CEREFOBIAS
“Si alguien
conoce algún impedimento para la celebración de este enlace, que lo diga ahora
o que calle para siempre”, dramatiza peliculero el sacerdote. Se me ocurren
mil, si bien más que impedimentos son simples objeciones. Por otra parte, el recuerdo
del novio suplicándonos entre lágrimas a Matías y a mí que acudiéramos a
arroparlo en esta boda de ringorrango plagada de chaqués y roperío de señorona,
frena mis deseos de montar un número.
“Perdón...
Yo tengo una pregunta...”, exclama sorpresivamente Matías convirtiendo el
silencio gentilmente concedido por el cura en un palpable bloque de hielo que,
si me sirviera para escapar del desastre recién anunciado, preferiría romper a
cabezazos. Rememoro las horas previas a este prefacio del apocalipsis y alcanzo
una conclusión irrefutable: la culpa es mía. Pese a la desesperación de mi
viejo amigo y actual protagonista de la ceremonia, no debería haberme dejado
enredar, y menos con la compañía del siempre difícilmente controlable Matías.
Un error que he tratado de paliar tarde - y evidentemente de forma errónea –
llevándome de bares a mi inseparable bocazas con la vana esperanza de que el
único sonido que fuera capaz de emitir durante la ceremonia fueran sus
legendarios ronquidos. No ha sido así – por no hablar de que yo tampoco podría presumir de estar sobrio - y
ahora me encuentro justo al lado del centro de todas las miradas, deseando que
la célebre bóveda de este monumental templo se convierta en una montaña de
escombros bajo la cual ocultarme eternamente.
“Sólo
quería saber si que el novio no sea virgen sería un imponderablimento de ésos”,
expone torpemente mi ebrio tuercebodas, “sólo por saber”, añade convirtiendo el
gélido ambiente en un tórrido volcán en el que las enrojecidas caras de
contrayentes, padrinos y oficiante son apenas la primera lava visible de algo
que podría dejar lo de Pompeya a la altura de un microondas chamuscado. Tengo
muy poco tiempo para ponerme a salvo de la hecatombe. La situación es
desesperada y exige medidas igualmente desesperadas, así que improviso
desesperadamente.
- Tiene
razón – proclamo buscando una salida cercana a mi banco – Y conste que no me
importaría que me deje por la novia. Lo que me ofende es saber que en el fondo
al que quiere es a su suegro. Claro que lo de la novia y el cura también... –
dejo caer venenoso.
La semilla
de la ponzoña cae en terreno fértil. El recelo y el mal rollo florecen
poderosos en el altar. Me quedaría a contemplar los frutos de mi labor de
horticultor del resentimiento, pero prefiero aprovechar el brote de
desconcierto para transplantar al vegetal llamado Matías, y a mí mismo, a un
terreno menos hostil para las malas hierbas.
*******************************************
FOTITIS
“Disculpe...
¿Podría quitarse del banco un momento, por favor?... Es para unas fotos...”,
susurra una voz femenina en tono extremadamente educado justo en el momento en
que el redactor iba a proporcionarme el peso exacto de la que, con toda
probabilidad, es trufa más grande jamás encontrada en mi adorada comunidad. Un
fastidio. Por regla general, mis genes de reptil de sangre fría duermen bajo la
vigilancia de mis genes de mamífero sociópata de sangre caliente, de modo que
es del todo inhabitual sorprenderme una mañana de domingo sentado en un banco,
al sol, leyendo la indescriptible prensa local (soy más de asustar al kioskero
y regresar a mi madriguera con un periódico nacional y un generoso botín de
suplementos). Y para una vez que dejo salir a la lagartija que llevo dentro
buscando la luz y el calorcito para leer banalidades, me interrumpen.
- Perdón...
¿Cómo ha dicho? – respondo tenso mientras me pregunto si el peso de la trufa
podría servir de atenuante en un juicio por asesinato.
“Verá, es
que es la comunión de la cría y...”, casualmente éste es el rincón del parque
en el que habían pensado hacerse las fotos porque el sauce que está a su
espalda, no me diga que no, es llorón, porque no puede huir - empiezo a pensar
yo - y se ve obligado a aguantar que todos los que se han disfrazado para
comenzar, supuestamente, una nueva etapa de su vida vengan aquí - concluye el
sauce - a posar. Ahora que el sauce y yo somos uno, es el momento de la
fotosíntesis, esto es: obtener una imagen que proporcione mucha información de
forma resumida. Fácil. Mujer que habla: madre ilusionada porque es un día
especial pero seguro que acaba alguna vez, como los demás días. Niña que no
habla vestida de mini novia: criatura que a estas alturas se cambiaría por otra
y se encerraría en su cuarto a disfrutar del botín de regalos obtenido. Hombre
trajeado con cámaras al cuello: mercenario indiferente capaz de disparar contra
cualquiera siempre que le paguen. Hombre sin cámaras: padre ya no tan
ilusionado que se siente culpable porque se le ocurren miles de sitios mejores
para encontrarse en este momento, incluido el infierno. Así las cosas, mis
opciones se reducen a dos: dejarme avasallar o morir matando.
- Hagamos
un trato – replico sonriente eligiendo las dos – Me dejan salir en una de las
fotos y luego se quedan con todo el paisaje para ustedes.
Sé que mi
culo no formaba parte de la celebración y que esta foto jamás figurará en el
álbum, pero mientras me bajo bruscamente los pantalones pienso en aquel
marinerito repeinado que también hubiera querido salir corriendo y lo va a
conseguir muchos años después.
*******************************************
INSOMNIOS
El calor me
impide conciliar el sueño. No poder dormir me pone nervioso y me hace dar
vueltas en la cama. El ejercicio de dar vueltas no me tranquiliza, pero me hace
sudar más, lo cual me pone doblemente nervioso impidiéndome dormir pese a que
tengo un sueño brutal que no puedo conciliar por el calor me lo im... Mierda.
“Así...
mamá... así...”, susurra Matías en la cama contigua con un tono placentero que
me hace desear que no esté soñando realmente con su madre. El éxtasis, no
obstante, es breve. Apenas el tiempo que necesita para volver a emitir unos
ronquidos que sentarían de culo en un rincón a hacer pucheritos a un tigre de
Bengala. Unos estertores que me devuelven a mi bucle de piruetas histéricas y
sudorosas hasta que opto por detenerme boca arriba, respirar despacio y tratar
de concentrarme en algo que me distraiga. Cierro los ojos y elijo finalmente un
método clásico, ayudado por el tenaz ritmo de los bramidos de mi amigo. Cuando
llevo ya degolladas cerca de doscientas ovejitas y empiezo a pensar que tal vez
debería tratar de relacionarme con ellas de una forma menos traumática (al
menos para mí), Matías cambia bruscamente de ritmo, lanzándose a un merengue
atronador.
- Nch, nch,
nch – chasqueo la lengua tratando de parar el mambo. Pero Matías es ajeno a
todo estímulo exterior
“Sí, arre
mami, arre”, murmura como toda respuesta el tarado volviendo a ponerme los
pelos de punta. Por fortuna, esa leve interrupción tiene la virtud de abrir un
silencio en su serenata de ronquidos, silencio que aprovecho para buscar otra
fórmula que me ayude a caer en la inconsciencia, decantándome de nuevo por la
aritmética.
Trato de
calcular cuánto nos costaría el año que viene disponer de habitaciones
separadas y con aire acondicionado para pasar las vacaciones. Nuestros ingresos
habituales nunca podrían cubrir ese lujo, de modo que pienso en otras fuentes
de financiación, pero sólo se me ocurre comerciar con mi cuerpo. La iniciativa
se revela frustrante y a la cuarta transacción imaginaria ya estoy perdiendo
dinero (yo tampoco pagaría por mí, a qué engañarnos) pero el sueño parece
acercarse... hasta que Matías vuelve a la carga con renovadas energías. Lo miro
con una mezcla de asco y odio. Su sonrisa de dormilón feliz es un insulto para
mi histeria. Cualquier calabozo húmedo y frío sería mejor que esto. Húmedo y
frío... Vuelvo a mirar a Matías, pero ahora veo una solución en lugar de un
problema. Para eso están los amigos.
*******************************************
ACAROFOBIA
“Y mire
esta foto. Éste es el aspecto de un ácaro aumentado un millón de veces”, recita
apocalíptico tratando de acojonarme con la desagradable imagen microscópica de
uno de esos invisibles bichitos que comparten el sofá con nosotros sin aportar
a la convivencia nada más que estornudos.
- Pues
tiene suerte de ser tan pequeño – respondo sarcástico mirando la foto – Con
nuestro tamaño y esa pinta le resultaría difícil conseguir curro. Al menos de
cara al público.
“No me
estás ayudando”, protesta Matías al borde del pucherito. Y tiene razón. Para
una vez que se zambulle con decisión en el incierto y salvaje océano del
mercado laboral, yo le fallo. No es justo. Y más cuando se trata de un trabajo
con tanto futuro como vender puerta a puerta aparatos que nos liberen para
siempre de los peligros del polvo que volverá a entrar en casa en cuanto
abramos una ventana. Tengo que ayudarle a ensayar.
- ¡Oh, Dios
mío! ¡Es verdad! – rectifico abriendo los ojos hasta quedarme sin frente ante
el gigantesco y malvado ácaro – ¡Mi dulce hogar está repleto de estos
repugnantes asesinos en potencia! ¿Qué puedo hacer? – dramatizo.
“Mucho
mejor. Gracias”, babea agradecido mi pequeño vendepeines, “¡Pues bien,
señora!”, comienza a recitar con ese absoluto convencimiento que sólo la
ignorancia proporciona, “Gracias a nuestra máquina limpiadora, que utiliza la
fuerza del vapor de agua, usted conseguirá...”, y se lanza a declamar la
catarata de excelencias que le han subrayado previamente en el folleto adjunto
a la maquinita de vapor. Le dejo rodar feliz por el precipicio de previsibles
argumentos a favor de acabar con unos microseres que han matado menos gente en
la historia de la humanidad que los automóviles en menos de dos siglos. Y eso
que siempre han sido más...
“El vapor
de agua tiene además la ventaja de...”, continúa Matías retrotrayéndome a los
buenos viejos tiempos en que estudié la Revolución Industrial. Esa época
maravillosa en la que la energía del vapor cambió la faz de occidente,
desterrando a una obsoleta aristocracia explotadora de sus vasallos en favor de
una nueva y moderna burguesía explotadora de sus obreros. Proceso ejemplar
hasta el extremo de que, aún hoy, se lleva lo de utilizar niños como mano de
obra barata en jornadas laborales exhaustivas. Todo sea por fomentar el consumo
de lo que sea y donde sea...
- Perdona,
Matías... – le interrumpo - ¿Y para los ácaros de las hemorroides es bueno el
aparato ese? Lo digo porque igual te lo meto por el culo... – expongo haciendo
pagar a justos por pecadores. Sé que él no tiene la culpa de varios siglos de
injusticias acumuladas, pero qué le vamos a hacer. Los rencorosos somos así.
*******************************************
GRANHERMANULOMA
“¡No, por
favor, deja eso...!”, brama Matías cuando la hipervelocidad de mi zapping pasa,
tratando de evitar la urticaria que me produce, por encima de un programa que
parece atraer su obtusa atención.
- ¿Eso?...
¿Qué ‘eso’? – pregunto a sabiendas de la deprimente respuesta que me aguarda.
“No,
nada...”, titubea, “... la cosa esa de gente que se ha metido en una casa y
eso...”. Miente como un bellaco, toda vez que conoce de sobra el nombre del
programa, el de los que lo presentan y el de todos y cada uno de los
participantes. Sin embargo, sé que preferiría sumergirse en una bañera llena de
pirañas antes que reconocerlo ante mí, no tanto por las pirañas como por su
extremada fobia a la higiene.
- Ah, ¿te refieres
a Gr...? – me hago el tonto buscándole la boca
“No me
acuerdo cómo se llama”, me interrumpe, “Es que he oído hablar de ello y...”, se
empecina en disimular la criatura mientras firmo una tregua con mis escrúpulos
y mi pulgar a pulsa, a regañadientes, el botón fatídico.
“¡Coño, si
aún sigue dentro el transexual!”, exclama mi adorable pardillo tan
involuntariamente desagradable como espontáneo a la hora de delatarse a sí
mismo. “Bueno... es lo que dicen en el curro, yo no lo he visto nunca...”,
insiste en su fingimiento en tanto que yo me miro los brazos buscando los
primeros granos.
En la
pantalla, el citado transexual convive en una farsa compartida con otros
individuos de sexo más convencional pero de encefalograma igualmente
inquietante, todos ellos desplazándose dentro de una caja transparente mientras
los demás les vemos mover la boca sin que ese movimiento acaba de adquirir un
sentido claro. Me pica.
- ¿Sabes,
Matías? – me arrasco evocador – De pequeño tuve una pecera con peces de
colores. Me gustaban, pero no les hacía mucho caso, hasta que un amigo del cole
comenzó a venir todos los días a casa. Le encantaban aquellos peces... me hacía
pasar horas mirándolos...
“Qué
bonito...”, suspira arrebatado, “¿y qué fue de tu amigo?”
-
Desapareció un día antes que aquellos peces de mierda. Y nunca encontraron su
cadáver – concluyo sonriente rascándome los antebrazos y esforzándome en
recordar cuanto sea posible al De Niro más abiertamente amenazador.
“¿P-ponemos
el fútbol?”, comprende una acojonado Matías. Y es que, no nos engañemos, la
tele no hace más que fomentar modelos violentos.
*******************************************
PATIOFONÍAS
“Sí, eso es
lo que dice ella”, desconfía viperina desde su ventana la del quinto derecha.
“Pero vete tú a saber”.
“Como
dices, oye. Porque diga lo que diga, no es normal”, responde sin añadir
demasiada información la del cuarto izquierda.
Miro mi
paquete de tabaco. “Fumar puede matar” dice. Tal vez, pero lo que realmente
puede aniquilar a un fumador es la curiosidad propia de quien trabaja con la
ventana abierta en una habitación con oídas a un patio de vecinos, en lugar de
con vistas al mar. El humo sale, las voces entran, la concentración busca otro
cerebro con el que amancebarse... Ya no sé ni por dónde iba. Ah, sí...
“Tú dirás”,
regresa la voz del piso superior enviando de regreso al carajo mi recién
recuperada atención. “Ella no trabaja. Y él es funcionario, pero de ventanilla.
Así que ya me contarás de dónde sale para dos coches y un apartamento”
“Chssst. Y
para el fontanero”, irrumpe una voz masculina desde el piso de abajo. “Que
semana sí, semana no lo tienen en casa. Y eso sí que es un lujo, con lo que
cobra... O con lo que paga, porque el marido nunca está cuando viene el
fontanero...”, murmura el recién llegado contertulio masculino tratando inútilmente
de parecer sutil a la hora de llamar “puta” a la protagonista de este culebrón
entre tendederos.
En la
pantalla de mi ordenador una frase sin concluir trata de llamar mi atención.
Fracasa. Comienzo a envidiar a esos tipos que aparecen de tarde en tarde
asegurando que escuchan voces que les anuncian el fin del mundo o alguna otra
matanza igualmente masiva. Al menos esas voces tienen la delicadeza de dejar
manifiestamente claro que vamos a morir todos, sin abrir puertas a finales
inciertos como hacen las mías. Aunque también comienzo a escuchar otra voz,
lejana, levemente similar a la de mi jefe y asociada al texto incompleto del
monitor, que parece repetir “¿que no has podido acabar?... Te mato... te
mato...”. Y lo que hoy es una mera psicofonía, mañana lunes será real, con el
agravante de que los cotilleos vecinales tienen escasas posibilidades de colar
como excusa. Claro que tanto insano afán por la maledicencia también puede
tener su lado positivo, pienso súbitamente inspirado estampando un cenicero
contra la pared...
“Nos han
llamado sus vecinos. Aseguran haber escuchado ruidos de pelea”, expone muy
serio el policía de la puerta. Bien, mañana tendré un papelito con membrete del
Ministerio del Interior para justificarme ante mi jefe. Y espero que mis
vecinos tengan una buena historia que contarme sobre mí mismo cuando vuelva.
*******************************************
RESENTICUENTROS
Es ella.
No, no es ella. Sí, es ella... Cientos de kilómetros de barra en esta ciudad y
teníamos que coincidir pidiendo una copa en el mismo garito... Aunque igual no
es ella... Sí... No, no es... Mierda, sí que lo es... Pero parece que hay
suerte, no me ha reconocido... Le doy la espalda.
“¡Coño!
¿Ésa no es...?”, vocifera Matías volviendo del baño demasiado pronto – o
demasiado tarde, el gen de la inoportunidad es lo que tiene - y delatando
nuestra posición con un aparatoso movimiento de brazos que me hace sentir
nostalgia de una motosierra. Cosas del rencor.
“¡Anda,
Matías!”, exclama a mi espalda una voz que creía haber olvidado, “Cuánto
tiempo...”, se abre paso entre el gentío del sábado noche para saludar a mi
involuntario Judas. Besos, saludos... Aún no ha reparado en mí, pero mi turno
está a punto de llegar.
“Oye,
¿Y...?”, me regala unos puntos suspensivos que no hacen más que posponer lo
inevitable.
- Hola –
digo resignado a enfrentarme con un trozo de pasado particularmente indigesto.
A mí
también me tocan dos besos, aunque con un pellizco de incomodidad y dos gotas
de tensión que hacen que el garrafonazo que me ha metido el camarero bajo el
seudónimo de Gintonic parezca una obra de arte.
- ¿Y qué
tal? – rompo el incómodo silencio subsiguiente a mi escueta exhibición de
buenos modales. No debería haberlo hecho: un silencio incómodo es siempre mejor
que una conversación incómoda. Incluso un combate a muerte incómodo es mejor
que eso.
“Te veo
cambiado... a peor. Te has afeitado la pelota para no dejarle ganar a la
alopecia ¿verdad? No sabes perder...”, escupe sin contemplaciones. Las reglas
que prohíben los golpes bajos nunca contaron para ella. Ni hace quince años, ni
ahora.
- La
calvicie es así, indiscreta... Nada que ver con la silicona ¿verdad? – devuelvo
el golpe con toda la elegancia que puedo reunir.
“Perdona
cariño tu cop...”, trata de anunciarse un muchachete ofreciéndole una copa
- ¡Lárgate!
– estallamos a coro ella y yo un poco antes de que Matías, viejo conocedor de
estas batallas, recoja los restos del estupefacto chiquillo y los ponga a salvo
de la metralla de nuestras rencillas. Mejor así. Tenemos tan poco que decirnos
pero tanto que reprocharnos que no podemos permitir que nos distraiga un
aficionado. El resentimiento es cosa de profesionales. Y, puestos a escoger,
está más guapa que Matías, a qué engañarnos.
*******************************************
RESACALENTAMIENTO
Echo el
azúcar en el periódico, remuevo el cenicero con el mechero y trato de encender
un pitillo con la cucharilla mientras el café, desde su taza, se ríe de mí. A
partir de cierta edad, la resaca deja de ser un malestar pasajero, para
convertirse en un humillante recordatorio de la decadencia ante desafíos tan
asequibles como la diversión.
“Como diría
mamá: qué mala cara tienes”, me apuñala Matías sentándose frente a mí con un
repugnante martini, “¿Una noche dura?”
Son sus dos
pasiones: su madre y las obviedades. Sin fuerzas para responder, me limito a asentir
con la cabeza al tiempo que reflexiono con irritación sobre la radical
injusticia de que el asesinato esté tan mal considerado socialmente. No consigo
entenderlo.
“Si es que
ya no tenemos edad...”, profundiza mi lamentable colega abonando mi razonamiento.
Aunque por los devastadores efectos de las copas de ayer debería concederle
parte de razón, lo cierto es que no me sale de los huevos, a qué engañarnos. La
resaca puede mermar muchas de mis facultades, pero no el orgullo.
- No, si no
fue por la bebida... Es que tuve un accidente... – me invento misterioso.
“¿Ah,
sí?... Cuenta, cuenta...”, se entusiasma dando un trago a su vermouth que
estalla justo en el centro de mi estómago. Estoy a punto de soltarle que,
virtualmente, se podría decir que me atropelló un camión de Johnnie Walker.
Pura ficción también, ya que a estas alturas de mi vida no hace falta un
camión. Ni siquiera una furgoneta. Una bicicleta sería suficiente. No obstante,
el fervor con que se ha tragado el anzuelo me obliga a no decepcionarle. Así
pues, ante un público entregado de antemano, me lanzo a crear una sórdida y
compleja historia que parte de mi implicación, tras una arriesgada maniobra, en
una colisión múltiple para dividirse en varias emocionantes tramas con taxistas
hipertensos, embarazadas a punto de dar a luz, camellos, prostitutas lituanas,
polis corruptos, traficantes de órganos y hasta un talibán de Portugalete, por
darle alguna utilidad a la célebre teoría de la conspiración. Yo mismo,
incluso, me emociono con mi patraña hasta el punto de que los síntomas de la
resaca parecen remitir.
“Ya...”,
vacila repentinamente Matías en lo que amenaza con ser uno de sus tan escasos
como inoportunos ataques de lucidez, “Pero tú no tienes coche, ¿no?”
Ya está.
Una gran historia que se hunde por una menudencia y un dolor de cabeza que
retorna con energías redobladas. Y vuelvo a mi tesis sobre el asesinato: si
existe subvención del Estado por traer un hijo al mundo, librarlo de la
presencia de Matías debería, cuando menos, no estar penado. Y la resaca debería
considerarse un atenuante.
*******************************************
SORTEOLOGÍA
“...
esmilncientooosaentiochooo”, grazna una de las criaturas trajeadas como un
croupier de opereta. “... ntcincomiiil eurooos”, le responde monótono el otro
niño de San Ildefonso. Como casi todo santo debe su lugar en el álbum a un
tránsito particularmente desagradable hacia la eternidad llamado martirio, me
pregunto si el tal Ildefonso que da nombre a estas criaturas fallecería dando
vueltas dentro de un bombo lleno de esferas candentes, tipo Nerón, escuchando
monótonos cánticos sin más letra que un puñado de aburridas cifras oahogado por
su también santa esposa tras descubrir que el bueno de Ilde se había jugado la
salvación eterna en el bingo, desoyendo la palabra de Dios, que le había indicado
claramente que a la ruleta y todo al 21. No es que me importe, pero esa
divagación me ayuda a distraerme en este purgatorio con forma de cafetería de
estación de autobuses en el que he caído, en pleno 22 de diciembre, tras una
larga y complicada serie de desdichas que no voy a contar, pero que
ejemplifican a la perfección el artículo 1 de la Ley del Azar y cuyo enunciado
es como sigue: el Azar me odia.
“Me da que
este año el Gordo va a tardar en salir”, profetiza el camarero apenas un
segundo antes de romper un vaso, eventualidad que curiosamente no ha sido capaz
de prever. “Pues yo me espero”, confirma cavernoso – y acaso sintiéndose
aludido - un ser de ciento cuarenta kilos en canal embutido en un buzo, “si
sale y lo tengo volvería al taller sólo para mandar al jefe atápoculo”,
sintetiza barajando un abultado fajo de décimos y participaciones. Los
abundantes parroquianos enganchados a la retransmisión televisiva más aburrida
del mundo ríen y asienten, volcando de inmediato su atención nuevamente en el sorteo
y barajando a su vez otros abultados fajos de papeles llenos de cifras y
promesas.
“...
entooosinticuatrooo... ntcincomiiil eurooos”, prosiguen los chiquipremios
indiferentes a mi suplicio. Tres horas tirado en mitad de ninguna parte, con
frío y nieve en el exterior y rodeado por un ejército de ludozombies navideños.
De pronto veo entrar muy sonriente al chófer de mi averiado autobús.
- Se le ve
contento. ¿Ya está arreglado el bus? ¿Seguimos viaje?
“Sí y no”,
responde misterioso, “el cacharro ya anda, pero me ha tocado el gordo y me he
despedido. Dentro de cuatro horas vendrá otro chófer a llevarles. ¿Qué potra,
eh?”. No lo sabe bien. Va a ser el primer millonario en morir asesinado en este
culo del mundo. Si eso no es suerte...
*******************************************
PRECIODILLAS
- Mamá, los
diamantes están duros – refunfuño removiendo la cuchara en el plato.
“Me da
igual. Y da gracias de tener algo que llevarte a la boca”, responde mientras
reboza unos aritos de plata, el segundo plato que más odio en el mundo. Hay
algo raro, de todas maneras, y no son los diamantes, que siempre están duros.
No, algo me dice que hace mucho tiempo que yo no vivo en casa de mis padres,
por no mencionar que mi madre ahora parece más joven que yo y es clavadita a
Bette Davis, pero con bigote. Me trago como puedo los diamantes, pido permiso
para levantarme de la mesa y voy al baño. El cuarto de baño, sin embargo, se ha
convertido en una carnicería donde un extraño carnicero con corbata atiende a
los clientes tras una ventanilla blindada.
“Lo siento,
pero con este sueldo no le puedo financiar un cuarto de picadillo a tres años”,
dice devolviendo unos papeles al hombre que me precede en la cola, “¡El
siguiente!”, ordena haciendo esfumarse al hombre del cuarto de kilo sin darle
tiempo siquiera a pegarse un tiro en la boca. Por alguna razón que se me
escapa, llego a la ventanilla olvidado de las necesidades que me habían traído
aquí y pido dos pechugas de pollo, a lo que el cajero trinchador responde
exigiéndome el pago de una abusiva cantidad más una serie de favores sexuales
que harían ruborizarse a una estrella del porno. Renuncio sin luchar a las
pechugas y doy media vuelta, cruzándome por el camino con un tipo que me ofrece
de forma semiclandestina comer conejo. La propuesta es interesante pero poco alimenticia,
así que le rompo la nariz de un cabezazo y salgo al pasillo justo a tiempo de
coger el urbano que acaba de parar en la marquesina que yo no recordaba pese a
que siempre ha estado ahí. O eso creo. Sigue habiendo algo muy extraño, lo que
no evita que deje más de la mitad de mi sueldo en pagar el billete mientras el
chófer arranca bruscamente. Encuentro un asiento libre, pero me veo obligado a
cedérselo a una señora muy elegante con abrigo de calamar y emperifollada con
un medallón de langosta a juego con unos pendientes de gambas. Pienso envidioso
que la arpía debe estar forrada cuando un brutal frenazo me envía al suelo.
Cuando me incorporo con un espasmo en el sofá, Matías me mira preocupado desde
la butaca.
“No sé qué
soñabas, pero me estabas asustando”, confiesa, “Si es que cuando comes mucho la
siesta te sienta fatal. Claro que al precio que se está poniendo todo, estas
comidas tan exageradas se van a acabar...”, remata en plan Supermadre. Tiene
razón, pero resulta desagradable. Prefiero volver a mi sueño. Tal vez aún
llegue a tiempo de secuestrar a la vieja del abrigo carísimo para cambiarla por
un jamón.
*******************************************
PRESERDOCIO
“¿Y de qué
tipo los quiere?”, pregunta el farmacéutico.
Es una gran
pregunta, ya que el idiota de Matías, sobre avergonzarse de comprar condones en
persona, me envía a hacerle el recado sin especificar modelos. Y como es
festivo y estoy en racha, la única máquina del barrio estaba estropeada y he
tenido que buscar una farmacia de guardia. Si no fuera porque necesito esas
gomas para perderles de vista a él y a su chica durante unas horas, me
rendiría.
- Pues no
lo sé… La verdad es que no son para mí… – digo doblemente fastidiado por el
hecho de que la frase suena encima a excusa idiota. Me siento incómodo. Y la
mirada de la persona que se ha situado junto a mí a esperar su turno me
incomoda aún más, especialmente cuando un rápido vistazo de reojo me confirma
que se trata de un sacerdote. Sin embargo, su presencia también me recuerda que
hay que resignarse y compartirlo todo, incluso la incomodidad.
- Son para
mi marido – miento esperando una reacción que se limita a un resoplido de
impaciencia – Él los suele comprar en el sex shop, pero como es domingo… Eso
sí, necesito que sean grandes – atornillo un poco más la situación,
consiguiendo un segundo resoplido más prolongado y profundo que el primero.
Evito mirarle, no es cuestión de que una actuación que va bien pierda frescura
por un descuido.
“¿Y
éstos?”, inquiere el boticario poniendo una caja de preservativos en el mostrador.
- No
sé… Es que hoy estamos solos porque
nuestro hijo está por ahí con mi ex mujer y su esposa, y me apetecía algo
especial ¿No tiene de ésos que tienen como unos bultitos en la punta? Un día es
un día, ¿no cree usted? – me hago el tonto volviéndome hacia el representante
de Roma esperando apreciar los primeros síntomas de una apoplejía. Pero no, el
hombre de negro está tenso, incluso algo congestionado y deseando reforzar sus
oraciones con algún medicamento, por si la sola fe no bastara. Sí, pero si la
paciencia puntúa para la beatificación, a éste en concreto lo presentarán con
nota. Aunque se nota en su mirada que echa de menos los buenos viejos tiempos
del Santo Oficio y sus vistosas hogueras. No obstante, se trata de un
profesional y ya no voy a conseguir más de lo obtenido hasta ahora, así que
corto el show, abono los condones del mostrador y me despido con una sonrisa
que no mejora para nada nuestra breve relación. Tampoco me importa, a qué
engañarnos. Al cabo, estas cosas no las hago por polemizar a favor de nada. No,
las hago por el miedo que me hicieron pasar de crío con tanto demonio, tanto
infierno y tanto castigo eterno. Los rencorosos somos así, de larga duración.
*******************************************
POLVOTANDO
Por primera
vez en mi historial de votante, me dirijo a hacer uso de la cabina para elegir
mis papeletas de estas elecciones. Sé que es absurdo, pero el voto que voy a
emitir me resulta tan frustrante que necesito ejercer mi derecho a escondidas.
- Ah,
perdone – me excuso algo ruborizado tras descorrer la cortina y descubrir que
la cabina está ocupada por una mujer. Matizo: por una mujer muy, muy atractiva.
“No,
espera…” – me detiene con un gesto cuando me dispongo a devolverle su intimidad
electoral – Tal vez puedas ayudarme a elegir.
La
inquietante cercanía de su tuteo dispara media docena de alarmas en distintos
rincones de mi cerebro, provocándome un instante de vacilación. No obstante, la
experiencia acude en mi auxilio: cuarenta años comportándome como un idiota
ante mujeres como ella no pueden dilapidarse en un momento de precipitación,
así que evito toda duda, ignoro las alarmas y me pongo automáticamente en modo
“idiota pasivo”.
- Ufff… -
improviso con brillante oratoria mientras ella tira de mí hacia el interior de
la cabina y vuelve a aislarla del mundo exterior con la cortina – No creas… -
añado, tratando de no parecer excesivamente tarado – Yo tampoco lo tengo muy
claro…
Y en eso no
miento. Supongo que el hecho de que ella me desabroche un botón de la camisa
mientras me explica sus dudas sobre los candidatos podría considerarse
insinuante, pero mis numerosos y frustrantes errores de interpretación de
mensajes en idioma femenino me hacen desconfiar. Y tampoco me tranquiliza su
confesión, entre lametones en la oreja, de que a ella el acto de votar la vuelve
loca, la excita hasta extremos que hubieran llevado a Freud a cambiar el
psicoanálisis por la apicultura. Estas cosas no pasan. No a mí. No puedo evitar
pensar en una cámara oculta en alguna parte de la cabina que me convertirá en
el hazmerreír de medio mundo en unas semanas. Por suerte, sus dedos se cierran
sobre mi bragueta de manera tan firme que toda incertidumbre se esfuma. No sé
si dice la verdad, pero la creo sin hacerme preguntas, a lo católico. Y no es
el único paso atrás intelectual que doy, ya que la concentración de sangre
necesaria en la zona afectada por los arrumacos de mi votante indecisa deja a
mi cerebro sin suministro y dando un salto atrás de varios millones de años en
la escala evolutiva en busca del antropoide que aún llevo dentro. Segundos
después, unas cuantas prendas de vestir fuera de lugar permiten ocupar su
espacio natural a los órganos que mami Naturaleza diseñó para que la función
reproductora sea también divertida. La pena es que la cabina se bambolea.
Dentro de cuatro años, juro que votaré al candidato que prometa cabinas
electorales dignas para ciudadanos ansiosos.
*******************************************
BARRANOIAS
“Uno de
centeno y media baguetina… ¿Quién va ahora?”, pregunta obsequioso el panadero.
La señora del abrigo de piel con aroma a misa reciente hace un tímido intento
de tomarme por idiota, pero una simple mirada basta para que renuncie a ello.
Me toca a mí. Tras sufrir las indecisiones de los clientes que me precedían en
la cola ante la variada oferta de panes, no estoy dispuesto a dejarme mangonear
por nadie, aunque vaya abrigada por bichos muertos para demostrar lo buena
cazadora que es. Se me va la olla, pero es que comprar el pan los domingos me
subleva. Siempre ha sido una especie de absurdo ceremonial, pero en los últimos
años las dudas de los clientes ante el millón de variedades de pan que se
ofrecen lo han convertido en un enervante paraíso de los indecisos. Como si no
fuera todo pan.
- Media
barra, por favor – solicito ofuscado, con el tono justo para no dar pie a
confianzas pero sin resultar demasiado seco.
“¿Bastón,
txapata, de leña, doble fermentación?”, responde en el mismo tono simpático.
- No,
normal – Son sólo tres sílabas, pero antes de que mi boca pronuncie la última
siento un escalofrío. Algo se ha roto en esta mezcla dominguera de harina,
periódico local y música celestial. Un silencio opresivo se ha adueñado del
local.
“¿Normal?...
¿Pan normal?...”, murmura tenso el hasta ahora simpático panadero, apretando
los dientes en una sonrisa congelada. “No tengo pan normal… nunca… ¡Benito!”,
grita finalmente hacia un rincón del local. Un grito cuya respuesta es la
aparición de un hombre enharinado y ojeroso, con un cansancio cercano a la
derrota resaltado por un gorrito absurdo y un mandil mil tallas más grande.
“´Éste…”,
sisea venenoso el vendedor aprovechando mi perplejo silencio, “desea media
barra de pan… normal”. El cansancio abandona de pronto del hombre del gorrito y
las ojeras se convierten en un mero subrayado de una mirada de odio en estado
puro.
“¿¡Pan
normal!? ¡Me levanto a las tres y media de la mañana para que haya pan de
pasas, romanos, gallegos, rústicos…!”, estalla. “¡Y que no falte el de fibra
para que los señoritos caguen bien…!”, añade en un exceso de información. “¿¡Y quiere pan normal…!?”, ruge
congestionado. Miro a mi alrededor buscando ayuda, pero sólo encuentro la
mirada de la arpía envisonada y otras aún más rencorosas de clientes que
esperan su turno para conseguir ese pan exclusivo que les hará felices. Podría
rendirme, pero no me parece digno. Voy a volver a pedir mi media barra de pan
normal y espero que la Historia me haga justicia.
*******************************************
ARTEMAÑAS
“¡Vaya
mierda de cuadros!”, espeta sonoramente Matías ante un lienzo blanco atravesado
por cinco temblorosas líneas grises. Es lo que más me gusta de mi vegetal
favorito, su libertad de espíritu. Su olvidada formación le permite acercarse
al arte moderno con la mirada limpia, sin prejuicios de entendido, y expresar
su opinión sin tapujos, en voz alta. Detalle éste último que me jode, no porque
no tenga razón - hoy le sobra - sino porque su vozarrón atrae todas las miradas
del silencioso público presente en estas muestras. Algo nunca agradable y
ocasionalmente infernal.
“Disculpen,
soy el comisario”, confirma mis temores a nuestras espaldas una voz que se
mueve en el filo entre el mínimo de urbanidad y la hostilidad manifiesta.
“¡Hombre,
los cuadros son un cagarro. Pero de ahí a detener al pintor…!”, exclama un
Matías sinceramente sorprendido antes de que yo pueda intervenir. La voz,
compruebo al girarme, procede de un tipo metamoderno que complementa su
deliberadamente carísima moda casual con un intenso aroma a Mosqueo, de Armani.
“El comisario de esta exposición, quería decir”, prosigue apretando los dientes
para dejar claro que nuestras muertes ocuparían el primer puesto en su lista de
sucesos que harían de este planeta un lugar mejor. “Parece que las obras no
acaban de ser de su agrado”, añade buscando pelea. Debo intervenir. No por
Matías. En un enfrentamiento físico él llevaría las de ganar sin ninguna duda.
Le invitaría a arreglar las cosas como caballeros en algún callejón oscuro, le
dejaría pasar primero y le golpearía por la espalda con lo primero que
encontrara. Él es así. Pero esto es distinto. Exige un nivel de conocimientos y
de tacto que supera ampliamente a los de mi compadre, así que le pateo la
espinilla antes de que pueda volver a abrir su bocaza y me hago cargo del
desafío. La razón me asiste, los cuadros son un pufo. Pero debo tener cuidado:
un fulano que emplea horas en aparentar que ha dormido con la ropa de marca que
lleva puesta, es un rival a tener en cuenta.
- Mi amigo
– expongo cordial pero firme – se limitaba a expresar su disconformidad con una
tendencia que, so pretexto de la libertad creativa, da cobijo a todo tipo de
fraudes…
“¿¡Qué!?”,
exclama escandalizado un segundo antes de caer al suelo víctima de mi cabezazo
en su nariz. No son maneras, pero no he podido evitarlo. Sin embargo, antes de
que agarre a Matías del brazo para salir huyendo, el público comienza a
aplaudir creyendo que se trata de una performance. Incluso me piden que patee
al comisario. Y luego dirán que las discotecas son peligrosas…
*******************************************
AEROENTUERTO
“Lo siento,
pero en su vuelo hay overbooking”, resume seca y rutinaria una veterana de
todas las guerras aéreas parapetada tras su mostrador.
-
¿Overqué?- pregunto fingiéndome extremadamente paleto. Sé a qué se refiere. No
hace falta ser un trotamundos para saberlo. Pero si me espera una larga
pesadilla en un aeropuerto, ella tiene derecho a compartirla conmigo. Hay que
ser educado y generoso con quienes dedican su tiempo a atendernos. Justa
reciprocidad.
“Sobreocupación”,
escupe, “Se han vendido más billetes que las plazas disponibles en el avión”,
concluye mirando ya directamente por encima de mi hombro para estudiar a mi
sucesor en la cola y prepararle otra gélida evasiva.
- A ver si
lo entiendo – planteo ignorando su profesional respuesta y esmerándome en
parecer irreversiblemente lerdo – Yo tengo un billete para viajar en ese avión,
pero no quepo pese a que yo no estoy dentro de ese avión ocupando el sitio que
mi billete dice que tengo en ese avión en el que no quepo aunque ustedes me
hayan vendido un billete que dice que quepo… ¿Es así? – remato mi incontestable
interpretación de los hechos bizqueando, para añadir algo de confusión al caos.
“Sí”,
responde súbitamente perpleja, como quien acaba de ver bailar a un cadáver,
“Pero tiene derecho a…”
- Sí, a
permanecer en silencio o si no todo lo que blablablá utilizado en mi contra y
una llamada y abogado blablá… - largo estúpidamente aprovechando su recién
adquirido estupor – Pero lo que yo quiero es montarme en ese avión y volver a
mi casa, no que me lea mis derechos como los polis yankis de la tele – recalco
con la única esperanza, ya, de no ser el único amargado de esta conversación.
“Bueno,
verá… Yo, en realidad…”, susurra en tono exculpatorio mientras su labio
inferior tiembla como subrayando su sinceridad. Es un golpe bajo que me enamora
más allá de lo razonable. La pido en matrimonio mientras busco con la mirada un
piloto de Iberia con carné para celebrar bodas en aeropuertos y la gente de la
cola nos regala juegos de maletas que no son las suyas, pero ya puestos qué más
da. Será duro, lo sé, convivir con una mujer que ha hecho de los retrasos una
forma de vida. Pero no es menos cierto que estando tan acostumbrada a las
cancelaciones, su nivel de exigencia me lo pone algo más fácil en algunos
aspectos.
*******************************************
ZAPPATILLING
“Mire,
éstas son las que he usado para el fútbol… Me han ido bien, pero ya necesito
otras”, expone Matías mostrando sus zapatillas de casa a un dependiente que
descubre súbitamente lo equivocado que estaba al pensar que ya lo había visto
todo.
“¿Esto?...”,
es cuanto acierta a decir al contemplar perplejo los dos andrajos de felpa de
mi inclasificable camarada. Me mira buscando una ayuda que no va a obtener. No
tengo nada en contra de los dependientes, pero sé por experiencia que jugar a
favor de Matías cuando me enreda para ir de compras es la única posibilidad de
ahorrar tiempo.
- Son las
zapatillas de ver la Eurocopa – le explico – Han dado buen resultado, pero de
cara a las Olimpiadas necesita otras más ligeras y resistentes. Ya no son unos
pocos partidos a la semana – me extiendo comprensivo - es todo el santo día con
la tele, lo que representa muchos viajes del sofá a la nevera a por cervezas. Y
a veces en condiciones muy adversas porque su madre acaba de fregar el suelo de
la cocina, ya me entiende…
Sí. Me
entiende. Está a millones de años luz de compartir mi criterio, pero me
entiende y asume que hacerme caso supone que los próximos minutos sean menos
infernales de lo que podrían ser, de modo que entra en el juego.
“Ya… ¿Y qué
le parecen éstas?”, responde saliendo de su estupor y mostrando a mi obtuso
amigo un par de pantuflas de línea clásica pero con un estampado tan atrevido
como intolerable que les confiere un absurdo aire entre informal y deportivo.
“No sé…”,
vacila Matías observando el par de zapatillas con un atisbo de desconfianza que
podría suponer visitar otros comercios durante horas. No estoy dispuesto a
tolerarlo.
- Son
perfectas, Matías. Además, ten en cuenta que las vas a usar sin calcetines, así
que no está mal que sean un poquito abrigadas… - argumento sin demasiado
entusiasmo, pero con resultado positivo: Matías calla. Interpreto su silencio
como un gesto de aprobación y alargo las zapatillas al dependiente guiñándole
cómplice un ojo. Las coge y teclea rápidamente en la registradora guiñándome a
su vez un ojo que establece un vínculo de complicidad práctico, pero un tanto confuso.
Si intenta besarme, lo denuncio.
“¿De verdad
crees que estas zapat…?”, duda mi amigo ya en la puerta de la zapatería.
- Por
supuesto – respondo decidido a no perder más tiempo en tonterías – Y ahora
vamos a por el pijama.
No es para
él, es para mí. Si voy a pasarme semanas siguiendo absurdas proezas deportivas
en la tele, necesito un pijama con unos bolsillos lo suficientemente grandes
como para aprovechar los viajes al frigorífico. Y el que compré para los
últimos mundiales de fútbol me falló en los cuartos de final.
*******************************************
PARADEJA
“¡Eres un
egoísta! Cuando se trata de ir a tomar unas cañas, siempre te va bien, pero
cuando digo yo de ir a un sitio distinto, nunca vamos”, escupe con voz
enrabietada. “Pero una cosa te digo…”, añade en pleno ataque de dignidad, “¡En
cuanto volvamos, me voy a casa de mi madre!”.
- ¡Matías,
por Dios! Que ya vives con tu madre – respondo un pelo alterado – Y habría que
oírla si te viera protestando porque no te llevo de putas… …
Vacila.
Parece que mis palabras han hecho diana en la parte del cerebro de mi colega
que aún alberga como un tesoro algo de sentido común, aunque muy mermado tras
unas cuantas copas, mezcladas con los monstruosos helados de las terrazas y la
brutal calorina del Mediterráneo. Pero en el fondo, la culpa es mía. Y por
varias razones. Por seguir yendo de vacaciones con él a sitios tan abiertamente
horrendos como este masificado culo de la Costa Brava. Por no haber impedido
que escuche/lea/se empape con los recurrentes reportajes veraniegos sobre los desastres
que las vacaciones ocasionan en las relaciones de pareja (para él “pareja” es
todo lo que va de dos en dos, da igual matrimonio, amigos o huevos fritos). Y,
sobre todo, por no haberlo empujado escaleras abajo cuando íbamos juntos al
colegio. Debe ser eso que llaman amistad.
“Pero es
que nunca me das un capricho…”, contraataca, aunque ya con menos potencia de
fuego. “Y parecía un bar distinto a los que solemos ir”.
En eso
tiene razón. Los bares a los que solemos ir no tienen un rótulo de neón agonizante
con la inscripción “Whiskería Cocoloco” como caído de una mala peli de los años
70. Algunos aún tienen pinchos que parecen proceder de aquella época, pero
ninguno tiene tan mala pinta como el local al que pretendía entrar Matías.
- ¿Y si
vamos a tomar una copa a una discoteca? ¿Eh? – espeto rabiosamente original.
“No, tú lo
que quieres es emborracharme para llevarme al hotel cuando a ti te dé la gana”,
me responde de morros llamando la atención de unos cuantos transeúntes que
comienzan a mirarnos con cara rara, cosa que me revienta. No me importa que me
tomen por gay. Lo que me fastidia es que puedan llegar a pensar que soy tan
idiota como para tener de pareja a alguien como Matías. Por no hablar de que,
pese a que es más grande que yo, si le doy un guantazo aún tendría que aguantar
que me llamaran maltratador.
*******************************************
SANITHRILLER
“Los
resultados de sus análisis son bastante buenos”, diagnostica el matasanos
manejando los papeles con indiferencia profesional. “Pero... le convendría
dejar de fumar”
Hay en esa
última frase un leve tono amenazante que me disgusta. Una especie de “si quiere
volver a ver vivos a sus seres queridos, haga lo que le digo y no vuelva a
encender un pitillo”. Me jode. Y no porque no tenga razón - que le sobra – sino
porque de alguien con titulación universitaria uno no espera esos ademanes
mafiosos ni, aún menos, esas obviedades de taxista aburrido. Supongo que es lo
que los médicos llaman “prevención”, pero me fastidia.
- ¿Y qué
pasa si me niego a dejar de fumar? – opto por responder, no exento de chulería.
Es lo que los pacientes llamamos “tocar los cojones”.
Me dirige
una mirada fría como su estetoscopio. No esperaba una respuesta así.
“Bueno...
Podría tener problemas...”, insinúa. “Ya sabe. A veces ocurre... Se cree uno seguro
y de repente, zas... No digo que vaya a pasarle a usted, pero podría ser...”,
deja flotar la advertencia.
El bastardo
ha descubierto sus cartas y ahora veo de qué va este juego: somos dos idiotas
caídos en una novela negra barata. Pero analizando los datos y considerando las
titulaciones universitarias de ambos, queda claro que a mí me ha salido más
barato y me ha costado menos tiempo ser igual de idiota que él. Eso debería
darme alguna ventaja.
- Mire,
muñeco, sus amenazas no me asustan – reacciono asumiendo mi papel - Supongo que
a ese visitador médico que ha venido a verle no le gustaría saber que usted
receta cosas de un laboratorio de la competencia ¿verdad? - improviso dejándole
digerir el hecho que uno de los dos se ha vuelto definitivamente loco y ése,
sin duda alguna, soy yo. Lo capta.
- Le diré
lo que vamos a hacer – expongo atrapado ya sin remisión en el clima de thriller
que se ha adueñado de la consulta – Ahora usted va a dejar mis análisis sobre
la mesa. Lentamente... sin trucos.
El tipo me
obedece sin discutir. Ahora que yo dirijo el baile ya no se muestra tan gallito
con lo del tabaco. Cojo mis papeles de la mesa, me levanto y me dispongo a
salir, pero antes lanzo una última advertencia
- Y otra
cosa: llevo cinco años sin fumar. Pero la próxima vez no lo intente con el
café. Tendría que matarlo, pipiolo.
*******************************************
AEROMUERMOS
“Disculpe.
Seguridad del aeropuerto ¿Documentación?”, susurra educadamente a mi espalda
una voz paradójicamente cargada de sutil hostilidad. Llevo más de medio día,
solo, en este aeropuerto de mierda y acabo de comprobar que mi vuelo ha
acumulado otras ocho horas de retraso pese a haberlo reservado con meses de
antelación, así que el concepto “seguridad” me produce una especie de risa
nerviosa. Me giro dispuesto a mirar a los ojos al dueño de la voz, pero me
encuentro frente a frente con el nudo de una corbata particularmente horrorosa
y, un poco más arriba, con la cara del individuo. Boca recta, cejas escasas,
cráneo pelado look tócameyterreviento y unas gafas de sol que pulverizan
definitivamente cualquier atisbo de empatía. Y lo curioso es que me resulta
familiar... Por un momento pienso que me recuerda a alguno de los sicarios de
cartón piedra vistos en películas baratas consumidas en momentos aún más
baratos de mi vida, pero no. Me recuerda al armario del dormitorio de mis
padres cuando yo era niño. Era muy grande y parecía esconder cosas muy
interesantes en su interior, pero al final descubrí que mi intuición sólo
acertaba en una cosa: era muy grande.
- Disculpa
– respondo rebajando el trámite al tuteo por aquello de relajar la situación -
¿Me enseñas tú alguna documentación tuya que me obligue a enseñarte la mía?...
Y me refiero a mi documentación, que quede claro...
Sé que mi
respuesta no es prudente, ni inteligente... ni siquiera razonable, pero ya me
sé de memoria hasta los horóscopos de los periódicos y no estoy dispuesto a
recibir otro sablazo en la cafetería de este antro a cambio de una copa que no
merece tal nombre, así que al menos voy a conseguir conversación. No
inteligente, quizás, pero al menos será gratis.
El tipo
saborea su momento de gloria. Echa uno de sus remos al bolsillo y busca la
tarjetita que le permitirá meterme en un cuarto sin leyes y ordenarme ponerme
en pelotas mientras él se coloca unos guantes de látex sólo porque sabe que eso
acojona. Pero algo pasa...
“Mi... mi
identificación...”, dice vacilante, “No encuentro mi identificación...”,
exclama ya entre pucheritos. Debería haber sabido que, por regla general, en
los aeropuertos hay más carteristas que terroristas, pero no. Y ahora es cuando
realmente el tipo me asusta. Un tipo de casi dos metros y ciento veinte kilos
en canal llorando a moco tendido. Y es que soy de natural blando, y si no
consigo huir lo tendré durante horas sentado en mis rodillas para consolarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario