Bolotomías 2009


CEREFOBIAS

“Si alguien conoce algún impedimento para la celebración de este enlace, que lo diga ahora o que calle para siempre”, dramatiza peliculero el sacerdote. Se me ocurren mil, si bien más que impedimentos son simples objeciones. Por otra parte, el recuerdo del novio suplicándonos entre lágrimas a Matías y a mí que acudiéramos a arroparlo en esta boda de ringorrango plagada de chaqués y roperío de señorona, frena mis deseos de montar un número.
“Perdón... Yo tengo una pregunta...”, exclama sorpresivamente Matías convirtiendo el silencio gentilmente concedido por el cura en un palpable bloque de hielo que, si me sirviera para escapar del desastre recién anunciado, preferiría romper a cabezazos. Rememoro las horas previas a este prefacio del apocalipsis y alcanzo una conclusión irrefutable: la culpa es mía. Pese a la desesperación de mi viejo amigo y actual protagonista de la ceremonia, no debería haberme dejado enredar, y menos con la compañía del siempre difícilmente controlable Matías. Un error que he tratado de paliar tarde - y evidentemente de forma errónea – llevándome de bares a mi inseparable bocazas con la vana esperanza de que el único sonido que fuera capaz de emitir durante la ceremonia fueran sus legendarios ronquidos. No ha sido así – por no hablar de que yo  tampoco podría presumir de estar sobrio - y ahora me encuentro justo al lado del centro de todas las miradas, deseando que la célebre bóveda de este monumental templo se convierta en una montaña de escombros bajo la cual ocultarme eternamente.
“Sólo quería saber si que el novio no sea virgen sería un imponderablimento de ésos”, expone torpemente mi ebrio tuercebodas, “sólo por saber”, añade convirtiendo el gélido ambiente en un tórrido volcán en el que las enrojecidas caras de contrayentes, padrinos y oficiante son apenas la primera lava visible de algo que podría dejar lo de Pompeya a la altura de un microondas chamuscado. Tengo muy poco tiempo para ponerme a salvo de la hecatombe. La situación es desesperada y exige medidas igualmente desesperadas, así que improviso desesperadamente.
- Tiene razón – proclamo buscando una salida cercana a mi banco – Y conste que no me importaría que me deje por la novia. Lo que me ofende es saber que en el fondo al que quiere es a su suegro. Claro que lo de la novia y el cura también... – dejo caer venenoso.
La semilla de la ponzoña cae en terreno fértil. El recelo y el mal rollo florecen poderosos en el altar. Me quedaría a contemplar los frutos de mi labor de horticultor del resentimiento, pero prefiero aprovechar el brote de desconcierto para transplantar al vegetal llamado Matías, y a mí mismo, a un terreno menos hostil para las malas hierbas.

*******************************************

FOTITIS

“Disculpe... ¿Podría quitarse del banco un momento, por favor?... Es para unas fotos...”, susurra una voz femenina en tono extremadamente educado justo en el momento en que el redactor iba a proporcionarme el peso exacto de la que, con toda probabilidad, es trufa más grande jamás encontrada en mi adorada comunidad. Un fastidio. Por regla general, mis genes de reptil de sangre fría duermen bajo la vigilancia de mis genes de mamífero sociópata de sangre caliente, de modo que es del todo inhabitual sorprenderme una mañana de domingo sentado en un banco, al sol, leyendo la indescriptible prensa local (soy más de asustar al kioskero y regresar a mi madriguera con un periódico nacional y un generoso botín de suplementos). Y para una vez que dejo salir a la lagartija que llevo dentro buscando la luz y el calorcito para leer banalidades, me interrumpen.
- Perdón... ¿Cómo ha dicho? – respondo tenso mientras me pregunto si el peso de la trufa podría servir de atenuante en un juicio por asesinato.
“Verá, es que es la comunión de la cría y...”, casualmente éste es el rincón del parque en el que habían pensado hacerse las fotos porque el sauce que está a su espalda, no me diga que no, es llorón, porque no puede huir - empiezo a pensar yo - y se ve obligado a aguantar que todos los que se han disfrazado para comenzar, supuestamente, una nueva etapa de su vida vengan aquí - concluye el sauce - a posar. Ahora que el sauce y yo somos uno, es el momento de la fotosíntesis, esto es: obtener una imagen que proporcione mucha información de forma resumida. Fácil. Mujer que habla: madre ilusionada porque es un día especial pero seguro que acaba alguna vez, como los demás días. Niña que no habla vestida de mini novia: criatura que a estas alturas se cambiaría por otra y se encerraría en su cuarto a disfrutar del botín de regalos obtenido. Hombre trajeado con cámaras al cuello: mercenario indiferente capaz de disparar contra cualquiera siempre que le paguen. Hombre sin cámaras: padre ya no tan ilusionado que se siente culpable porque se le ocurren miles de sitios mejores para encontrarse en este momento, incluido el infierno. Así las cosas, mis opciones se reducen a dos: dejarme avasallar o morir matando.
- Hagamos un trato – replico sonriente eligiendo las dos – Me dejan salir en una de las fotos y luego se quedan con todo el paisaje para ustedes.
Sé que mi culo no formaba parte de la celebración y que esta foto jamás figurará en el álbum, pero mientras me bajo bruscamente los pantalones pienso en aquel marinerito repeinado que también hubiera querido salir corriendo y lo va a conseguir muchos años después.

 *******************************************
 INSOMNIOS

El calor me impide conciliar el sueño. No poder dormir me pone nervioso y me hace dar vueltas en la cama. El ejercicio de dar vueltas no me tranquiliza, pero me hace sudar más, lo cual me pone doblemente nervioso impidiéndome dormir pese a que tengo un sueño brutal que no puedo conciliar por el calor me lo im... Mierda.
“Así... mamá... así...”, susurra Matías en la cama contigua con un tono placentero que me hace desear que no esté soñando realmente con su madre. El éxtasis, no obstante, es breve. Apenas el tiempo que necesita para volver a emitir unos ronquidos que sentarían de culo en un rincón a hacer pucheritos a un tigre de Bengala. Unos estertores que me devuelven a mi bucle de piruetas histéricas y sudorosas hasta que opto por detenerme boca arriba, respirar despacio y tratar de concentrarme en algo que me distraiga. Cierro los ojos y elijo finalmente un método clásico, ayudado por el tenaz ritmo de los bramidos de mi amigo. Cuando llevo ya degolladas cerca de doscientas ovejitas y empiezo a pensar que tal vez debería tratar de relacionarme con ellas de una forma menos traumática (al menos para mí), Matías cambia bruscamente de ritmo, lanzándose a un merengue atronador.
- Nch, nch, nch – chasqueo la lengua tratando de parar el mambo. Pero Matías es ajeno a todo estímulo exterior
“Sí, arre mami, arre”, murmura como toda respuesta el tarado volviendo a ponerme los pelos de punta. Por fortuna, esa leve interrupción tiene la virtud de abrir un silencio en su serenata de ronquidos, silencio que aprovecho para buscar otra fórmula que me ayude a caer en la inconsciencia, decantándome de nuevo por la aritmética.
Trato de calcular cuánto nos costaría el año que viene disponer de habitaciones separadas y con aire acondicionado para pasar las vacaciones. Nuestros ingresos habituales nunca podrían cubrir ese lujo, de modo que pienso en otras fuentes de financiación, pero sólo se me ocurre comerciar con mi cuerpo. La iniciativa se revela frustrante y a la cuarta transacción imaginaria ya estoy perdiendo dinero (yo tampoco pagaría por mí, a qué engañarnos) pero el sueño parece acercarse... hasta que Matías vuelve a la carga con renovadas energías. Lo miro con una mezcla de asco y odio. Su sonrisa de dormilón feliz es un insulto para mi histeria. Cualquier calabozo húmedo y frío sería mejor que esto. Húmedo y frío... Vuelvo a mirar a Matías, pero ahora veo una solución en lugar de un problema. Para eso están los amigos.

*******************************************

ACAROFOBIA

“Y mire esta foto. Éste es el aspecto de un ácaro aumentado un millón de veces”, recita apocalíptico tratando de acojonarme con la desagradable imagen microscópica de uno de esos invisibles bichitos que comparten el sofá con nosotros sin aportar a la convivencia nada más que estornudos.
- Pues tiene suerte de ser tan pequeño – respondo sarcástico mirando la foto – Con nuestro tamaño y esa pinta le resultaría difícil conseguir curro. Al menos de cara al público.
“No me estás ayudando”, protesta Matías al borde del pucherito. Y tiene razón. Para una vez que se zambulle con decisión en el incierto y salvaje océano del mercado laboral, yo le fallo. No es justo. Y más cuando se trata de un trabajo con tanto futuro como vender puerta a puerta aparatos que nos liberen para siempre de los peligros del polvo que volverá a entrar en casa en cuanto abramos una ventana. Tengo que ayudarle a ensayar.
- ¡Oh, Dios mío! ¡Es verdad! – rectifico abriendo los ojos hasta quedarme sin frente ante el gigantesco y malvado ácaro – ¡Mi dulce hogar está repleto de estos repugnantes asesinos en potencia! ¿Qué puedo hacer? – dramatizo.
“Mucho mejor. Gracias”, babea agradecido mi pequeño vendepeines, “¡Pues bien, señora!”, comienza a recitar con ese absoluto convencimiento que sólo la ignorancia proporciona, “Gracias a nuestra máquina limpiadora, que utiliza la fuerza del vapor de agua, usted conseguirá...”, y se lanza a declamar la catarata de excelencias que le han subrayado previamente en el folleto adjunto a la maquinita de vapor. Le dejo rodar feliz por el precipicio de previsibles argumentos a favor de acabar con unos microseres que han matado menos gente en la historia de la humanidad que los automóviles en menos de dos siglos. Y eso que siempre han sido más...
“El vapor de agua tiene además la ventaja de...”, continúa Matías retrotrayéndome a los buenos viejos tiempos en que estudié la Revolución Industrial. Esa época maravillosa en la que la energía del vapor cambió la faz de occidente, desterrando a una obsoleta aristocracia explotadora de sus vasallos en favor de una nueva y moderna burguesía explotadora de sus obreros. Proceso ejemplar hasta el extremo de que, aún hoy, se lleva lo de utilizar niños como mano de obra barata en jornadas laborales exhaustivas. Todo sea por fomentar el consumo de lo que sea y donde sea...
- Perdona, Matías... – le interrumpo - ¿Y para los ácaros de las hemorroides es bueno el aparato ese? Lo digo porque igual te lo meto por el culo... – expongo haciendo pagar a justos por pecadores. Sé que él no tiene la culpa de varios siglos de injusticias acumuladas, pero qué le vamos a hacer. Los rencorosos somos así.

*******************************************

GRANHERMANULOMA

“¡No, por favor, deja eso...!”, brama Matías cuando la hipervelocidad de mi zapping pasa, tratando de evitar la urticaria que me produce, por encima de un programa que parece atraer su obtusa atención.
- ¿Eso?... ¿Qué ‘eso’? – pregunto a sabiendas de la deprimente respuesta que me aguarda.
“No, nada...”, titubea, “... la cosa esa de gente que se ha metido en una casa y eso...”. Miente como un bellaco, toda vez que conoce de sobra el nombre del programa, el de los que lo presentan y el de todos y cada uno de los participantes. Sin embargo, sé que preferiría sumergirse en una bañera llena de pirañas antes que reconocerlo ante mí, no tanto por las pirañas como por su extremada fobia a la higiene.
- Ah, ¿te refieres a Gr...? – me hago el tonto buscándole la boca
“No me acuerdo cómo se llama”, me interrumpe, “Es que he oído hablar de ello y...”, se empecina en disimular la criatura mientras firmo una tregua con mis escrúpulos y mi pulgar a pulsa, a regañadientes, el botón fatídico.
“¡Coño, si aún sigue dentro el transexual!”, exclama mi adorable pardillo tan involuntariamente desagradable como espontáneo a la hora de delatarse a sí mismo. “Bueno... es lo que dicen en el curro, yo no lo he visto nunca...”, insiste en su fingimiento en tanto que yo me miro los brazos buscando los primeros granos.
En la pantalla, el citado transexual convive en una farsa compartida con otros individuos de sexo más convencional pero de encefalograma igualmente inquietante, todos ellos desplazándose dentro de una caja transparente mientras los demás les vemos mover la boca sin que ese movimiento acaba de adquirir un sentido claro. Me pica.
- ¿Sabes, Matías? – me arrasco evocador – De pequeño tuve una pecera con peces de colores. Me gustaban, pero no les hacía mucho caso, hasta que un amigo del cole comenzó a venir todos los días a casa. Le encantaban aquellos peces... me hacía pasar horas mirándolos...
“Qué bonito...”, suspira arrebatado, “¿y qué fue de tu amigo?”
- Desapareció un día antes que aquellos peces de mierda. Y nunca encontraron su cadáver – concluyo sonriente rascándome los antebrazos y esforzándome en recordar cuanto sea posible al De Niro más abiertamente amenazador.
“¿P-ponemos el fútbol?”, comprende una acojonado Matías. Y es que, no nos engañemos, la tele no hace más que fomentar modelos violentos.

*******************************************

PATIOFONÍAS

“Sí, eso es lo que dice ella”, desconfía viperina desde su ventana la del quinto derecha. “Pero vete tú a saber”.
“Como dices, oye. Porque diga lo que diga, no es normal”, responde sin añadir demasiada información la del cuarto izquierda.
Miro mi paquete de tabaco. “Fumar puede matar” dice. Tal vez, pero lo que realmente puede aniquilar a un fumador es la curiosidad propia de quien trabaja con la ventana abierta en una habitación con oídas a un patio de vecinos, en lugar de con vistas al mar. El humo sale, las voces entran, la concentración busca otro cerebro con el que amancebarse... Ya no sé ni por dónde iba. Ah, sí...
“Tú dirás”, regresa la voz del piso superior enviando de regreso al carajo mi recién recuperada atención. “Ella no trabaja. Y él es funcionario, pero de ventanilla. Así que ya me contarás de dónde sale para dos coches y un apartamento”
“Chssst. Y para el fontanero”, irrumpe una voz masculina desde el piso de abajo. “Que semana sí, semana no lo tienen en casa. Y eso sí que es un lujo, con lo que cobra... O con lo que paga, porque el marido nunca está cuando viene el fontanero...”, murmura el recién llegado contertulio masculino tratando inútilmente de parecer sutil a la hora de llamar “puta” a la protagonista de este culebrón entre tendederos.
En la pantalla de mi ordenador una frase sin concluir trata de llamar mi atención. Fracasa. Comienzo a envidiar a esos tipos que aparecen de tarde en tarde asegurando que escuchan voces que les anuncian el fin del mundo o alguna otra matanza igualmente masiva. Al menos esas voces tienen la delicadeza de dejar manifiestamente claro que vamos a morir todos, sin abrir puertas a finales inciertos como hacen las mías. Aunque también comienzo a escuchar otra voz, lejana, levemente similar a la de mi jefe y asociada al texto incompleto del monitor, que parece repetir “¿que no has podido acabar?... Te mato... te mato...”. Y lo que hoy es una mera psicofonía, mañana lunes será real, con el agravante de que los cotilleos vecinales tienen escasas posibilidades de colar como excusa. Claro que tanto insano afán por la maledicencia también puede tener su lado positivo, pienso súbitamente inspirado estampando un cenicero contra la pared...
“Nos han llamado sus vecinos. Aseguran haber escuchado ruidos de pelea”, expone muy serio el policía de la puerta. Bien, mañana tendré un papelito con membrete del Ministerio del Interior para justificarme ante mi jefe. Y espero que mis vecinos tengan una buena historia que contarme sobre mí mismo cuando vuelva.

*******************************************

RESENTICUENTROS

Es ella. No, no es ella. Sí, es ella... Cientos de kilómetros de barra en esta ciudad y teníamos que coincidir pidiendo una copa en el mismo garito... Aunque igual no es ella... Sí... No, no es... Mierda, sí que lo es... Pero parece que hay suerte, no me ha reconocido... Le doy la espalda.
“¡Coño! ¿Ésa no es...?”, vocifera Matías volviendo del baño demasiado pronto – o demasiado tarde, el gen de la inoportunidad es lo que tiene - y delatando nuestra posición con un aparatoso movimiento de brazos que me hace sentir nostalgia de una motosierra. Cosas del rencor.
“¡Anda, Matías!”, exclama a mi espalda una voz que creía haber olvidado, “Cuánto tiempo...”, se abre paso entre el gentío del sábado noche para saludar a mi involuntario Judas. Besos, saludos... Aún no ha reparado en mí, pero mi turno está a punto de llegar.
“Oye, ¿Y...?”, me regala unos puntos suspensivos que no hacen más que posponer lo inevitable.
- Hola – digo resignado a enfrentarme con un trozo de pasado particularmente indigesto.
A mí también me tocan dos besos, aunque con un pellizco de incomodidad y dos gotas de tensión que hacen que el garrafonazo que me ha metido el camarero bajo el seudónimo de Gintonic parezca una obra de arte.
- ¿Y qué tal? – rompo el incómodo silencio subsiguiente a mi escueta exhibición de buenos modales. No debería haberlo hecho: un silencio incómodo es siempre mejor que una conversación incómoda. Incluso un combate a muerte incómodo es mejor que eso.
“Te veo cambiado... a peor. Te has afeitado la pelota para no dejarle ganar a la alopecia ¿verdad? No sabes perder...”, escupe sin contemplaciones. Las reglas que prohíben los golpes bajos nunca contaron para ella. Ni hace quince años, ni ahora.
- La calvicie es así, indiscreta... Nada que ver con la silicona ¿verdad? – devuelvo el golpe con toda la elegancia que puedo reunir.
“Perdona cariño tu cop...”, trata de anunciarse un muchachete ofreciéndole una copa
- ¡Lárgate! – estallamos a coro ella y yo un poco antes de que Matías, viejo conocedor de estas batallas, recoja los restos del estupefacto chiquillo y los ponga a salvo de la metralla de nuestras rencillas. Mejor así. Tenemos tan poco que decirnos pero tanto que reprocharnos que no podemos permitir que nos distraiga un aficionado. El resentimiento es cosa de profesionales. Y, puestos a escoger, está más guapa que Matías, a qué engañarnos.

*******************************************

RESACALENTAMIENTO

Echo el azúcar en el periódico, remuevo el cenicero con el mechero y trato de encender un pitillo con la cucharilla mientras el café, desde su taza, se ríe de mí. A partir de cierta edad, la resaca deja de ser un malestar pasajero, para convertirse en un humillante recordatorio de la decadencia ante desafíos tan asequibles como la diversión.
“Como diría mamá: qué mala cara tienes”, me apuñala Matías sentándose frente a mí con un repugnante martini, “¿Una noche dura?”
Son sus dos pasiones: su madre y las obviedades. Sin fuerzas para responder, me limito a asentir con la cabeza al tiempo que reflexiono con irritación sobre la radical injusticia de que el asesinato esté tan mal considerado socialmente. No consigo entenderlo.
“Si es que ya no tenemos edad...”, profundiza mi lamentable colega abonando mi razonamiento. Aunque por los devastadores efectos de las copas de ayer debería concederle parte de razón, lo cierto es que no me sale de los huevos, a qué engañarnos. La resaca puede mermar muchas de mis facultades, pero no el orgullo.
- No, si no fue por la bebida... Es que tuve un accidente... – me invento misterioso.
“¿Ah, sí?... Cuenta, cuenta...”, se entusiasma dando un trago a su vermouth que estalla justo en el centro de mi estómago. Estoy a punto de soltarle que, virtualmente, se podría decir que me atropelló un camión de Johnnie Walker. Pura ficción también, ya que a estas alturas de mi vida no hace falta un camión. Ni siquiera una furgoneta. Una bicicleta sería suficiente. No obstante, el fervor con que se ha tragado el anzuelo me obliga a no decepcionarle. Así pues, ante un público entregado de antemano, me lanzo a crear una sórdida y compleja historia que parte de mi implicación, tras una arriesgada maniobra, en una colisión múltiple para dividirse en varias emocionantes tramas con taxistas hipertensos, embarazadas a punto de dar a luz, camellos, prostitutas lituanas, polis corruptos, traficantes de órganos y hasta un talibán de Portugalete, por darle alguna utilidad a la célebre teoría de la conspiración. Yo mismo, incluso, me emociono con mi patraña hasta el punto de que los síntomas de la resaca parecen remitir.
“Ya...”, vacila repentinamente Matías en lo que amenaza con ser uno de sus tan escasos como inoportunos ataques de lucidez, “Pero tú no tienes coche, ¿no?”
Ya está. Una gran historia que se hunde por una menudencia y un dolor de cabeza que retorna con energías redobladas. Y vuelvo a mi tesis sobre el asesinato: si existe subvención del Estado por traer un hijo al mundo, librarlo de la presencia de Matías debería, cuando menos, no estar penado. Y la resaca debería considerarse un atenuante.

 *******************************************

SORTEOLOGÍA

“... esmilncientooosaentiochooo”, grazna una de las criaturas trajeadas como un croupier de opereta. “... ntcincomiiil eurooos”, le responde monótono el otro niño de San Ildefonso. Como casi todo santo debe su lugar en el álbum a un tránsito particularmente desagradable hacia la eternidad llamado martirio, me pregunto si el tal Ildefonso que da nombre a estas criaturas fallecería dando vueltas dentro de un bombo lleno de esferas candentes, tipo Nerón, escuchando monótonos cánticos sin más letra que un puñado de aburridas cifras oahogado por su también santa esposa tras descubrir que el bueno de Ilde se había jugado la salvación eterna en el bingo, desoyendo la palabra de Dios, que le había indicado claramente que a la ruleta y todo al 21. No es que me importe, pero esa divagación me ayuda a distraerme en este purgatorio con forma de cafetería de estación de autobuses en el que he caído, en pleno 22 de diciembre, tras una larga y complicada serie de desdichas que no voy a contar, pero que ejemplifican a la perfección el artículo 1 de la Ley del Azar y cuyo enunciado es como sigue: el Azar me odia.
“Me da que este año el Gordo va a tardar en salir”, profetiza el camarero apenas un segundo antes de romper un vaso, eventualidad que curiosamente no ha sido capaz de prever. “Pues yo me espero”, confirma cavernoso – y acaso sintiéndose aludido - un ser de ciento cuarenta kilos en canal embutido en un buzo, “si sale y lo tengo volvería al taller sólo para mandar al jefe atápoculo”, sintetiza barajando un abultado fajo de décimos y participaciones. Los abundantes parroquianos enganchados a la retransmisión televisiva más aburrida del mundo ríen y asienten, volcando de inmediato su atención nuevamente en el sorteo y barajando a su vez otros abultados fajos de papeles llenos de cifras y promesas.
“... entooosinticuatrooo... ntcincomiiil eurooos”, prosiguen los chiquipremios indiferentes a mi suplicio. Tres horas tirado en mitad de ninguna parte, con frío y nieve en el exterior y rodeado por un ejército de ludozombies navideños. De pronto veo entrar muy sonriente al chófer de mi averiado autobús.
- Se le ve contento. ¿Ya está arreglado el bus? ¿Seguimos viaje?
“Sí y no”, responde misterioso, “el cacharro ya anda, pero me ha tocado el gordo y me he despedido. Dentro de cuatro horas vendrá otro chófer a llevarles. ¿Qué potra, eh?”. No lo sabe bien. Va a ser el primer millonario en morir asesinado en este culo del mundo. Si eso no es suerte...

*******************************************

PRECIODILLAS

- Mamá, los diamantes están duros – refunfuño removiendo la cuchara en el plato.
“Me da igual. Y da gracias de tener algo que llevarte a la boca”, responde mientras reboza unos aritos de plata, el segundo plato que más odio en el mundo. Hay algo raro, de todas maneras, y no son los diamantes, que siempre están duros. No, algo me dice que hace mucho tiempo que yo no vivo en casa de mis padres, por no mencionar que mi madre ahora parece más joven que yo y es clavadita a Bette Davis, pero con bigote. Me trago como puedo los diamantes, pido permiso para levantarme de la mesa y voy al baño. El cuarto de baño, sin embargo, se ha convertido en una carnicería donde un extraño carnicero con corbata atiende a los clientes tras una ventanilla blindada.
“Lo siento, pero con este sueldo no le puedo financiar un cuarto de picadillo a tres años”, dice devolviendo unos papeles al hombre que me precede en la cola, “¡El siguiente!”, ordena haciendo esfumarse al hombre del cuarto de kilo sin darle tiempo siquiera a pegarse un tiro en la boca. Por alguna razón que se me escapa, llego a la ventanilla olvidado de las necesidades que me habían traído aquí y pido dos pechugas de pollo, a lo que el cajero trinchador responde exigiéndome el pago de una abusiva cantidad más una serie de favores sexuales que harían ruborizarse a una estrella del porno. Renuncio sin luchar a las pechugas y doy media vuelta, cruzándome por el camino con un tipo que me ofrece de forma semiclandestina comer conejo. La propuesta es interesante pero poco alimenticia, así que le rompo la nariz de un cabezazo y salgo al pasillo justo a tiempo de coger el urbano que acaba de parar en la marquesina que yo no recordaba pese a que siempre ha estado ahí. O eso creo. Sigue habiendo algo muy extraño, lo que no evita que deje más de la mitad de mi sueldo en pagar el billete mientras el chófer arranca bruscamente. Encuentro un asiento libre, pero me veo obligado a cedérselo a una señora muy elegante con abrigo de calamar y emperifollada con un medallón de langosta a juego con unos pendientes de gambas. Pienso envidioso que la arpía debe estar forrada cuando un brutal frenazo me envía al suelo. Cuando me incorporo con un espasmo en el sofá, Matías me mira preocupado desde la butaca.
“No sé qué soñabas, pero me estabas asustando”, confiesa, “Si es que cuando comes mucho la siesta te sienta fatal. Claro que al precio que se está poniendo todo, estas comidas tan exageradas se van a acabar...”, remata en plan Supermadre. Tiene razón, pero resulta desagradable. Prefiero volver a mi sueño. Tal vez aún llegue a tiempo de secuestrar a la vieja del abrigo carísimo para cambiarla por un jamón.

*******************************************

PRESERDOCIO

“¿Y de qué tipo los quiere?”, pregunta el farmacéutico.
Es una gran pregunta, ya que el idiota de Matías, sobre avergonzarse de comprar condones en persona, me envía a hacerle el recado sin especificar modelos. Y como es festivo y estoy en racha, la única máquina del barrio estaba estropeada y he tenido que buscar una farmacia de guardia. Si no fuera porque necesito esas gomas para perderles de vista a él y a su chica durante unas horas, me rendiría.
- Pues no lo sé… La verdad es que no son para mí… – digo doblemente fastidiado por el hecho de que la frase suena encima a excusa idiota. Me siento incómodo. Y la mirada de la persona que se ha situado junto a mí a esperar su turno me incomoda aún más, especialmente cuando un rápido vistazo de reojo me confirma que se trata de un sacerdote. Sin embargo, su presencia también me recuerda que hay que resignarse y compartirlo todo, incluso la incomodidad.
- Son para mi marido – miento esperando una reacción que se limita a un resoplido de impaciencia – Él los suele comprar en el sex shop, pero como es domingo… Eso sí, necesito que sean grandes – atornillo un poco más la situación, consiguiendo un segundo resoplido más prolongado y profundo que el primero. Evito mirarle, no es cuestión de que una actuación que va bien pierda frescura por un descuido.
“¿Y éstos?”, inquiere el boticario poniendo una caja de preservativos en el mostrador.
- No sé…  Es que hoy estamos solos porque nuestro hijo está por ahí con mi ex mujer y su esposa, y me apetecía algo especial ¿No tiene de ésos que tienen como unos bultitos en la punta? Un día es un día, ¿no cree usted? – me hago el tonto volviéndome hacia el representante de Roma esperando apreciar los primeros síntomas de una apoplejía. Pero no, el hombre de negro está tenso, incluso algo congestionado y deseando reforzar sus oraciones con algún medicamento, por si la sola fe no bastara. Sí, pero si la paciencia puntúa para la beatificación, a éste en concreto lo presentarán con nota. Aunque se nota en su mirada que echa de menos los buenos viejos tiempos del Santo Oficio y sus vistosas hogueras. No obstante, se trata de un profesional y ya no voy a conseguir más de lo obtenido hasta ahora, así que corto el show, abono los condones del mostrador y me despido con una sonrisa que no mejora para nada nuestra breve relación. Tampoco me importa, a qué engañarnos. Al cabo, estas cosas no las hago por polemizar a favor de nada. No, las hago por el miedo que me hicieron pasar de crío con tanto demonio, tanto infierno y tanto castigo eterno. Los rencorosos somos así, de larga duración.

*******************************************

POLVOTANDO

Por primera vez en mi historial de votante, me dirijo a hacer uso de la cabina para elegir mis papeletas de estas elecciones. Sé que es absurdo, pero el voto que voy a emitir me resulta tan frustrante que necesito ejercer mi derecho a escondidas.
- Ah, perdone – me excuso algo ruborizado tras descorrer la cortina y descubrir que la cabina está ocupada por una mujer. Matizo: por una mujer muy, muy atractiva.
“No, espera…” – me detiene con un gesto cuando me dispongo a devolverle su intimidad electoral – Tal vez puedas ayudarme a elegir.
La inquietante cercanía de su tuteo dispara media docena de alarmas en distintos rincones de mi cerebro, provocándome un instante de vacilación. No obstante, la experiencia acude en mi auxilio: cuarenta años comportándome como un idiota ante mujeres como ella no pueden dilapidarse en un momento de precipitación, así que evito toda duda, ignoro las alarmas y me pongo automáticamente en modo “idiota pasivo”.
- Ufff… - improviso con brillante oratoria mientras ella tira de mí hacia el interior de la cabina y vuelve a aislarla del mundo exterior con la cortina – No creas… - añado, tratando de no parecer excesivamente tarado – Yo tampoco lo tengo muy claro…
Y en eso no miento. Supongo que el hecho de que ella me desabroche un botón de la camisa mientras me explica sus dudas sobre los candidatos podría considerarse insinuante, pero mis numerosos y frustrantes errores de interpretación de mensajes en idioma femenino me hacen desconfiar. Y tampoco me tranquiliza su confesión, entre lametones en la oreja, de que a ella el acto de votar la vuelve loca, la excita hasta extremos que hubieran llevado a Freud a cambiar el psicoanálisis por la apicultura. Estas cosas no pasan. No a mí. No puedo evitar pensar en una cámara oculta en alguna parte de la cabina que me convertirá en el hazmerreír de medio mundo en unas semanas. Por suerte, sus dedos se cierran sobre mi bragueta de manera tan firme que toda incertidumbre se esfuma. No sé si dice la verdad, pero la creo sin hacerme preguntas, a lo católico. Y no es el único paso atrás intelectual que doy, ya que la concentración de sangre necesaria en la zona afectada por los arrumacos de mi votante indecisa deja a mi cerebro sin suministro y dando un salto atrás de varios millones de años en la escala evolutiva en busca del antropoide que aún llevo dentro. Segundos después, unas cuantas prendas de vestir fuera de lugar permiten ocupar su espacio natural a los órganos que mami Naturaleza diseñó para que la función reproductora sea también divertida. La pena es que la cabina se bambolea. Dentro de cuatro años, juro que votaré al candidato que prometa cabinas electorales dignas para ciudadanos ansiosos.

*******************************************

BARRANOIAS

“Uno de centeno y media baguetina… ¿Quién va ahora?”, pregunta obsequioso el panadero. La señora del abrigo de piel con aroma a misa reciente hace un tímido intento de tomarme por idiota, pero una simple mirada basta para que renuncie a ello. Me toca a mí. Tras sufrir las indecisiones de los clientes que me precedían en la cola ante la variada oferta de panes, no estoy dispuesto a dejarme mangonear por nadie, aunque vaya abrigada por bichos muertos para demostrar lo buena cazadora que es. Se me va la olla, pero es que comprar el pan los domingos me subleva. Siempre ha sido una especie de absurdo ceremonial, pero en los últimos años las dudas de los clientes ante el millón de variedades de pan que se ofrecen lo han convertido en un enervante paraíso de los indecisos. Como si no fuera todo pan.
- Media barra, por favor – solicito ofuscado, con el tono justo para no dar pie a confianzas pero sin resultar demasiado seco.
“¿Bastón, txapata, de leña, doble fermentación?”, responde en el mismo tono simpático.
- No, normal – Son sólo tres sílabas, pero antes de que mi boca pronuncie la última siento un escalofrío. Algo se ha roto en esta mezcla dominguera de harina, periódico local y música celestial. Un silencio opresivo se ha adueñado del local.
“¿Normal?... ¿Pan normal?...”, murmura tenso el hasta ahora simpático panadero, apretando los dientes en una sonrisa congelada. “No tengo pan normal… nunca… ¡Benito!”, grita finalmente hacia un rincón del local. Un grito cuya respuesta es la aparición de un hombre enharinado y ojeroso, con un cansancio cercano a la derrota resaltado por un gorrito absurdo y un mandil mil tallas más grande.
“´Éste…”, sisea venenoso el vendedor aprovechando mi perplejo silencio, “desea media barra de pan… normal”. El cansancio abandona de pronto del hombre del gorrito y las ojeras se convierten en un mero subrayado de una mirada de odio en estado puro.
“¿¡Pan normal!? ¡Me levanto a las tres y media de la mañana para que haya pan de pasas, romanos, gallegos, rústicos…!”, estalla. “¡Y que no falte el de fibra para que los señoritos caguen bien…!”, añade en un exceso de información.  “¿¡Y quiere pan normal…!?”, ruge congestionado. Miro a mi alrededor buscando ayuda, pero sólo encuentro la mirada de la arpía envisonada y otras aún más rencorosas de clientes que esperan su turno para conseguir ese pan exclusivo que les hará felices. Podría rendirme, pero no me parece digno. Voy a volver a pedir mi media barra de pan normal y espero que la Historia me haga justicia.

*******************************************

ARTEMAÑAS

“¡Vaya mierda de cuadros!”, espeta sonoramente Matías ante un lienzo blanco atravesado por cinco temblorosas líneas grises. Es lo que más me gusta de mi vegetal favorito, su libertad de espíritu. Su olvidada formación le permite acercarse al arte moderno con la mirada limpia, sin prejuicios de entendido, y expresar su opinión sin tapujos, en voz alta. Detalle éste último que me jode, no porque no tenga razón - hoy le sobra - sino porque su vozarrón atrae todas las miradas del silencioso público presente en estas muestras. Algo nunca agradable y ocasionalmente infernal.
“Disculpen, soy el comisario”, confirma mis temores a nuestras espaldas una voz que se mueve en el filo entre el mínimo de urbanidad y la hostilidad manifiesta.
“¡Hombre, los cuadros son un cagarro. Pero de ahí a detener al pintor…!”, exclama un Matías sinceramente sorprendido antes de que yo pueda intervenir. La voz, compruebo al girarme, procede de un tipo metamoderno que complementa su deliberadamente carísima moda casual con un intenso aroma a Mosqueo, de Armani. “El comisario de esta exposición, quería decir”, prosigue apretando los dientes para dejar claro que nuestras muertes ocuparían el primer puesto en su lista de sucesos que harían de este planeta un lugar mejor. “Parece que las obras no acaban de ser de su agrado”, añade buscando pelea. Debo intervenir. No por Matías. En un enfrentamiento físico él llevaría las de ganar sin ninguna duda. Le invitaría a arreglar las cosas como caballeros en algún callejón oscuro, le dejaría pasar primero y le golpearía por la espalda con lo primero que encontrara. Él es así. Pero esto es distinto. Exige un nivel de conocimientos y de tacto que supera ampliamente a los de mi compadre, así que le pateo la espinilla antes de que pueda volver a abrir su bocaza y me hago cargo del desafío. La razón me asiste, los cuadros son un pufo. Pero debo tener cuidado: un fulano que emplea horas en aparentar que ha dormido con la ropa de marca que lleva puesta, es un rival a tener en cuenta.
- Mi amigo – expongo cordial pero firme – se limitaba a expresar su disconformidad con una tendencia que, so pretexto de la libertad creativa, da cobijo a todo tipo de fraudes…
“¿¡Qué!?”, exclama escandalizado un segundo antes de caer al suelo víctima de mi cabezazo en su nariz. No son maneras, pero no he podido evitarlo. Sin embargo, antes de que agarre a Matías del brazo para salir huyendo, el público comienza a aplaudir creyendo que se trata de una performance. Incluso me piden que patee al comisario. Y luego dirán que las discotecas son peligrosas…

*******************************************

 AEROENTUERTO

“Lo siento, pero en su vuelo hay overbooking”, resume seca y rutinaria una veterana de todas las guerras aéreas parapetada tras su mostrador.
- ¿Overqué?- pregunto fingiéndome extremadamente paleto. Sé a qué se refiere. No hace falta ser un trotamundos para saberlo. Pero si me espera una larga pesadilla en un aeropuerto, ella tiene derecho a compartirla conmigo. Hay que ser educado y generoso con quienes dedican su tiempo a atendernos. Justa reciprocidad.
“Sobreocupación”, escupe, “Se han vendido más billetes que las plazas disponibles en el avión”, concluye mirando ya directamente por encima de mi hombro para estudiar a mi sucesor en la cola y prepararle otra gélida evasiva.
- A ver si lo entiendo – planteo ignorando su profesional respuesta y esmerándome en parecer irreversiblemente lerdo – Yo tengo un billete para viajar en ese avión, pero no quepo pese a que yo no estoy dentro de ese avión ocupando el sitio que mi billete dice que tengo en ese avión en el que no quepo aunque ustedes me hayan vendido un billete que dice que quepo… ¿Es así? – remato mi incontestable interpretación de los hechos bizqueando, para añadir algo de confusión al caos.
“Sí”, responde súbitamente perpleja, como quien acaba de ver bailar a un cadáver, “Pero tiene derecho a…”
- Sí, a permanecer en silencio o si no todo lo que blablablá utilizado en mi contra y una llamada y abogado blablá… - largo estúpidamente aprovechando su recién adquirido estupor – Pero lo que yo quiero es montarme en ese avión y volver a mi casa, no que me lea mis derechos como los polis yankis de la tele – recalco con la única esperanza, ya, de no ser el único amargado de esta conversación.
“Bueno, verá… Yo, en realidad…”, susurra en tono exculpatorio mientras su labio inferior tiembla como subrayando su sinceridad. Es un golpe bajo que me enamora más allá de lo razonable. La pido en matrimonio mientras busco con la mirada un piloto de Iberia con carné para celebrar bodas en aeropuertos y la gente de la cola nos regala juegos de maletas que no son las suyas, pero ya puestos qué más da. Será duro, lo sé, convivir con una mujer que ha hecho de los retrasos una forma de vida. Pero no es menos cierto que estando tan acostumbrada a las cancelaciones, su nivel de exigencia me lo pone algo más fácil en algunos aspectos.

*******************************************

ZAPPATILLING

“Mire, éstas son las que he usado para el fútbol… Me han ido bien, pero ya necesito otras”, expone Matías mostrando sus zapatillas de casa a un dependiente que descubre súbitamente lo equivocado que estaba al pensar que ya lo había visto todo.
“¿Esto?...”, es cuanto acierta a decir al contemplar perplejo los dos andrajos de felpa de mi inclasificable camarada. Me mira buscando una ayuda que no va a obtener. No tengo nada en contra de los dependientes, pero sé por experiencia que jugar a favor de Matías cuando me enreda para ir de compras es la única posibilidad de ahorrar tiempo.
- Son las zapatillas de ver la Eurocopa – le explico – Han dado buen resultado, pero de cara a las Olimpiadas necesita otras más ligeras y resistentes. Ya no son unos pocos partidos a la semana – me extiendo comprensivo - es todo el santo día con la tele, lo que representa muchos viajes del sofá a la nevera a por cervezas. Y a veces en condiciones muy adversas porque su madre acaba de fregar el suelo de la cocina, ya me entiende…
Sí. Me entiende. Está a millones de años luz de compartir mi criterio, pero me entiende y asume que hacerme caso supone que los próximos minutos sean menos infernales de lo que podrían ser, de modo que entra en el juego.
“Ya… ¿Y qué le parecen éstas?”, responde saliendo de su estupor y mostrando a mi obtuso amigo un par de pantuflas de línea clásica pero con un estampado tan atrevido como intolerable que les confiere un absurdo aire entre informal y deportivo.
“No sé…”, vacila Matías observando el par de zapatillas con un atisbo de desconfianza que podría suponer visitar otros comercios durante horas. No estoy dispuesto a tolerarlo.
- Son perfectas, Matías. Además, ten en cuenta que las vas a usar sin calcetines, así que no está mal que sean un poquito abrigadas… - argumento sin demasiado entusiasmo, pero con resultado positivo: Matías calla. Interpreto su silencio como un gesto de aprobación y alargo las zapatillas al dependiente guiñándole cómplice un ojo. Las coge y teclea rápidamente en la registradora guiñándome a su vez un ojo que establece un vínculo de complicidad práctico, pero un tanto confuso. Si intenta besarme, lo denuncio.
“¿De verdad crees que estas zapat…?”, duda mi amigo ya en la puerta de la zapatería.
- Por supuesto – respondo decidido a no perder más tiempo en tonterías – Y ahora vamos a por el pijama.
No es para él, es para mí. Si voy a pasarme semanas siguiendo absurdas proezas deportivas en la tele, necesito un pijama con unos bolsillos lo suficientemente grandes como para aprovechar los viajes al frigorífico. Y el que compré para los últimos mundiales de fútbol me falló en los cuartos de final.

*******************************************

PARADEJA

“¡Eres un egoísta! Cuando se trata de ir a tomar unas cañas, siempre te va bien, pero cuando digo yo de ir a un sitio distinto, nunca vamos”, escupe con voz enrabietada. “Pero una cosa te digo…”, añade en pleno ataque de dignidad, “¡En cuanto volvamos, me voy a casa de mi madre!”.
- ¡Matías, por Dios! Que ya vives con tu madre – respondo un pelo alterado – Y habría que oírla si te viera protestando porque no te llevo de putas… …
Vacila. Parece que mis palabras han hecho diana en la parte del cerebro de mi colega que aún alberga como un tesoro algo de sentido común, aunque muy mermado tras unas cuantas copas, mezcladas con los monstruosos helados de las terrazas y la brutal calorina del Mediterráneo. Pero en el fondo, la culpa es mía. Y por varias razones. Por seguir yendo de vacaciones con él a sitios tan abiertamente horrendos como este masificado culo de la Costa Brava. Por no haber impedido que escuche/lea/se empape con los recurrentes reportajes veraniegos sobre los desastres que las vacaciones ocasionan en las relaciones de pareja (para él “pareja” es todo lo que va de dos en dos, da igual matrimonio, amigos o huevos fritos). Y, sobre todo, por no haberlo empujado escaleras abajo cuando íbamos juntos al colegio. Debe ser eso que llaman amistad.
“Pero es que nunca me das un capricho…”, contraataca, aunque ya con menos potencia de fuego. “Y parecía un bar distinto a los que solemos ir”.
En eso tiene razón. Los bares a los que solemos ir no tienen un rótulo de neón agonizante con la inscripción “Whiskería Cocoloco” como caído de una mala peli de los años 70. Algunos aún tienen pinchos que parecen proceder de aquella época, pero ninguno tiene tan mala pinta como el local al que pretendía entrar Matías.
- ¿Y si vamos a tomar una copa a una discoteca? ¿Eh? – espeto rabiosamente original.
“No, tú lo que quieres es emborracharme para llevarme al hotel cuando a ti te dé la gana”, me responde de morros llamando la atención de unos cuantos transeúntes que comienzan a mirarnos con cara rara, cosa que me revienta. No me importa que me tomen por gay. Lo que me fastidia es que puedan llegar a pensar que soy tan idiota como para tener de pareja a alguien como Matías. Por no hablar de que, pese a que es más grande que yo, si le doy un guantazo aún tendría que aguantar que me llamaran maltratador.

*******************************************

SANITHRILLER

“Los resultados de sus análisis son bastante buenos”, diagnostica el matasanos manejando los papeles con indiferencia profesional. “Pero... le convendría dejar de fumar”
Hay en esa última frase un leve tono amenazante que me disgusta. Una especie de “si quiere volver a ver vivos a sus seres queridos, haga lo que le digo y no vuelva a encender un pitillo”. Me jode. Y no porque no tenga razón - que le sobra – sino porque de alguien con titulación universitaria uno no espera esos ademanes mafiosos ni, aún menos, esas obviedades de taxista aburrido. Supongo que es lo que los médicos llaman “prevención”, pero me fastidia.
- ¿Y qué pasa si me niego a dejar de fumar? – opto por responder, no exento de chulería. Es lo que los pacientes llamamos “tocar los cojones”.
Me dirige una mirada fría como su estetoscopio. No esperaba una respuesta así.
“Bueno... Podría tener problemas...”, insinúa. “Ya sabe. A veces ocurre... Se cree uno seguro y de repente, zas... No digo que vaya a pasarle a usted, pero podría ser...”, deja flotar la advertencia.
El bastardo ha descubierto sus cartas y ahora veo de qué va este juego: somos dos idiotas caídos en una novela negra barata. Pero analizando los datos y considerando las titulaciones universitarias de ambos, queda claro que a mí me ha salido más barato y me ha costado menos tiempo ser igual de idiota que él. Eso debería darme alguna ventaja.
- Mire, muñeco, sus amenazas no me asustan – reacciono asumiendo mi papel - Supongo que a ese visitador médico que ha venido a verle no le gustaría saber que usted receta cosas de un laboratorio de la competencia ¿verdad? - improviso dejándole digerir el hecho que uno de los dos se ha vuelto definitivamente loco y ése, sin duda alguna, soy yo. Lo capta.
- Le diré lo que vamos a hacer – expongo atrapado ya sin remisión en el clima de thriller que se ha adueñado de la consulta – Ahora usted va a dejar mis análisis sobre la mesa. Lentamente... sin trucos.
El tipo me obedece sin discutir. Ahora que yo dirijo el baile ya no se muestra tan gallito con lo del tabaco. Cojo mis papeles de la mesa, me levanto y me dispongo a salir, pero antes lanzo una última advertencia
- Y otra cosa: llevo cinco años sin fumar. Pero la próxima vez no lo intente con el café. Tendría que matarlo, pipiolo.

 *******************************************

AEROMUERMOS

“Disculpe. Seguridad del aeropuerto ¿Documentación?”, susurra educadamente a mi espalda una voz paradójicamente cargada de sutil hostilidad. Llevo más de medio día, solo, en este aeropuerto de mierda y acabo de comprobar que mi vuelo ha acumulado otras ocho horas de retraso pese a haberlo reservado con meses de antelación, así que el concepto “seguridad” me produce una especie de risa nerviosa. Me giro dispuesto a mirar a los ojos al dueño de la voz, pero me encuentro frente a frente con el nudo de una corbata particularmente horrorosa y, un poco más arriba, con la cara del individuo. Boca recta, cejas escasas, cráneo pelado look tócameyterreviento y unas gafas de sol que pulverizan definitivamente cualquier atisbo de empatía. Y lo curioso es que me resulta familiar... Por un momento pienso que me recuerda a alguno de los sicarios de cartón piedra vistos en películas baratas consumidas en momentos aún más baratos de mi vida, pero no. Me recuerda al armario del dormitorio de mis padres cuando yo era niño. Era muy grande y parecía esconder cosas muy interesantes en su interior, pero al final descubrí que mi intuición sólo acertaba en una cosa: era muy grande.
- Disculpa – respondo rebajando el trámite al tuteo por aquello de relajar la situación - ¿Me enseñas tú alguna documentación tuya que me obligue a enseñarte la mía?... Y me refiero a mi documentación, que quede claro...
Sé que mi respuesta no es prudente, ni inteligente... ni siquiera razonable, pero ya me sé de memoria hasta los horóscopos de los periódicos y no estoy dispuesto a recibir otro sablazo en la cafetería de este antro a cambio de una copa que no merece tal nombre, así que al menos voy a conseguir conversación. No inteligente, quizás, pero al menos será gratis.
El tipo saborea su momento de gloria. Echa uno de sus remos al bolsillo y busca la tarjetita que le permitirá meterme en un cuarto sin leyes y ordenarme ponerme en pelotas mientras él se coloca unos guantes de látex sólo porque sabe que eso acojona. Pero algo pasa...
“Mi... mi identificación...”, dice vacilante, “No encuentro mi identificación...”, exclama ya entre pucheritos. Debería haber sabido que, por regla general, en los aeropuertos hay más carteristas que terroristas, pero no. Y ahora es cuando realmente el tipo me asusta. Un tipo de casi dos metros y ciento veinte kilos en canal llorando a moco tendido. Y es que soy de natural blando, y si no consigo huir lo tendré durante horas sentado en mis rodillas para consolarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario