mirando al leguleyo e intentando no reírme de nuevo -
Un tipo capaz de plagiar a Georgie Dann y estar orgulloso de ello es un tipo
capaz de pegar a su madre con un calcetín sucio. Tendrás suerte si, en el juicio,
el juez no se quita la toga y le parte la cara por imbécil.
"A eso
me refería" - susurra con un repentino deje misterioso.
Pretende
alegar enajenación mental, explica, y como yo tengo amistad con muchos músicos
- me enjabona viperino - acaso pudiera conseguir algún testimonio procedente
del ámbito profesional de su defendido. Alguien que tal vez hubiera podido
verlo cerca de un psiquiatra, o cantándole Bailar pegados a un muro de
hormigón. Me gustaría ayudarle, sí, pero incluso los músicos que yo conozco
tienen su dignidad. Y ninguno de ellos iría por ahí presumiendo de conocer a un
fulano que se cree Georgie Dann.
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"Pero
¿dónde se va a hacer el agujero?", pregunta inquieto y gritón el del
tercero derecha.
"En el
pasillo de los trasteros", afirma inapelable la del quinto izquierda,
solapándose a la enésima explicación del presidente de la comunidad, según la
cual aún no está claro que sea necesario hacer un agujero o no. Más confundido
que antes por el amontonamiento de respuestas, el del tercero derecha concluye
que su voto será contrario a la realización de agujeros en cualquier parte del
inmueble, a excepción del piso de su vecino de arriba donde - asegura - pueden
agujerear todo cuanto encuentren y muy especialmente a sus habitantes.
"Bien...
Si os parece dejamos el asunto del agujero para la próxima reunión y pasamos al
tema de las goteras...", sugiere el administrador intentando templar
gaitas y escapar del laberinto ciego en que ha caído la asamblea de
copropietarios. El presunto vendedor de la nueva parabólica, por su parte, ha
quedado atrapado en el ensimismamiento propio de quien pierde el vacío del
agujero del tubo del cable de la antena que no ha vendido por culpa del propio
vacío del agujero del tubo etcétera. Da un poco de pena. Y eso que hoy la
reunión está siendo realmente sosa. Habría que hacer algo.
"Bien...",
arranca retórico el del sexto izquierda "quisiera decir que hace ya seis
meses que planteé mis problemas de goteras y hasta la fecha no he recibido
respuesta..."
- Ahí
quería yo llegar - aprovecho la pausa de mi vecino - Me gustaría saber por qué
este señor lleva seis meses con una gotera para uso y disfrute particular
mientras los del segundo nos tenemos que conformar con unas miserables grietas
en las paredes. Si el tejado, como creo, es un elemento común, deduzco que los
vecinos de los pisos más bajos tenemos derecho también a disfrutar de nuestras
propias goteras.
La perfecta
perogrullada que acabo de soltar tiene el efecto de lograr que el desconcierto
se adueñe de la situación. Es el momento de soltar la bomba.
- Y
deberíamos hablar también de los fallos de aislamiento acústico. Porque yo a
mis vecinos los oigo follar todas las noches.
"¡Eso
no puede ser! Yo trabajo de noch...", comienza a vociferar. Pero no acaba
la frase, el rojo intenso que domina en la cara de su marido es una confesión
completa. Por no hablar de la soltera del sexto izquierda, que se ha puesto a
bucear en su bolso a pulmón libre. Es un fastidio, de haberlo sabido hubiera
intentado sacar algo de dinero antes de soltar el chivatazo.
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"...
de ahí que la figura del Duque de Alba resultara impopular entre los
flamencos"
La última
palabra me hace reaccionar. Salgo del sueño en que había caído, mientras se
difuminan las psicodélicas imágenes de cientos de pájaros zancudos, grandotes y
muy rosas cantando canciones de Ketama con Tomatito al clavicordio. Si este
sabio grabara las conferencias, los camellos podrían ganarse la vida vendiendo
sus cassettes. Me estiro disimuladamente y bostezo sin abrir la boca, lo que me
provoca un episodio de frustración y no pocos dolores musculares en las zonas
afectadas. Me trago un gemido de dolor y echo un vistazo a la sala para
distraerme.
"...
crisis que abre un nuevo periodo de la política exterior...", continúa el
especialista.
Ahí sigue
ella, con su armonioso equilibrio estático, magnífica y lejana. Me tiene tan
tonto que en las últimas semanas, cuando la iniciativa ha sido mía, todo ha
sido teatro, cine y cenas caprichosas. Sin embargo, cuando ella ha organizado
el ocio, no hemos pasado de infusiones de poleo-mierda y conferencias, la
última de ellas pronunciada por un adalid de la Santa Transición de cuya parla
se deducía que él solito acabó con Franco y su Guardia Mora. Cierto que el caimán
murió, y en buena hora, pero murió de viejo, en su cama y sin que nadie lo
inquietara. Por eso me cansa el coro de pirañas que cantan el cuento como si lo
hubieran escrito. Me mosqueo solo, eso es que me hago viejo.
"...
por esta razón, el balance de aquella época...", prosigue el cátedro
Eso es lo
que tengo que hacer, balance. En el haber anoto nada de sexo, pocos mimos y
tres bolsitas de Hornimans que sembraron el desconcierto en mi estómago. En el
debe hay varios estrenos, un restaurante italiano carísimo y un centollo que no
probé porque mi aparato digestivo se apuntó al minimalismo tras la experiencia
de las infusiones.
- Te espero
fuera - susurro en su oreja.
No hay
respuesta, lo que acrecienta mi mosqueo hasta niveles peligrosos. Me acerco de
nuevo y veo, a través de su espléndida melena negra, un fino cable que sale de
su oreja y desaparece en su bolso. Me engaña con un walkman. La ofensa
acumulada es tal que aprovecho su ensimismamiento para abandonar la sala sin
que se entere. Ya en el vestíbulo pregunto al conserje si todas las mujeres
altas, morenas, atractivas y de pelo largo suelen venir a las conferencias con
una pistola en el bolso, a lo que el hombre responde marcando el número de la
policía. Es una barbaridad, pero la venganza siempre es excesiva.
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REGALOS
“¿Qué te
parece esto?”, dice satisfecho Matías mostrándome una voluminosa caja.
- Parece
bueno - respondo - Y la marca es conocida. Lo que no sé es para qué quiere
tu novia un
taladro percutor, salvo que os haya dado por el sadomaso.
Por su
mirada deduzco que tal perspectiva le resulta sobrecogedora. Tras un breve
escalofrío, vuelve a perderse en los infinitos pasillos del híper. Dos horas
ya, él yendo y viniendo con objetos cada vez más peregrinos que yo descarto de
inmediato como regalos para su novia, y yo en la sección de electrodomésticos,
viendo varias teles a la vez entre error y error.
“...ha
alcanzado la cima del Everest en solitario a los sesenta y ocho años”, pedorrea
Ana Rosa presentando a un abuelete insultantemente saludable.
No es por
quitar méritos, pero no me parece para tanto. A los doce años, Matías ya había
alcanzado en solitario la cima del orgasmo, y sin oxígeno. Un logro que,
además, ha repetido con frecuencia y sin apenas jactarse de ello.
“Ahora sí
que lo tengo”, dice Matías llamando mi atención. Con una sonrisa entusiasta me
muestra satisfecho dos latas de fabada. Esta vez ni siquiera contesto. Con un
gesto imperioso le ordeno perderse otra vez en el limbo de las estanterías.
“Pero es
que nos conocimos en el Centro Asturiano”, murmura poniendo morritos mientras
se aleja, convencido de que puede haber romanticismo en una lata de Litoral. A
veces me hace pensar que la relación establecida por los curas entre el
onanismo y el deterioro cerebral no era tan descabellada. Vuelvo a mis
televisores. Un buitre devora una carroña de ciervo, una presunta periodista
pregunta a una presunta famosa sobre un presunto aborto. Lo mismo en todos los
canales, como siempre.
“Oye ¿y
esto?”, quiebra Matías un hastío que ya alcanzaba dimensiones cósmicas. Lo
miro. Es redondo, blanco, grande... indescriptible. Estoy tan harto que me
rindo sin condiciones.
- Perfecto
- respondo tratando de controlar mi estupor - complétalo con una esponja un
poco mona y ya tienes resuelto el problema del regalo.
Me consta
que la va a cagar, porque una palangana, aunque sólo sea por alusiones, no
parece un buen regalo para una mujer. Ni siquiera para una mujer capaz de
aguantar a Matías. Pero es que ya no doy más de mí.
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PROPÓSITOS
“Son milsaicientasgrumpfentaymgrinco”,
murgonea el butanero tras dejar la bombona lo más lejos posible del sitio que
efectivamente va a ocupar.
- Pues para
tratarse una antigüedad es barato - contesto con una sonrisilla sardónica. El
tipo ignora deportivamente mi sutil ironía sobre la edad de los derivados del
petróleo mientras busca los cambios en su cartera, al tiempo que dedica una
atropellada retahíla de improperios a la chica que coge los encargos por
teléfono y que es la culpable, según él, de las demoras en el reparto y, muy
probablemente, de todas las desgracias masculinas desde el asesinato de Abel.
“Flizañuevo”,
masculla desapareciendo con un portazo perfecto. En realidad ha querido decir
“así reventéis tú y la puta bombona”, pero aún arrastra cierto espíritu
navideño que limita su franqueza. Tras la amigable tertulia con el bombonero,
me consagro a la tarea de repasar mi lista de buenas intenciones para este
nuevo año: dejar de fumar...
Me
interrumpe el timbre. Un cartero con un certificado. Mal rollo. Enciendo dos
pitillos y coloco uno en los labios del funcionario, quien me lo devuelve
aduciendo que acaba de renunciar al vicio. Respondo que si él no fuma, yo no
estoy, así que tendrá que llevarse el certificado. Llegados a este punto,
argumenta que, si bien mi proposición sería aceptable en un escenario de
relatividad espaciotemporal, mi presencia física en el actual escenario es
indiscutible toda vez que, de no ser así, el cigarro que cuelga de mis labios
debería caer al suelo.
“Y no me
toque más los cojones”, concluye académico, “¿Firma o no?”. Perplejo por su
diabólico razonamiento, rubrico el siniestro papelito.
“Flizañuevo”,
escupe como queriendo decir “que te den”. La incontestable derrota, tanto en el
terreno filosófico como en la autoestima - sigo fumando - me sume en una
depresión que trato de superar siguiendo con mi lista de objetivos para este
año: llevar una vida más ordenada, aprender a vivir sin depender del
teléfono...
- ¿Dígame?
- salto en un renuncio antes de que el aparato suene por segunda vez. Es
Matías, claro. Totalmente recuperado de la Nochevieja me anuncia una
degustación gratuita de whisky a la que generosamente me invita. Acepto sin
dudar su propuesta de borrachera, ya que superar mi carácter indeciso también
está en mi lista. Y ser positivo: lo malo de los buenos propósitos es que nadie
te ayuda a conseguirlos, así que hay que saber ver lo bueno de los malos
propósitos.
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TRÁMITES
“¿Puede
sonreír un poquito?”, pregunta con rutina profesional.
- No -
respondo lacónico.
Es obvio,
por su gesto, que no es la respuesta esperada, así que decido explicarme.
- Mira, tú
me vas a cobrar mil pelas por las fotos, y luego el cagatintas de turno me
cobrará otro tanto o más por tramitar un carnet que me saco por obligación, que
no por gusto. Así que no tengo ganas de sonreír. Sonríe tú, que para eso
cobras.
Parece un
tipo curtido, ya que mi discurso apenas si le sorprende. Suspira profundamente,
echa un trago de revelador y dispara. Minutos después recibo un sobrecito con
las fotos que no quiero ver, pago y me despido con un seco “taluego”,
correspondido con un no menos seco “ios”. De camino al papelódromo pienso que
hoy va a ser un buen día para hacer amigos.
“¿Nombre?”,
inquiere uno de los guardianes del Templo de los Formularios.
- ¿Es
pregunta de examen? Lo digo porque la respuesta está en el carnet viejo que le
acabo de entregar, y no me parece justo que la chuleta la tenga el examinador.
Por encima
de sus gafas, veinte siglos de escribientes me contemplan con desagrado, aunque
este último representante de la estirpe se resigna con un bufido a transcribir
mis datos en uno de sus crípticos impresos.
“¿Ha
cambiado de domicilio?”
- Lo he
intentado, pero los del banco no me dejan.
“¿Y de
sexo?”
- Molestias
ocasionales en el testículo derecho, con tendencia a disminuir por la tarde.
Absorto
como estaba en mi actitud deliberadamente hostil, reparo súbitamente en que
esta última pregunta se sale por completo de lo previsto. El funcionario sonríe
perverso alargándome una de las fotos que ha sacado del sobre sin cobrarme
ningún plus. Palidezco. Enrojezco. Aborrezco al fotógrafo resentido que me la
ha jugado. Yo no soy la lagarta maquillada a rodillo que sonríe a tamaño carnet
desde el cromito polaroid.
“Si quieres
te lo tramito, reina, pero creo que es mejor esperar a que tu cirujano acabe su
trabajo”, se ofrece con sorna.
Tiene
razón. Hay que saber perder. Recojo mis cosas y me voy a buscar una clínica
donde me puedan facilitar un aspecto similar a lo que acabo de ver. Cualquier
cosa antes que volver a pagar por unas fotos.
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“Qué
cacatúa más bonita”, se admira el hombre del mastín.
- Cacatúa
no - comienzo a explicar - es un loro loco de Samoa. Tiene el poder de...
“¡A la
mierda!”, vocifera mi pájaro imponiendo un absoluto silencio. No debería
haberle puesto el vídeo de Fernán Gómez. Los presentes aprovechan el corte para
mirar los diplomas y otras cosas con marco habituales en la sala de espera de
un veterinario, lo que me permite un somero reconocimiento del terreno. Además
del mastín hay un mono tití, un caniche y un hombre solo que no deja de
rascarse la bragueta. O se ha equivocado de consulta o cuida mucho a sus
ladillas. Dedico una mirada antipática al caniche y subo la vista por su correa
hasta el rostro de su dueña. Es una replicante de Marujita Díaz que me hace
ojitos y se pasa la lengua por los labios para, a continuación, lamer
suavemente su dedo índice. Su chucho, tan mono él con su chalequito de lana,
aporta el sonido gruñéndome y aclarando que el desprecio es mutuo. El lenguaje
de los gestos no es mi fuerte, pero si no respondo el horror continuará.
Introduzco el índice de mi mano izquierda en el agujero derecho de mi nariz,
con un rápido movimiento giratorio que repito tres o cuatro veces sin encontrar
nada destacable. No importa, simulo la fase de amasado y me chupo golosamente
ese mismo dedo. Sus ojos muestran un nivel de indignación que alertaría a su
cardiólogo. Y también los del caniche, acaso frustrado por no haber podido
jugar con la supuesta pelotilla.
“¡Perra!”,
remata mi loro, manifestando los letales efectos secundarios de Tómbola como
sedante para mascotas. Es el detonante. Un ladrido histérico y el caniche se
lanza a mi tobillo, pero es frenado por el mastín que se pasa a la dieta
caníbal mientras el desconcertado tití trepa a su trasero para cumplir su ciclo
reproductivo, interrumpido a su vez por un certero guantazo del dueño del
perrazo, que envía al mico y sus fluidos corporales directamente al pelucón de
la Marujita bis. Hombres y bestias se enzarzan en una lucha atroz, el
veterinario se asoma a ver qué pasa y yo aprovecho la situación para colarme en
su despacho con mi jaula.
“Qué bonita
cacatúa”, afirma cerrando la puerta al salvaje curso natural de los
acontecimientos.
- Cacatúa
no - trato de explicar otra vez - es un loro loco de Samoa, y tiene el poder
de...
“Pues
parece una cacatúa corriente. Incluso algo más estúpida de lo normal”
“¡Y una
mierda!”, grazna mi pajarraco.
Mientras el
veterinario y yo rodamos por el suelo golpeándonos, me pregunto por qué coño
nadie me deja acabar de explicar que es realmente un loro loco de Samoa, y que
su poder es sembrar todo tipo de broncas a su paso. Si gano esta pelea lo
mandaré disecar. Y el loro se lo donaré a un zoológico.
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HOSPEDAJE
“Cinco
minutos más, mamá”, murmura mimoso dando la vuelta y tapándose hasta la nariz,
como toda respuesta a mi primer zarandeo.
- Si yo
fuera tu madre, hace tiempo que te habría donado a un zoo, imbécil - respondo
afectuoso.
Pese a ser
las siete de la mañana, funciona. Matías abre los ojos y casi consigue levantar
un poco la cabeza.
- ¿Qué es
esa cosa grande y maloliente cuyas piernas sobresalen dos palmos por los pies
de mi cama? - digo en respuesta a su mirada interrogante y completamente
nublada.
“¿La
cigüeña?”, aventura el somnoliento cretino creyéndolo una adivinanza.
Mi aviesa
mirada perfora sus legañas y llega hasta el remoto agujero donde aún dormitan
sus neuronas. Trabajar de noche siempre me mutila el humor, pero si además lo
tengo que compatibilizar con alojar a Matías y sus lamentables iniciativas
mientras le reforman su piso, acabaré recogiendo firmas para la legalización
del asesinato.
- ¿Y bien?
- le concedo una segunda oportunidad antes de alquilar una motosierra.
El inmenso
bulto que llena mi cama - me cuenta - es un tal Christian, recién llegado de
Copenhague. Lo conoció anoche y como no tenía dónde dormir (el tal Christian)
decidió ofrecerle una cama (la mía) ya que, por razones laborales, yo (yo) no
la iba usar hasta la mañana siguiente (ahora).
- Recapitulemos
- suspiro - Tenemos un tipo de dos metros venido de Dinamarca, es decir, un
gran danés, cuando habíamos convenido que en esta casa nada de animales.
Además, a juzgar por el pestazo, ahora que él se ha ido de allí ya no huele a
podrido en Dinamarca. Y ahora, una vez hechos todos los chistes, viene cuando
me pongo borde.
Poniendo
como límite el tiempo que me cuesta ducharme, le ordeno sacar al vikingo de mi
cama y ponerme sábanas limpias, amén de encargarse de la colada correspondiente
a las ya contaminadas por el imposible aroma del visitante. Con un gruñido
adormilado se levanta para cumplir mis órdenes mientras yo me encierro en el
baño. Diez minutos más tarde, con la eficacia que le caracteriza, Matías ronca
en mi cama junto al danés. Enternecedor. Les tapo bien, para que no se me
constipen, preparo la radio despertador para que suene a todo volumen dentro de
un cuarto de hora, cojo toda la pasta de la cartera de Matías y me voy a buscar
un hotel decentito. Y la próxima vez que necesite hospedaje (Matías), seré yo
el que se vaya a casa de su madre (la de él).
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INCOMUNICANDO
Pese a la
abundancia de metros libres, el hombre se apoya en la barra a mi lado, codo con
codo. Intuyo que se trata de una de esas personas que, involuntaria pero inevitablemente,
mantienen una relación absurdamente conflictiva con su entorno, lo que hace que
mantenga los ojos en mi periódico y envíe a mis orejas a enterarse de algo.
“¿Me das un
pincho de ésos?”, dice suavemente señalando una bandeja.
“¿De
éstos?”, replica la camarera cogiendo un montadito de bacon con pimiento verde.
“No, con
jamón”, contesta él.
“De bacon
con jamón no hay”, aduce la chica confundida pero amable.
“No. De
jamón con pimiento verde... Y un café con leche”, aclara levemente resignado.
La camarera
se ocupa del pedido, mientras yo observo de reojo cómo el hombre deja
cuidadosamente su chaqueta en el respaldo de una silla y regresa a por sus
provisiones.
“Se te ha
caído la chaqueta”, avisamos a coro ella y yo.
Los
platillos vuelven de sus manos a la barra. Recoloca su chaqueta, retorna al
mostrador y se desplaza hasta el lejano rincón de la máquina de frutas con su
café y su pincho. Se diría que se abre un periodo de cierta estabilidad, pero
no me fío.
“¿Tienes un
periódico?”, solicita educado.
“Sí ¿Cuál
quieres?”, responde la camarera complicando innecesariamente una situación que,
ahora estoy seguro, se va a complicar sola.
“Me da
igual, cualquiera”, contesta él asumiendo su destino.
Ella
aprovecha su viaje por la barra para atender a otros clientes antes de recoger
un diario y ofrecérmelo a mí, que no lo he solicitado en absoluto. Con un “¡Uy
qué tonta!” el periódico se despide y viaja hacia él. Sabedor de que la derrota
está de su parte, insiste en que si lo estaba leyendo yo, él puede pasar sin
prensa, a lo que tanto la camarera como yo respondemos que no, que no faltaba
más, exigiendo casi que se ponga a leer el periódico y nos deje en paz. No es
deliberado, ciertamente, pero el desequilibrio es su sombra, y eso genera
tensión a su alrededor. Hasta su chaqueta lo siente y reacciona como sólo
pueden hacerlo las prendas, por abandonadas, resentidas.
“Se te ha
caído la chaqueta”, repite con involuntaria montonía la chica.
Debería
reírme, pero cada vez me encuentro más incómodo. Su perchero provisional parece
haber logrado cierta estabilidad tras la reubicación y él lleva unos minutos
leyendo silencioso, sí, pero yo no consigo retomar la interrumpida lectura mi
periódico.
“¿Me das
otro pincho de ésos?”, confirma mis temores a otro ataque de desconcierto.
Ahora es un
camarero quien se hace cargo de la barra. Y la confusa historia del bacon, el
jamón y el pimiento verde, comienza a repetirse. Tal vez pierda la gran ocasión
de conocer a un fenómeno único de la
incomunicación de masas, pero prefiero largarme.
“Se te ha
caído la chaqueta”, oigo decir al camarero dándome la razón antes de que la
puerta del bar se cierre a mis espaldas.
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TEDIOS
Miro la
pantalla del ordenador y no me gusta lo que veo. Además, la estéril hora de
dudas entre “aquella tarde fría y lluviosa” y “el frío y la lluvia de aquella
tarde” ha socavado seriamente tanto mi orgullo como mi paciencia. Por no hablar
de las interrupciones, claro. Añoro los tiempos en que escribía a mano, al
menos podía hacer una pajarita con el folio. Ahora ni eso: he intentado doblar
el monitor y casi me electrocuto. Suena el teléfono. Una interrupción más entre
“el frío y la lluvia de aquella tarde de mierda”. Es Matías.
- Te has
equivocado - digo aflautando la voz.
“¡No digas
chorradas!”, me reprocha mosqueado
- Digo que
te has equivocado de momento para llamar. Tengo trabajo, y entre las pocas
ideas y las muchas trabas estoy a punto de coronar la cima de la desesperación.
Ignorándome, Matías inicia un monótono soliloquio con el que me hace partícipe
del infinito aburrimiento que le causa estar tirado en casa a causa del frío y
la lluvia.
- Sí. Es
horroroso. Adiós - concedo antes de colgar aprovechando la pausa para respirar
que hace cada media hora.
Esta vez sí
que me he quedado totalmente descentrado. Tratando de refrescarme decido
cambiar de pantalla y enciendo la tele. La primera cadena que tanteo ofrece un
resumen de las mejores jugadas de las procesiones de Semana Santa. Deprimente.
Siempre he pensado que en lugar de la siniestra imaginería de salzillos y
berruguetes, las cofradías deberían encargar nuevos pasos a Lladró. Un Cristo
con bailarinas sería una cursilada carente de rigor histórico, pero al menos
evitaría esta espeluznante escenografía de orgía sadomaso, capaz de poner la
bragueta del Marques de Sade a ritmo de samba. Miro en otros canales. Creo que
tendré que llamar al técnico, porque el televisor se me ha llenado de romanos y
parece que Charlton Heston persigue a Kirk Douglas en un carro tirado por toros
que son detenidos con las manos por un tal Ursus, mientras Nerón le pega fuego
a Roma porque se aburre. Ya somos tres. No obstante, por algún extraño y acaso
perverso mecanismo cerebral, estas imágenes me sugieren la solución a mis
problemas. Ahora lo veo claro: “el frío y la lluvia de aquella tarde fría y
lluviosa”. Ésa era la idea que buscaba para apagar el ordenador, arrojar el
teléfono al inodoro y meterme en la cama y no salir hasta que escampe. Gracias,
musas, por los pequeños favores.
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